La invité a cenar en un restaurante etrusco que se encontraba en la confluencia de las calles A y B. Era un local lujoso, quizá excesivamente lujoso para ella. La dama se llamaba Casiopea y había nacido muy cerca de allí, en la confluencia de las calles C y D, al lado de la antigua farmacia militar. De primero pedimos una soflama de almortas y de segundo, también. De postre nos dejamos seducir por la recomendación del maître, que nos sorprendió con una turba de batata gris. Casiopea se encontraba acalorada y sus pómulos adquirían tonalidades de crepúsculo. Apenas hablamos durante la cena, tan sólo nos sonreímos entre plato y plato. Pagué en dracmas nuevos y felicité al chef. Retiramos nuestras cometas del guardarropa y fuimos a echarlas a volar a la ribera del río. La noche era sin luna. Cuando nos cansamos de volar las invisibles cometas nos besamos. Del bolsillo interior de mi abrigo extraje una caja de petardos y se la obsequié como muestra de mi afecto y lealtad por ella. Casiopea, emocionada, aceptó el regalo y murió entre mis brazos a los cuarenta y tres años, rodeada de nuestros hijos y nuestros nietos. Es evidente que algo que comimos en la cena le cayó mal.
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FUMPAMNUSSES!
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
13.5.09
16. Un carnicero en Aberdeen
La invité a cenar en un restaurante etrusco que se encontraba en la confluencia de las calles A y B. Era un local lujoso, quizá excesivamente lujoso para ella. La dama se llamaba Casiopea y había nacido muy cerca de allí, en la confluencia de las calles C y D, al lado de la antigua farmacia militar. De primero pedimos una soflama de almortas y de segundo, también. De postre nos dejamos seducir por la recomendación del maître, que nos sorprendió con una turba de batata gris. Casiopea se encontraba acalorada y sus pómulos adquirían tonalidades de crepúsculo. Apenas hablamos durante la cena, tan sólo nos sonreímos entre plato y plato. Pagué en dracmas nuevos y felicité al chef. Retiramos nuestras cometas del guardarropa y fuimos a echarlas a volar a la ribera del río. La noche era sin luna. Cuando nos cansamos de volar las invisibles cometas nos besamos. Del bolsillo interior de mi abrigo extraje una caja de petardos y se la obsequié como muestra de mi afecto y lealtad por ella. Casiopea, emocionada, aceptó el regalo y murió entre mis brazos a los cuarenta y tres años, rodeada de nuestros hijos y nuestros nietos. Es evidente que algo que comimos en la cena le cayó mal.
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