Reconforta saber que nuestros ruidos digestivos no son el signo demoledor que para los antiguos egipcios constituían los referidos sonidos. Un habitante de Tebas hace tres mil años enmudecía, empalidecía, turbábase al oír como una porción de aire, producto de la descomposición orgánica de los alimentos en su aparato digestivo, se desplazaba de un tramo a otro de su colon. Para él era una llamada de la muerte que le avisaba de la veleidosa y efímera porción de vida que le había tocado vivir y de su pronta unión a los ejércitos de la muerte.
En el antiguo Egipto las sirenas de las fábricas de relés para automoción (las mejores del Mediterráneo) se oían en un radio de dos mil estadios, estadio más, estadio menos.
Los vendedores de pebeteros y sahumerios al por menor formaban cofradía, y una vez al año peregrinaban a la caverna negra de Im-Ahl-Asur, donde se les aparecía Fray Isidoro de Nápoles y el hijo de Aminhoteph II, el primer faraón eunuco y zurdo. Como piezas de un gran puzle sideral, los sacerdotes de palacio los esperaban de vuelta y después de merendar se unían ambos grupos (vendedores de pebeteros y sacerdotes) y bailaban lo que sabían. Era un clamor de alegría y entusiasmo verlos holgar de esa manera. Luego llegaron los judíos y se formó la que se formó.
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