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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



28.12.14

343. Cabareteras


          Es necesario que en este año 1957, que ahora concluye, haga un repaso, aunque sea efímero, aunque sea a vuela pluma, aunque sea somero, de estos casi once meses de vida que llevo viviendo desde el día que nací, es decir, el día 4 de febrero del año que nos ocupa. Once meses abigarrados de sucesos en el que ni uno, óiganme, ni uno de esos sucesos ha significado nada, absolutamente nada para mí. Tan solo puedo describir y de manera muy sucinta sensaciones corporales de calor y frío, de tibieza y humedad, de hiriente perplejidad ante dolores de tipo cólico, que han revertido casi siempre, sumiéndome en un estado de placer y plenitud que a veces terminaba definiendo un proceso de felicidad agudo, pasajero, acompañado de atónitas y pequeñas gesticulaciones nuevamente de perplejidad. Por tanto, la primera noción intelectualmente conceptuada como tal de mi vida, sería la perplejidad. Entre una perplejidad y la siguiente he dormido mucho y profundamente, sin sueños, pues a esa edad no hay patrón empírico donde pueda asirse el mundo onírico todavía por desarrollarse. Me ha dado tiempo en estos once meses de estructurar las que al principio eran sombras circundantes y extrañas —rostros apriorísticos— que devinieron con progresiva aceleración en símbolos formales componentes de una pequeña cosmogonía rica en rituales divertidos y sosegantes la mayoría de las veces. Papá y mamá aparecen como Zéus y Hera en este azulado Olimpo oliente a bálsamo y a talco, a leche agria y a heces vaporosas. Los sonidos contribuyen con sus tonos poliformes a la perplejidad que cubre como manto adventicio mi cerebro apenas labrado por circunvolución alguna. Pero insisto en que la enorme importancia que todo esto tendrá en mi posterior desarrollo como ser humano no la siento todavía, vivo ajeno a toda esta entropía que va generando mi crecimiento, como si a otro le estuviera sucediendo, no a mí, que estoy absorto en llevarme a las encías cualquier objeto que puedan asir mis débiles y sonrosados deditos. Adoro succionar el pecho materno, o la tetina de silicona, o el chupete con forma de conejito dentudo. Lloro unas once o doce veces por semana, pero siempre por causas muy justificadas, que implican higiene, abandono, hambre o dolor, los cuatro puntos cardinales de las desgracias y miserias de un bebé. En realidad, no ha sido este primer año de mi vida una época especialmente dura, podría decir que incluso ha sido un período ciertamente placentero, distraído y confortable. Sé que vendrán época duras, cada vez más duras a medida que vaya cumpliendo años, y esta perplejidad de la que ahora gozo, irá tornando en un perpetuo degradé hacia el miedo, la decepción, la ira y la desesperación. En próximos años les iré informando. De todas formas les deseo a todos ustedes un feliz y venturoso 1958.

21.12.14

342. Un taxista de Malabo


          Tengo un amigo enamorado de Lope de Vega. Me causa gran desazón decirle que Lope falleció en 1635, pero se lo tengo que decir. Él lo busca por las esquinas de la ciudad, por los arrabales, por hospicios y casas de lenocinio, por colmados y casas de labor, sólo piensa en él y en sus sonetos. Apenas come, ha dejado los cuatro o cinco vicios de los cuales disponía para sobrellevar su fatal desclasamiento de la vida y de la muerte. Desde que lo conocí en las alfarerías del lado izquierdo del río siempre estuvo sumido en amores de botijo, amores rasposos, transpirados, rezumantes de humedad verdinosa y que provocaban una cierta dentera en su exposición ante los foros que él elegía, escasos y escondidos. Este amigo del alma gustaba y gusta de vender silicios y disciplinas que él mismo se aplica desde su más tierna infancia. Sus miembros lacerados los muestra en las desiertas playas ciertos jueves de Adviento, cuando apenas hay gente, muy pocos turistas que se avengan a la misericordia y la piedad costera. Sufre porque así lo dicta la ciencia ética alemana, porque las diatribas contra la norma (ya sea a través de la aquiescencia hacia la tecnología nipona o hacia las melodías de Savall) es lo que invade su pobre y atropellada dermis. Sufre no de manera castiza (es el menos castizo de los hombres), sufre como el emperador asirio que no fue, pero que sí lo será, casi con total seguridad a poco que se lo proponga. Poseedor de cualidades perladas, ingenio diamantino y humor áureo, vende y compra baratijas del serrín en los más inhóspitos mercadillos del extrarradio. Ha llorado mucho, pero  ha reído muchísimo más, sin embargo muchas lágrimas las ha vertido porque no acudieron en los momentos en que se las requería, ocupado como estaba en reír. Posee un idiosincrásico egoísmo, tan exacerbado, que pasa por ser un brillante galón en el uniforme del estoico moderno. Es un egoísmo que no molesta a los demás, puesto que se podría decir que presenta rasgos endogámicos. Un egoísmo que se autoabastece, no se nutre de los demás, los demás lo sufrimos de un modo ciertamente inevitable, pero absolutamente colateral. Como amigo que me siento de él, me reconforta saber que jamás podrá recibir ayuda de nadie, ni por supuesto mía, está genéticamente incapacitado para recibir ayuda, también lo está para otorgarla, claro está, y eso le hace una persona no tan dispersa como evanescente, nunca sabes de su presencia, o si lo sabes, jamás sabes de su esencia, tanto es así que a veces he dudado de que la tenga (me cabe intelectualmente pensar lo contrario, que tenga tal cantidad de esencia que sea ésta la que le está realmente ahogando). Bueno es decir que sospecho en él una bondad casi de origen celular que le recorre una y otra vez las sinapsis del cerebro. Esa bondad considero que emanará alguna vez, y lo hará como un espectacular géiser, coincidirá casi con toda seguridad con el día que deje de buscar a Lope por las esquinas.

19.12.14

341. ¿Cómo se limpia un congrio?


