Cierta y nocturna mañana de un abrileño mes de octubre recibí un paquete sin remitente que alarmó grandemente mi sosegado y pulcro bienestar hogareño. Al comenzar a abrirlo, no sin sentir un escalofrío descendente desde la nuca al recto, reparé en que todas las estatuas de los palacios de Venecia dirigen su mirada hacia puntos opuestos a donde se halla erigido il Campanile. Cuando esto me contaron los buzos de bajura de la isla de San Gregorio lo eché en saco roto, en pozo de olvido. No pensé jamás de nuevo en ello. Pero ahora el hecho cobraba una nueva dimensión que, sin duda, cambiaría mi percepción de las cosas. Aparté el paquete, retiré el mantel de la mesa, dispuse mis utensilios de trabajo y me corté una capa negra de fina estameña que me quedaba perfectamente, dándome un aire decimonónico y esnob, decadente y dandy. Una vez dispuesto en mi landó ordené al cochero me condujera al club, donde Lord Applewood y Lady Mapplewood iban a recitar unos sonetos inéditos de Claridge, encontrados en su residencia, más concretamente en su alacena, tras unos tarros de confitura de batata albana. En el club encontré, además, al astronauta Effing, al talador Douglas, al fonopeda Tillson, al especiero Burmann, al mago Fizz, a la tasadora Isobel, al eunuco Tonino, al zapatero Castellani, al ciclista Simonetto, a la zahorí Gisella y al encofrador Eusebio.
Me gustan estas reuniones.
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