          Son las nueve horas de la mañana. Tengo las mismas ganas de reírme que pueden tener las cobras de El Cairo. La zona lumbar en su totalidad —mi zona lumbar— es un clamor inflamado y dolorido y una queja uniforme y en toda regla hacia y contra nuestra condición de bípedos: ¿quién sería el inopinado primate con ínfulas de homínido al que se le ocurriría la absurda, que no banal, idea de erigirse, de ponerse de pie sobre las patitas traseras para así poder hacer cositas con los deditos de las delanteras? Mis dolores lumbares tienen ese, y no otro, origen. Si las cuatro patas, a las que filogenéticamente estamos adscritos, fueran nuestros cuatro puntos de apoyo, seríamos simples monos cuadrúpedos, barrigones y llenos de liendres voraces, sí, pero no nos dolería la espalda, ni seríamos conscientes de la existencia de un nervio llamado ciático. 
          Son las nueve horas y veinte minutos de la mañana. Tengo un grado de hambre lo suficientemente elevado como para no desayunar. Sería sumirme en la ansiedad más desesperada comerme un panecillo con mantequilla y un café con leche. Esto haría, tan solo, despertar al animal que llevo dentro y que me propondría otro tipo de de desayuno más consistente, consistente en: un litro de jugo (zumo) de naranja natural, un tazón de café con leche de los años cuarenta (es decir un tazón realmente grande), dos huevos fritos (o tres) con un número impar (superior a 9 e inferior a 12) de tiras de beicon, dos (o tres) croasanes de verdad abiertos y tostados con mantequilla y mermelada de naranja amarga, medio litro de yugur griego, una porción generosa de tarta de manzana, un cafelito solo expresso (ristretto) para terminar, acompañado de una copita de aguardiente Martes Santo® (de Aracena, provincia de Huelva) y dos cigarrillos rubios (Marlboro®).
          Son las nueve y media de una fría mañana de finales de otoño. Hoy trabajo por la tarde y mi mujer me ha abandonado de nuevo. Lo hace con frecuencia, es costumbre inveterada de su etnia. Tres o cuatro veces al año despierto y veo que no está, que se ha ido. Faltan sus turbantes, sus afeites, sus vistosas batas de colores, sus collares y su hatillo. Eso es que de nuevo se ha marchado, ha acudido al llamado de la selva. Es lo que pasa cuando tu sentimiento se une al destino de una mujer africana. Pero sé que tarde o temprano volverá y me envolverá de nuevo con su verborrea incomprensible, con sus cantos, me sorprenderá de nuevo con sus guisos imposibles y me desorientará de nuevo por las noches con los ruidos misteriosos de la jungla.
          Ya casi son las diez de la mañana. He de ir, debo de enfrentarme otra vez, como ayer, como antes de ayer..., con el espejo del baño, ese espantoso objeto con alma de reloj, de clepsidra especular, que todas las mañanas te indica con lucecitas e indicadores fosforescentes el acúmulo de grasa allí, la falta de pelo allá, el efecto de la gravedad que provoca la caída de aquello o de lo otro, la manchita que ayer no estaba, la mirada cada vez más triste... Y luego vestirse (o embutirse) en ropa que a cualquiera de tu bloque, de tu barrio incluso, le estaría mucho mejor que a ti y no tendría que hacer los ímprobos esfuerzos para abrocharse el botón del pantalón.
          Dolorido, hambriento, abandonado, aseado y vestido he llegado a las diez y media de este frío pero soleado día de otoño, como ya he dicho. Me espera Murakami, un escritorzuelo japonés, con unas ganas tremendas de ser americano, que me ha prometido entretenerme hasta que me tenga que ir al taller. El literato nipón está en el cuarto chico, al fondo del pasillo, ese cuarto que la africana y yo tenemos atiborrados de libros, caramelos y aparatos electrónicos de juguete.

5.12.14

340. Los 612 mandamientos, más o menos, de la Torá


          No es sólo sentarse frente a la pantalla o frente al folio en blanco y desatarse el alma, esperando a que algo hermoso fluya y, por sí solo, se plasme en nobles palabras. Nunca tuve miedo a lo imponderable de la mente vacua, porque el sistema que utilizo para la escritura es justamente el antídoto para ese miedo. Hace cincuenta y dos segundos no sabía que iba a escribir las anteriores sesenta y nueve palabras. De igual modo, desconozco de manera absoluta lo que deviene de lo anteriormente escrito, y ni por asomo sospecho el desarrollo, ni mucho menos la conclusión —si es que la tiene— del conjunto de palabras y frases que conformarán este escrito. La automaticidad es, pues, el principio que alimenta el sistema de mi escritura. Me siento, enciendo la pantalla y escribo. Es muy difícil que alguna vez borre lo escrito. Siempre intento que lo que surge, permanezca, en una especie de caiga quien caiga, que, a veces, aunque no me deja satisfecho, sí consigue hacer que aumente una absurda autoestima de saberme valeroso para el lanzamiento en ciertas piscinas de profundidad desconocida. Pero claro está, sé dónde me hallo, alguien lee lo que escribo, muy pocas personas y casi ningún animal (o al revés, no sé), y no puedo desatar del todo el contenido que surge en mi cabeza, porque sería para mucha gente algo ciertamente aterrador o repulsivo. Los frenos de la conciencia, el súper yo y todo eso funciona a las mil maravillas. Me gusta bordear y mirar detrás de los límites, a veces lanzo algún guijarro al pantano que rodea mi castillo, pero luego escondo la mano y corro a refugiarme en lo inconexo, lo grotesco y en el humor de mis cuartillas medio surrealistas y medio gamberras. Pero no se engañen. Esto es sólo una distracción para las tardes de aburrimiento mañanero o para las mañanas de tedio vespertino, da igual. Mi mujer se engaña, piensa que escribo bien, pero quiere que escriba para que los demás me entiendan, es decir, quiere que escriba, más o menos, así:

           (...) Creo no haber hecho referencia a mi amigo del alma Lecumberri. Era un adusto manflorita de Mondragón, estudiante de Humanidades en la Facultad de Deusto, con un historial delictivo deslumbrante y disperso. Nos conocimos en casa de Madame Trussardi, deliciosa dama que regentaba una de las más distinguidas mancebías del norte peninsular. Incrustada como una piedra preciosa en su lecho de oro blanco, la casa de la Trussardi se adaptaba primorosamente a un recodo de bosque que quedaba a un lado de la carretera. Las luces tenues y veladas por visillos tornasolados salían de sus ventanas como rayos de un astro moribundo. Los altos y frondosos castaños en derredor amortiguaban el eco de nuestros pasos por la gravilla que cubría el camino hasta la escalera principal de entrada a la casa. La puerta de madera de fresno la guardaban dos grandes jarrones de terracota con un manojo tupido de olorosas adelfas. Siempre recibía a sus clientes Madame Trussardi en persona abriendo la puerta con dilatada prontitud y afectando una desmayada sonrisa mientras elevaba su mano enguantada de negro para que fuera besada por los recién llegados. Siempre con un recuerdo acertado de la visita anterior que sorprendía agradablemente a los entusiasmados caballeros, nos acomodaba en un pequeño salón aterciopelado, cubierto de cojines damasquinados y nos ofrecía una copa de champán mientras componía comentarios frívolos e inconsistentes sobre la actualidad del día. Fue allí donde por primera vez vi a Lecumberri, apoyado con displicencia galante sobre la chimenea, tupiendo con un pequeño espolón de plata el tabaco de su pipa. De prestancia gallarda y apolínea, sus facciones, en cambio, denotaban cierta vulgaridad que acanallaba en parte el conjunto; quizá fuera su finísimo y cuidado bigote o sus patillas hachadas o sus cejas prominentes y un tanto juntas. No obstante se veía que era el tipo de hombre por el que cualquier mujer vendería su alma al diablo por una simple mirada de aquellos ojos de un negro furioso. Estaba solo. Degustaba con parsimonia y cierta afectación una copa de cognac y ninguno de los presentes, dos amigos de facultad y un militar que me acompañaban, podíamos dejar de sentirnos un poco incómodos ante la presencia de aquel caballero inclasificable y silencioso. Ni pestañeó cuando entramos en el salón ni se conmovió cuando partimos en busca de las pupilas de Madame Trussardi en el piso superior. Cuando bajé la escalera, satisfechos los efluvios ardorosos de mi imprudente juventud y en espera de mis compañeros de farra, aboqué en el confortable saloncito donde aún permanecía impasible la figura atildada del compuesto personaje. La singularidad de la situación, él y yo solos en la habitación, aconsejaba ser educado y me acerqué al lugar donde estaba presentándome y ofreciendo mi mano con el propósito de estrechar la suya. Bajando de sus pensamientos ensimismados me miró, primero de hito en hito, como no comprendiendo qué hacía ante él, ni quién era yo, para, a continuación y de pronto darse cuenta de la situación, acercarse hacia mí con ligereza y asir mi mano con celeridad y fuerza identificándose con nerviosismo: “Lecumberri, Damián Lecumberri, encantado”. Nuestra conversación, por otra parte sucinta y esquemática, no nos causó el desagradable envaramiento que estos encuentros fortuitos suelen provocar en personas algo proclives a la soledad y la misantropía. Una copa reposada del cognac que él estaba tomando me infundió una cierta calidez amistosa y una familiaridad a todas luces ajena a mi natural espíritu apocado. Mi contertulio parecía de igual forma gustoso de mi compañía. Transcurrieron demasiados minutos como para pensar que mis camaradas dejaran a sus damiselas a esas horas de la noche. Como en ocasiones anteriores pernoctarían con ellas y yo marcharía a casa con mi insomnio a cuestas y las manos ávidas por sostener cualquier libro de relajada lectura. Sin embargo acometí la aventura de invitar a una última copa a mi nuevo amigo que aceptó de buen grado, indicándome un lugar de especial encanto que él conocía y que no cerraba en toda la noche. El lugar, un barucho destartalado y sucio en el confín de un callejón sin salida a las afueras de la ciudad, me sorprendió por la sordidez insana de su atmósfera, espesada de humo y olores indescifrables. ¿Qué podía haber en semejante lugar que atrajera nuestra presencia? ¿Qué escondido placer podría ofrecer aquel tugurio inhóspito y decrépito? Nos sentamos a una mesa de equilibrio preocupante y, sin decir palabra, un hombre barbado y calvo, de barriga imponente y con un resto de cigarro puro ajado entre los labios, dejó sobre la mesa dos vasos de turbio cristal rayado y una botella sin etiqueta, que por su aspecto y aroma al ser descorchada por mi amigo, no podría ser otra cosa que absenta. A un chasquido de sus dedos, Lecumberri ordenó al repugnante tabernero que le diera la llave del cobertizo y que bajo ningún concepto fueran molestados en lo que quedaba de noche. Un billete doblado fue la contraseña para que tras poner la llave sobre la mesa desapareciera el personaje de la escena. Botella en mano subimos por la angosta escalerilla de acceso a una especie de buhardilla que en tiempos no muy lejanos sirvió probablemente de almacén de grano. (...)

25.11.14

339. Ocasiones Machuca


          La frontera..., siempre la frontera..., y más allá, el lugar donde sé que nunca voy a ir, porque si fuera, la frontera perdería su razón de ser, sería otra cosa, algo sin alarmas, sin rigores, sin angustias, sin vacíos, sería un frondoso matorral cubierto con el polvo infinito del desierto, no sería nada. La frontera es siempre la misma, con sus lujuriantes rododendros de alambre espinado, con sus eucaliptos turriformes plagados de ametralladoras, con sus nopales florecientes de focos solares, que dominan con sus conos encendidos los límites de la vida fronteriza. La frontera me detiene, me dispara y me alumbra en la huida invertebrada, anómala, falsiforme y reptante. Juego con ella, la engaño haciéndola creer que mis agallas son de acero templado y que aquí estoy para socavarla e inutilizarla en su función separadora; para nada, sin embargo, porque mis agallas son de cabello de ángel y las mariposas se posan en ellas como si lo hicieran sobre los pétalos de un jacinto color cobalto. Ella cree en mi valor, cree que eso existe, que estoy lleno de esa cualidad de dioses, héroes y guerreros, considera que mi valor me ha llevado a estas coordenadas limítrofes y que me dispongo a atravesar su esencia, su fisicidad, pero lejos de eso, muy lejos, tan sólo estoy aquí para sacar a pasear mi Cobardía, mi Pusilanimidad y mi Indolencia. Lo de más allá es para otro tipo de hombres; allende las fronteras se hallan los conceptos, los sistemas, los divinos artificios del arte, la paz duradera de los tenues momentos acertados, las voluntades graníticas, los aromas de lo venal, las caricias de lo eterno y sobre todo está el amor. En este lado de la frontera en que me encuentro me acompaña el rosario de dolores que sostiene al que no empuña el fusil de asalto, las tres perritas nombradas a las que paseo para que orinen y defequen muy cerquita de los muros de vigilancia, me acompañan también unas personas muy parecidas a mí, pero que no me dirigen la palabra ni yo se la dirijo a ellas. Aquí estamos muy solos todos, no formamos grupo, nuestras afinidades se suscriben en un pliego de descargos emocional, que acaba o se traduce en un simple mirarnos de reojo con cara de asco y en acelerar discretamente el paso para disponernos a una distancia lo más alejada posible de cualquiera de nosotros. Bueno, aunque los verdaderos conceptos están al otro lado de la gran valla, aquí nos arreglamos con algunos símbolos, ciertos rituales y cuatro o cinco mitos de andar por casa. Veneramos, por ejemplo, los muertos ajenos, nunca los propios. Nuestros pensamientos son breves, poco espontáneos y disolutos, y nunca llevan a ninguna acción, a ningún deseo, ni a conducta de vida alguna. Gastamos nuestros escasos salarios en todo aquello que nos haga parecer diferentes, disímiles, compramos la otredad al precio que podamos pagar, a veces la robamos y nos alejamos con ella corriendo por el sotobosque y los oteros colindantes, hasta que nos topamos con las alambradas que nos traen de vuelta a la realidad de nuestra vida. De cualquier forma, al menos en mi caso, no creo que deba llorar por lo que hay allí detrás, sólo conozco de oídas lo que dicen algunos, aquellos que fueron y volvieron, pero no me creo nada. Cobardía, Pusilanimidad e Indolencia mueven el rabo todos los días cuando las saco a que hagan sus necesidades muy cerca del Otro Mundo.

19.11.14

338. Sé tú mesmo


          El Barón von Vatter tenía un hijo, al que todos llamaban el baroncito, menos su ama de cría que le llamaba pequeño Wulfrano, que en alemán significa cuervo blanco de Odín. El ama de cría sólo tenía un pecho, pero muy poderoso, con dos pezones, uno morado y carnoso, al que llamaba Waldo, y el otro, menos violáceo y más nervudo, al que llamaba Luther. Martha, al ama de cría, era de un poblado de Huelva, del que fue raptada por la horda renana del Barón, muy adiestrada para incursiones y razzias por el sur de Europa. La horda era liderada por el usurpador del sultanato de Omán, Vladimiro Onsbrick, alemán de madre muniquesa y padre turco, huido tras descubrirse el contubernio del sultanato, y que tras muchas vicisitudes acabó sus andanzas a las órdenes del Barón, mientras que, a la sazón, la baronesa quedaba a las órdenes de Vladimiro. Entre incursión e incursión por los poblados del sur, marchaba a menudo Vladimiro de excursión subrepticia con la Baronesa Leopolda, y perdíanse ambos por la muy tupida fronda de los bosques que rodeaban el castillo del Barón. En entredicho quedaba el honor de Von Vatter una o dos veces por semana, a veces, tres. Los labriegos y vasallos batían sus mandíbulas hasta el desencaje o luxación de las mismas al reír de manera desmedida y desaforada cuando pasaba a caballo el Barón inspeccionando sus bienes inmuebles y sus campos de labor, sus cotos de caza y sus molinos. Sonreía él también ante estas muestras de felicidad expresada por su vasallaje, que consideraba prueba del estado de bienestar que su buen hacer, su justicia y su magnanimidad reportaban en las gentes sencillas del pueblo. Desconocía el oprobio al que estaba siendo sometido por Leopolda y el siniestro mediomoro Vladimiro. Todos conocían los escarceos de la adúltera pareja menos el Barón. Nunca lo supo. Murió de unas paperas torvas un mes de agosto especialmente benévolo.
          Ni que decir tiene que el pequeño Wulfrano hablaba correctamente el árabe con acento de Constantinopla, prácticamente desde que nació.
          Al morir el Barón, Vladimiro, al que sus amigos llamaban Vlad, se trasladó con varios cientos de seguidores y varias decenas de seguidoras (entre ellas, Martha y Leopolda) a la zona rumana de Transilvania.
          Fundó una especie de logia, más que nada para divertirse, en cuyas sesiones nocturnas se reunían sus fieles y allegados, y en las que se empalaban a unos cientos de prisioneros, para luego bañarse en los ríos de sangre que manaban de sus cuerpos lacerados y comer sus vísceras y beber su sangre en un Apocalipsis orgiástico difícil de describir.
          Al pequeño Wulfrano no le gustaba nada de esto. A él le gustaba la botánica, los gusanos de seda, la sedosidad de los borceguíes, la poesía transilvana popular, el sonido de un laúd bien tañido o de un clavicémbalo bien temperado, pero sobre todo le gustaban los hombres, casi todos, y a esa pasión dedicó los pocos años que le quedaban de vida, y que aprovechó viajando por toda Europa y fornicando aquí y allá con cuanto mancebo, doncel, arriero, noble o vasallo encontró dispuesto. Murió de un chancro blando de aproximadamente un metro de diámetro en las afueras de Aubeterre-Sur-Dronne, cerca de Angoulême, un pueblito frances bonito, bonito de verdad, en el que nunca he estado, pero del que me han hablado maravillas.
       
       

12.11.14

337. La tos


          Un chino me dijo una vez que yo necesitaba expulsar los demonios que, desde lejos, se veía que llevaba en mi interior. ¿Cuánto de lejos?, le pregunte. Dos li (1152 metros), me respondió. ¿Y cuántos demonios ves en mi interior?, le pregunté. Veo once demonios en tu interior, de los cuales uno es de la casta de Abaddon (el destructor), dos son congéneres de Dybbuk (el diablo judío), otros dos son de la simiente de Nephlim (el gigante descendiente de Caín), tres son del linaje de Preta (el demonio indio eternamente hambriento) y los otros tres pertenecen a la hermandad de Djinni (el diablo de la luz de los desiertos), me respondió el sabio chino. ¿Por qué yo he de tener en mi interior esos demonios, cuando considero que la gran mayoría de mis congéneres no tienen en su interior nada más que las consabidas vísceras y órganos que, al pertenecer a la especie humana, les son propios?, le pregunté. No es así como yo lo veo, respondió. ¿Y cómo lo ves, pues?, le pregunté. Todos llevamos demonios en nuestro interior, algunos llevan más y otros llevan menos. Tú llevas once. Lo sé porque yo poseo la capacidad prodigiosa de ver los demonios de la gente y la capacidad, algo menos prodigiosa, de saber contar, lo que una vez unidas ambas capacidades me otorgan la absoluta certeza de saber que vas por la vida arrastrando en tu interior la rémora de, exactamente, once demonios, me respondió el sabio contador de demonios de la China. ¿Se puede decir que soy un ser humano desdichado por llevar ese ingente número de demonios en mi interior, ingente, al menos, para mí, ya que no tengo probabilidad de comparar mi número de demonios con el número de demonios que albergan los demás, dada mi falta de esa habilidad tuya de contar demonios?, le pregunté. Puedes estar tranquilo, pues aunque sería conveniente que fueras por la vida sólo con un demonio en tu interior, la mayoría de tus compatriotas, de tus paisanos, de tus coetáneos, de tus camaradas, de tus correligionarios, de tus compañeros y de tus parientes, lleva un promedio de veinticinco demonios, así que puedes estar, si no orgulloso, sí al menos moderadamente complacido con tu carga, me respondió mi chino interlocutor. Se me ocurre una nueva pregunta, le dije. Pregunta lo que desees, me dijo a la sazón él. Entonces yo le pregunté: ¿existe una contrapartida angélica que contrarreste o equilibre el fiel de la balanza en cuanto a potencias o fuerzas del bien antagonistas de estos diablos interiores que pesadamente portamos los seres humanos?, es decir, ¿hay tantos ángeles como diablos en el interior del hombre?, es decir, ¿acojo en mi interior once ángeles que compensan con su bondad el mal que producen mis once satanes? Oh, sí, te comprendo; sé lo que me quieres decir. Efectivamente, algo de eso hay, pero no es tan sencillo. El poder benéfico de un ángel es muy pobre en comparación con el poder de perversión del más obtuso y simple de los demonios. Para que te hagas una idea, te digo que para compensar o neutraliza a un Abaddon se necesitarían once mil querubines, querubín más o querubín menos. Y sin mencionar el hecho de que cada día está más en entredicho la misma existencia de los ángeles; no así la existencia del demonio, que se enraíza con más fuerza y solidez a medida que las pruebas de la misma, de una irrefutabilidad plena, van sucediéndose, me respondió el experto chino. Y volviendo al principio de nuestro diálogo, ¿qué he de hacer para expulsar estos once demonios de mi interior y convertirme de esta manera en un ser más puro, bueno y bello?, le pregunté. Él me respondió: como ya te dije poseo dos capacidades, la de ver los demonios interiores de los seres humanos y la de contar. Pero no te dije que además tengo una habilidad. Ésta consiste en saber expulsar los demonios del cuerpo de las personas que me encuentro por el camino. Llevo ciento once (111) yuanes por cada demonio expulsado. De esta manera, por mil doscientos veintiún (1221) yuanes, te exorcizo plenamente. Pues entonces, sabio caminante, ya te puedes ir a chuparla, le contesté.

9.11.14

336. Las secuelas (Sainete para gordos)


          Amanece en la Taiga. Los qualongs de la Shetva se van despojando de las pieles de guacamomo. También amanece en el corazón de Ekaterina Vólkova. Sus ojos de un azul boreal fijan su mirada sobre los aún dormidos ojos de Yura Vorobiov. Se levanta Ekaterina sin hacer ruido y prepara el samovar. Mata una gallina con sus manos retorciéndole hábilmente el cuello y separándolo del cuerpo de la misma gallina. Una gallina cualquiera, sin nombre, una gallina de las infinitas gallinas rusas de la taiga, una gallina que con toda seguridad desconocía la existencia de Dostoyevski, Tolstói, Chejóv, Pushkin, Gorki, Solzhenitsyn o Gogol, una gallina que con casi toda probabilidad no sabría leer, ni escribir, ni recitar, ni siquiera enhebrar una puta aguja en un pajar de rica miel de la Alcarria, comarca manchega donde un escritor español realizó un viaje en los años cuarenta de la pasada centuria romana y cuyas impresiones dejó impresas en un libro que llevaba un título. El título hacía referencia expresa (o explícita) al contenido del libro en cuestión. La cuestión rusa, que es la que nos trae a estos debates de la Tres... 

          Солнце поднимается в тайге. Qualongs Ван Shetva, снятие шкуры guacamomo. Екатерина Vólkova восходит солнце.  Бореальные голубые глаза зафиксировано его взгляд на все еще спать глаза Юра Воробьёв. Екатерина тихо поднимается и готовит самовар. Убивает в курицу с retorciedole руки умело шеи и отделяя его от того же органа курица. Курица кто-то, имя не, курица бесконечные кур русской тайги, курица, которая наверняка не знал о существовании Достоевского, Толстого, Чехова, Пушкина, Горького, Солженицын и Гоголя, курица, которая скорее всего может не писать или произносить гребаный иголки в стоге сена, богатых даже нить мед Ла Alcarria, региона Ла-Манча, где испанский писатель совершил поездку в сороковых годах прошлого века роман и которого впечатления оставили напечатаны в книге, которая имела название. Титул передан содержание книги в вопросе Express (или Экспресс). Русский вопрос, который является то, что подводит нас к эти обсуждения трех... 


          Sencillamente es inadmisible su conducta, Estébanez, me solivianta a mí y solivianta a todos los empleados de la granja. Ya le he comunicado lo que la Junta dictaminó, así que ¿a qué viene insistir e insistir todas las semanas con lo mismo? Lo tiene usted por escrito, firmado y rubricado por el señor presidente y por todos y cada uno de los miembros de la junta directiva, hasta por los dos vocales de los sindicatos. El no, la negativa, el rechazo de sus propuestas fue unánime. Así que déjeme usted en paz y vaya a matar gallinas que es para lo que usted cobra, y muy bien, en esta empresa familiar. ¡Váyase al carajo, Estébanez, váyase al carajo!... 

Его поведение, Эстебанес просто неприемлемо, мне solivianta меня и solivianta для всех работников фермы. Уже сообщили вам, что Совет постановил, так что она не настаивать и настаивать каждую неделю с тем же? Вы имеете его письменной форме, подписаны и парафированное президентом и каждый из членов Совета директоров, до двух членов профсоюзов. Он, отказ, отказ от их предложений не было единогласным. Так вы оставите меня в мире и идти убивать кур, для чего вы берете, и очень хорошо, в этот семейный бизнес. Отправиться в ад, Эстебанес, отправляйся в ад!...


7.11.14

335. ¿La tienda en casa?


          He escrito en una servilleta de papel del bar de abajo de mi casa un serventesio dedicado a la mujer del administrador de la finca, que a la sazón vive en el principal derecha, y se llama Estrella (su mujer, no el administrador). El serventesio es una estrofa rimada de versos de arte mayor, generalmente endecasílabos, con rima consonante la más de las veces, rimando el primer verso con el tercero y el segundo con el cuarto (ABAB), aunque Becquer y algunos más hacían de su capa un sayo y componían serventesios como Dios les daba a entender, muy libres ellos y muy modernos. Como yo no soy poeta, ni me siento libre ni mucho menos moderno, he compuesto un poema de una sola estrofa, es decir de un solo serventesio, dedicado a mi amor, es decir dedicado a Estrella, la mujer del administrador de fincas, don Sergi Nogué y Verdú. El primer endecasílabo que he plasmado en la servilleta del bar de abajo de mi casa dice así: Te idolatro, oh, Estrella del firmamento. Si cuentan bien, verán que son once sílabas clavadas, aunque en mitad del verso, concretamente en la parte que componen los fonemas "-tro, oh, Es-", se formaliza una sinalefa triple que queda algo forzada, lo sé, pero yo soy un enamorado, no un poeta, como ya ha quedado dicho con anterioridad. El segundo verso del serventesio comienza, se desarrolla y finaliza de la siguiente manera: Mi corazón trepida, trota y vuela. Miren (y/o admiren, en su caso) la concisión de las vocales fuertes y el dinamismo de los verbos, cómo sugieren la idea de movimiento, ese vigoroso músculo cardiaco que se desplaza enamorado por tierra, mar y aire. Este segundo verso deja, al finalizar, paso al tercer verso, quizás el mejor de los cuatros versos del serventesio que escribí en la servilleta de papel del bar de abajo de mi casa. Dice así: Asinés, Estrella, que no te miento. En este tercer verso se impone un cambio, avalado por el abandono del culteranismo gongorino presente en los dos primeros versos, y abriéndose a un cierto conceptismo quevediano, más sonoro y asequible, auspiciado con ese deje de lenguaje popular que orna e ilumina el oscuro zaguán del sentimiento amoroso. La parte meridional de la servilleta de papel del bar de abajo de mi casa acoge solícita el último eslabón de mi serventesio, el colofón de mi estrofa consagrada a mi amor por Estrella, la mujer del administrador de fincas, don Sergi Nogué  y Verdú. Es como sigue: Y si no, que se me muera la abuela. Si señor, así, unificando los dos mundos que sostienen el devenir del hombre en la Tierra: el amor y la muerte. El ser humano reafirmando la verdad de su amor por encima de la muerte que nos acecha desde todos lados. ¡Anda que no! Por tanto la obra queda así:

          Te idolatro, oh, Estrella del firmamento.

          Mi corazón trepida, trota y vuela.

          Asinés, Estrella, que no te miento.

          Y si no, que se me muera la abuela.


          A las 16.30 he metido por debajo de la puerta del piso del Sr. administrador la servilleta con el serventesio. Y he llamado al timbre. Estrella, antes de abrirme la puerta, se ha agachado, ha cogido la servilleta de papel del bar de abajo de mi casa y la ha abierto. Y la ha leído. Rápidamente ha abierto la puerta, me ha abrazado y me ha arrastrado literalmente hasta su cama, donde me ha desnudado con fiereza y se ha desnudado con fiereza. Hemos hecho el amor tres veces con fiereza decreciente. Después nos hemos duchado y me ha preparado para cenar unos salmonetes con ajos de Manchuria, mi plato favorito. Mi vida se puede decir que es sumamente dichosa. Soy catalán, administrador de fincas y mi mujer, Estrellita, también me idolatra.


          

          

5.11.14

334. Cuarto y mitad de plenitud


          Me cago en todas las folclóricas vivas y muertas. Me cago en todos los políticos muertos. Me cago en todos los político folclóricos vivos. Me cago en las políticas de vivo folclor y me cago en la muerte de la política. También me cago en los vivos que bailan con muertos y en los muertos de la política folclórica. 

          Siento llegar a este punto de escatología ecuménica y de apostasía omnívora, pero es que ya todos los seres del intrarradio estamos hasta los bermejales de tanta circunstancia, de tanta moral de cagarruta, de tanta lejía anímica y de tanto estertor ultramontano. Si la muerte por empalamiento es necesaria, pues bienvenida sea y barramos con ligereza los rastrojos del camino, para que acceda con limpieza y prontitud. Si han de venir los lasquenetes, los tanquistas del Volga o la guardia suiza a poner un poco de orden en estos diecisiete poblados de mierda, pues que vengan con entusiasmo homicida, y si esta finca de catetos sin fin ha de venderse, pues que empiece la subasta de una jodida vez, que el martillo suene pronto, que suene raudo a la primera puja, que por muy infame que sea su cuantía, siempre será cien veces más generosa de lo que esta tierra de paisanos ladilleros se merece. Que nos compre cualquiera, el sucio moro, el manflorita francés, el britano asqueroso, el cruel tedesco, el obtuso yanqui o el seboso portugués, es lo mismo y da igual, cualquier patrón que nos esclavice sera bendito, si nos libera de la hedionda mugre, del mucilaginoso esmegma que segregan nuestras urnas venéreas, y que emplazan en las cotas del poder omnímodo a las mayores heces intelectuales que este solar de ratas va generando década a década por todos los rincones de este estercolero medieval de copla y rezo. Cada pedazo de la historia de la bosta patria es un mensaje nada cifrado de la crasa imbecilidad que nos acogió en su seno desde que el primer descerebrado celta o el primer baboso ibero puso sus putos pies es estos sulfúreos parajes ahítos de conejos, serpientes y demonios. Ni un solo día ha pasado desde hace tres o cuatro milenios sin que un habitante de estas terribles tierras no haya mancillado la naturaleza humana con alguna acción vergonzosa, con alguna conducta anómala o directamente deletérea para sí mismo y para el resto de sus tribales congéneres. Esta mierda de país, así, sin ningún tipo de ambages, sufre en la actualidad la mayor debacle material, intelectual, ética, cultural y, sobretodo, espiritual de su triste historia. Sus causantes no han llegado del confín de la galaxia, son vecinos nuestros, sus caras nos han sonreído en alguna ocasión en el ascensor, se han tropezado en el metro con nosotros, somos ellos, han crecido con nosotros, les hemos empujado a sus puestos celestiales, les hemos alabado sus oropeles y nos hemos dejado mecer con sus palabras de terciopelo. Hemos hecho la colecta para la compra de la bomba que les hemos regalado, se la hemos envuelto en papel de celofán, se la hemos ofrecido con cariño, y ellos la han utilizado. 

          Están arriba, hacen lo que quieren, no son decenas, no son cientos, son miles, somos ellos, no debemos rasgarnos ninguna vestidura, que mañana nos puede hacer falta; se acerca un frío invierno; nadie nos va a salvar de ellos, nadie nos salvará de nosotros mismo, ni de nuestros empavonados espejos que colocamos en el firmamento.

4.11.14

333. La conspiración de los leviratos


          Estoy leyendo un libro que, literalmente, se me cae de las manos, su título es "El Languedoc, una aproximación a la idiosincrasia de su folclore", pesa sesenta y dos kilogramos y su portada es de color azulito claro, del mismo tono azulito que las camisetas caladitas que me llevo en la maleta cuando parto en los veranos con mi madre hacia el norte de la Sierra del Cardenillo.

          El amante nº 121 de mi abuela Loles se llamaba Sefarín Marnítez Gonlázez. El nº 11, en cambio, se llamaba Serafín Martínez González.

          Me gusta la música disco como a Tronquito Narváez las mineras que cantaba el Niño del Candil de Carburo, eminente cantaor de La Unión, que bordaba no sólo las mineras, sino los pañitos higiénicos de su madre y sus hermanas, las famosas Unioneras Unidas, aquellas célebres felatrices levantinas de grato recuerdo.

          Iba por el monte cogiendo alelíes (alhelíes), llegando a obtener una cifra exagerada de ellos allí, en el monte, de alelíes (alhelíes), allí en el monte, sí, alelíes (alhelíes), en el monte, exactamente, alhelíes, muchos, una enorme cantidad de alelíes (alhelíes), justamente en el monte, donde había muchos de ellos, de alelíes (alhelíes), ya hay menos.

          Si no divago por entornos surreales, si no vago entre nubes imaginadas, si no me sumerjo en la nada estrambótica del sinsentido, del humor desgarrado (desgajado) de la razón, entonces me sobreviene un pedazo de muerte, como una náusea imposible de detener, que me deja una amargura quemante y entonces las palabras arden como asfalto al sol y la vida, mi vida, se resuelve en un coágulo amargo, muy amargo y tenaz.

            La poesía de los poetas conceptistas era muperoquemubonita.

          Aquellas poblaciones de La Pampa, las limítrofes con la región uruguaya del Porompé, aquellas que son subsidiarias de los afluentes del margen izquierdo del río Amacoco, las regiones que a perpetuidad son pignoradas por las autoridades tanto argentinas como uruguayas, aquellas poblaciones pamperas asoladas por el grito del yuní y el silbo del tocuyo, todas esas regiones, a mí, mayormente, me la soplan.

          -Buenos días, Luis.
          - Buenos días, Dimas.
          - Yo no soy Dimas.
          -Yo sí soy Luis.

          El labio leporino que tienes tú, que todos tenemos, que sobrellevamos con discreta discreción y una cierta parsimonia no exenta de bellaquería, es un castigo por los pecados que cometimos con las sacerdotisas del economato. La sangre derramada se nos transforma en hendidura del labio superior y no podemos operarnos porque la iguala no nos cubre las cosas de cirugía plástica, así que seguiremos sin poder tomar horchata con pajita.

          Hace frío en la trinchera. Y eso que ya me han pegado tres tiros en la cabeza. Esta guerra no va a acabar nunca. Hoy he matado bastante. He comido pan duro verde y un sopicaldo con cosas que se movían, azules. Me he fumado los restos mortales del cabo Volkmann. He orinado sangre. Le he escrito a Sonja una carta, pero se me ha manchado con un sesito que se me ha salido de la cabeza.

          El blues de la gallina, el blues de la gallina, el blues de la gallina. Chicken blues, chicken blues, chicken blues. El blues de la chicken, gallina blues. Chicken broth (Caldo de gallina).

       


       


29.10.14

332. Tír na nÓg


Siento el dolor en la cabeza de mi hijo, en la herida de su madre,
en el dispendio atroz de alimentos mal digeridos por estómagos ajenos,
siento el robo pequeño y constante de cariños postergados,
me duele la poesía a que me llevan disipados angelitos de mofletes asimétricos,
me duele mi mujer ajena y la mujer ajetreada, aquella que le acompaña, sus ansias compartidas entre las dos,
me duelen las ausencias, algunas muy poco, apenas me rozan, otras, en cambio, algo más, aunque no debieran,
me duele el aceite derramado, la linfa azul de la nostalgia y el oscuro bullir de algunas lagunas,
siento el dolor ajeno como propio, y el propio me deja con la sorpresa, con la boca de pez,
siento el olor sudoroso de lo desconocido en cada almohada que piso,
en cada peldaño que escalo y que subo de espaldas, mirando el sol de poniente, con boca de pez,
me duele el cielo que no existe y el que va a dejar de existir, el cielo amigo, y el otro,
con boca de pez me aturdo de sones nuevos, de impresos eléctricos, de sustancias coloreadas,
duele con intensidad creciente el aroma de las muchas muertes, cada una de ellas,
todas duelen como plomo derretido que resbala por el blanco de los ojos,
¿cómo puede doler el vuelo del halcón?, ¿o la brisa de la aurora?,
me duelen, sí, me acribillan el halcón y la brisa tanto como la lágrima tuya, como la presencia de arrugas en tu alma,
me duele el que no está, el que se ha ido y el que se irá,
también el que está, el que ha vuelto y el que aún permanece,
me duelen tantas cosas que a veces creo que soy Dios, a veces creo que soy su mala conciencia, aquel que no debió crear y que le previene de nuevas aventuras creadoras,
siento el dolor que fluye como le fluye la vida a los que rodean el foso donde yazgo casi de perfil, para no ser visto,
para que nadie vea mi boca de pez atónito,
mi ridícula apostura de ente oscuro, de paria escondido, de embustero estelar en el teatro multicolor de la vida,
siento que queda poco para la siembra final, para esparcir la simiente de nuevos mundos desgraciadamente iguales, desgraciadamente agónicos, desgraciadamente sucumbidos,
me dueles tú, mi único bien, me duele el océano que a veces se interpone,
me duele el tiempo que es también el océano, que es también el mismo dolor,
un dolor tan grande como la boca del gran pez que nos mira desde todos los ángulos de este cosmos tan absurdo como inconmensurable.


28.10.14

331. La venganza canadiense


          Los ángeles, esa serie infundada de mezquinos hombres-pájaro o mujeres nacaradas y aéreas, siempre me sumieron en la gélida faz de la mentira totalizadora. Su invención es la mayor trapacería de todas, la cúspide de la idiocia creadora, la cima de la mixtura mística hecha alitas de cera, el pico máximo del cuento insulso, el acmé de la estulticia onírica propia de un monje de pene tántrico. Un ángel es un algo acumulado, es la suma de cosas malas, muy malas, es la adición de las partes unitarias degradadas, de la maldad de las fieras y de la estupidez de los hombres. Los ángeles son blancos o rojos, eso ya lo sabemos. Su color albo se lo otorga el hecho nimio y perentorio de no haberse caído todavía. El color rojo se lo da el hecho, que ellos consideran ominoso, de la caída, una vez que ésta se produce. No todos acaban cayendo, pero están a punto de hacerlo: éstos son los ángeles amarillos, pero este color sólo lo pueden apreciar los seres míticos del extrarradio, es decir, los zólics, los triphofonés, los bormógs, los croncks y los páxures. Pero para el asunto que nos reúne hoy en esta aula nos quedaremos con el hecho primario (o primordial) de que sólo hay dos tipos de ángeles: los blancos (no caídos) y los rojos (caídos). La inercia de acordar (acordonar, diría yo) los conceptos de manera paritaria, como, por ejemplo, belleza/bondad, inocencia/niñez, parsimonia/celibato, rinitis/Getsemaní, también se observa en la angelología, y es por ello por lo que tendemos a unir los concepto de urbanidad, buenas maneras y educación con la figura del ángel blanco, y los de mala reputación, obscenidad, sadismo y comunismo con la figura del ángel rojo. El alma de los ángeles pesa lo mismo que el alma de los hombres: 21 gramos. Los ángeles en sí, apenas pesan, algunos llegan a los 112 gramos, peso propio, por ejemplo del colibrí zunzuncito (Mellisuga helenae), mientras que la gran mayoría se queda en los 98 gramos, peso estándar, también por ejemplo, del colibrí mariano (Sphiguera marianii), incluyéndose en los pesos antedichos en ambos casos los 21 gramos del alma angélica. En el Tractatus angeli mundi totalitarium, del Vate Nicasio de Ponza, se determinan la forma, el peso, las características organolépticas, los estados de ánimo, las enfermedades, los anhelos, el tipo de secreciones y las afiliaciones de lo todas las órdenes de ángeles. De los nueve tipos de ángeles, los llamados ángeles (propiamente) son la casta inferior, siendo los serafines la superior. Tan sólo uno de los nueve combos angelicales posee diferenciadamente algo entre sus muslos dorados que puede recordar o sugerir un órgano sexual. Son los querubines. Según Nicasio, que en un rapto mistiforme accedió una noche a los corsos angelicus (casas de ángeles), el órgano sexual referido de estos alados seres es pequeño, dorado, resplandeciente, con forma de carraca, con pelillos refulgentes de gran suavidad que lo cubren por su base (lo que sería el palito de la carraca), y este organito sexual posee además unos dientecillos de oro como bolitas de un rodamiento, que suenan y suenan y vuelven a sonar, como un tanguillo sereno, dulce y melifluo. Los querubines se pasan el tiempo sempiterno entre las nubes tocando y tocando la carraca ajena en un pandemónium musical cálidamente horrísono que a ellos les divierte mucho y muy poco les divierte a las demás órdenes de ángeles. El olor que desprenden los ángeles caídos es semejante al que revierte la tumba de Sansofé cuando adquiere el tinte que le otorga el crepúsculo de Tebas. En cambio, el de los ángeles blancos y no caídos es un olor desinfectado, como de hospital de sangre allá en la guerra de trincheras. Los ángeles comen poco, y alimentos de color gris mayormente. Ninguno cree en Dios, a excepción de El Ángel de la Guarda, que sí cree en Dios y mucho. Todos sus compañeros le llaman Gerardo y ninguno sabe por qué.

19.10.14

330. El sindicalismo y la masonería: el bucle de Satán


          Pedro Rico Kunh es pediatra en la localidad de Mejillones, sita en el departamento de Oruro, Bolivia. Su padre era rico y su madre, alemana. Nació en viernes, en un lugar cercano a Mejillones, un lodazal apesebrado de juncias y ruinas de barracones, donde creció aprendiendo las menudencias del idioma tedesco de la leche materna, y el uru, idioma paterno propio del departamento de Oruro. Se hizo pediatra a los tres años al ingerir, por un imperdonable descuido materno, la flor del bustabé, arbusto coliláceo de la familia de las sasafrás, muy rara de ver en el medio oeste boliviano, pero cuando la Sra. de Rico, Adolphina Kuhn de soltera, se quiso dar cuenta, el pequeño Pedro, (klein Peter, como lo llamaba ella) ya tenía abierto un consultorio a la salida de Mejillones, en el barrio de las Ayacuillas, y no le iba mal, pues se quedó con las igualas del patronato del bajo Putumayo y de lo que quedaba de los antiguos ingenios caucheros. El Dr. Rico fue conocido y reconocido, dejando aparte su ingente y sacrificada labor como precoz pediatra, por haber matado a su padre en legítima defensa y en dos ocasiones consecutivas. La primera lo mató con una cerbatana de su propia invención (una adaptación mejorada del modelo Amazon Tropper Cerbatan 2.0), y la segunda lo mató de una pena grande, muy grande. Su madre ingresó en prisión por otros motivos que no vamos a referir aquí, porque una madre es una madre y no vamos a lavar los trapos sucios delante de los mercaderes y aventadores de murmuraciones. Ya el país tiene bastante con lo que tiene. Porque, aunque yo soy boliviano, también soy partícipe y referente y proclive y miembro y cofrade y muchas cosas más. Pero ahora se impone continuar la historia de Pedro y no hablar de mis promesas como integrante del cosmos usurero de esta amazonía que invade las venas de mi cuerpo, aletargado por la ponzoña de la coca añeja y de los lamiosos jugos del yute tierno. Canto como el gorrión del altiplano las proezas de los pediatras de jungla, porque no sé transcribir los delirios de todos los dioses y emperadores que me encuentro en los manglares, todos muertos de verde y musgo, todos con la voz de liquen del más allá, todos enarbolando el sexo enhiesto de sus memorables historias de rito sacrificial, y todos con los ojos pedregosos de visiones antiguas y abrasadoras. Comento la vida de los pediatras profundos de la mísera agonía, porque el moho de los dioses hace que los goznes de los postigos de mi alma chirríen y asolen con su hiriente sonido los dulces oídos de las aves de paraíso, que posan aterradas sus patas de oro sobre los cuernos de las vacas muertas en la frondosidad de esta tierra muerta en vida. Pero Pedro, el pediatra precoz, asume su condición de parricida, de boliviano con conocimientos de alemán, de experto en armamento indígena, y parte a lejanas tierras. Radica (arraiga) durante algún tiempo en la baja Sajonia, donde monta un estudio fotográfico en Hannover, retratando a todas las hermanas de las putas de la ciudad. Con posterioridad, acuartela en Münster a todos los dirigentes de los grupos antisemitas alemanes y los mantiene acuartelados. Ingiere, a continuación, esta vez de manera voluntaria, otra flor de bustabé y deviene en casamentero eficiente y alcahuete eficaz; observa, a la sazón, que el número de hermanas de putas hannoverianas coincide con el de los dirigentes antisemitas acuartelados en Münster. Y los casa. A la vez. En la catedral de Münster. Todos los matrimonios llevan felizmente casados diez años y tienen cientos de hijos. Pedro se suicidó dos veces con la misma cerbatana con la que mató una vez a su padre. Sus restos no aparecen, bueno sí aparecen, pero vuelven a desaparecer con prontitud. Son los efectos colaterales de la ingesta de coliláceas.

4.10.14

329. Breves comentarios sobre el pollo Tandoori


          Ahora me es dado a conocer, por informes internos de mi alto estado mayor, que mis lectores habituales no son cerebrarios tenedores de hojarasca librera, ni decanomos de tristes hábitos misóginos, ni berdones de altos vuelos académicos, ni mucho menos simples acólitos de verbena metafísica; mis lectores son, ¡válgame Dios!, jovencitos ambidiestros, de hormonas bisoñas, con la pubescencia estropajosa y liquenificada por los millones de megabytes ingeridos en las dos últimas décadas. Según los referidos e inquietantes informes, el prototipo, la foto robot del lector medio de mis obras, representa y define a un hombrecillo a medio hacer, con nombre o apodo bisílabo, lengua de trapo, porte de impúber dakotiano o de infante anabaptista virginiano, exitoso en sus oscuras labores de aprendizaje, aliñado desde sus años de lactancia con sitcoms del Imperio y lecturas de huecograbado lujuriante; viste como si lo vistieran, come poco y mal, o mucho y bien, gusta a las chicas que poseen esa especie de pensamiento delgado que tanto le pone (I suposse), abruma a sus amigos con locuras de lisergia ácrata, bordeando unos límites que sólo él no conoce. Mi lector tipo pasa por ser un prensipto cuando en realidad es poco más que un afresto; es su juventud lo que le allana el camino y le adorna el sendero con camelias y adelfas venenosas a las que tanto afecto tiene. El paso del tiempo parece no hacerle mella, me lee por la noche, ocupando en mi lectura el tiempo que tendría que estar drogándose o llorando por las cosas que le gustaría no haber tenido que dejar de evitar tener que hacer. Es un prototipo de ser humano delicuescente, atorrante, sumidero del plancton dulce que le rodea y nutre como el maná bíblico nutrió a aquellos hebreos a los que tanto seduce mi joven amigo con su verbo inquieto y de los que recibe tanta seducción en una contrapartida que acabará con él, con mi tierno y joven lector, en los campos de Marte. Se ve a la legua que sabe sumar tanto como restar, aunque en su mirada se esconde un temor a la multiplicación que lo divide, lo integra y lo deriva en matrices de muy difícil solución sin unas lentes progresivas. Pero las gafas y las rastas no van en absoluto, así que tendrá que someterse a una queratoafactilia bilateral con Argón-Láser dos o tres veces en los próximos cinco años. No obstante, a este prototipo de chavalote he de quererlo como a un hijo, dado que parte de su vida, como mi hijo, la comparte conmigo, como su padre que soy, he sido y seré. A partir de ahora lo tendré presente en mis rezos nocturnos como tengo en mis rezos nocturnos presente a mi hijo, porque para eso soy su padre, el padre de mi hijo, no el padre del chavalote, que en realidad no existe, es sólo un ser enteléquico, alumbrado de unos informes administrativos de mi alto estado mayor, es decir que rezaré por las noches por el bien presente y futuro de un ser inanimado, de un ente etéreo que me lee, que lee y que cuenta y panaliza mis palabras una a una y las celdifica aquilatando mi discurso, analizándolo hasta el fin, algo propio de una mente exhibidora de una filosofía analítica-positivista propia de un Wittgenstein o un Russell. No lloro de emoción porque no sé llorar y me emociono muy mal, de manera algo cateta. Cuando alcance la fama (yo, tú no, tú eres un fantasma robot) te dedicaré una copla, o una perfopoesía, o una misa cantada, o un mamotreto entero. Te esperaré en el Parnaso. 

19.9.14

328. Dubrovnik


          Es sentimental, le gustan las baladas de Frankie Valli, su voz es sedosa cuando se dirige a los marmitones en los buques de cabotaje, aprecia a los negros y desprecia a los poetas del Este, acude con solicitud recogida a los oficios de tinieblas, habla bien de sus enemigos del arrecife y mal de los malos en general, no consiente malos en sus empresas, acaba los platos que le pone por delante su tita Madeleine-Sophie, corre todos los día seis kilómetros en dirección nordeste, escribe su biografía día a día con su letra gótica característica, lee mucho, pero sobre todo a autores noveles y coetáneos, fuma once cigarrillos turcos al día (Abdullah®), es co-fundador de la Asamblea Nacional Sarda, resuelve con prontitud los crucigramas del Daily Mirror, se perfuma dos veces al día con una mezcla de abrótano, almizcle argelino y lavanda galesa, escupe demasiado para ser de un país andino, se acuesta pronto y duerme acurrucado como un feto sedicioso, se cose sus propias sayas de sarga aragonesa, cocina los domingos (único día de la semana que no come en casa de tita Madeleine-Sophie), en cuestión de amores le gustan las mujeres con conciencia cortesana y modos conventuales, adora las posturas amorosas sencillas como la del zorro hacendoso, la variante suiza del molinillo, la del oso hormiguero y sobretodo la del mono asqueroso, conoce a los filósofos presocráticos con solo atisbarlos en el súper, oye músicas diversas y de sonoridades multiformes, es fan de Frankie Valli, como ya ha quedado reseñado, de Bruno Lomas, de Miriam Makeba, de Felipe Calatayud, de Los Monkees,  de Los Sabandeños, de Porrina de Badajoz, de Antoñita Moreno y de King Crimson, viajar es una de sus pasiones, conoce el mundo entero, pero sobretodo viaja a zonas lacustres que tengan leyendas ominosas de crímenes, monstruos y fantasmas, el terror emocional es, por tanto, otra de sus aficiones o pasiones, claudica algunos días y acude a la puerta de los colegios a venderle droga a los maestros, renueva su fondo de armario cada solsticio, ya sea de verano o de invierno, se depila las piernas cuando oye el trino del petirrojo, recita de memoria los insultos que Cicerón dedicó al pretor Antonio en el Capitolio y los que el pretor Antonio dedicó a Catón en el Coliseo de manera evidentemente equivocada, le echa excesivo/a azúcar al café, algo que a su tita Madeleine-Sophie le pone al borde del colapso nervioso, estudió Farmacia de joven en la Universidad Agnóstica de Entrambasmestas, dejando dos asignaturas para terminar la licenciatura, se dedica desde entonces a la política activa en el seno del partido secesionista que ayudó a fundar y que ya hemos mencionado (la Asamblea Nacional Sarda—ANS—), con los juegos de mesa le sale una caspa abundante que inhabilita el tapete, por lo que se especializo hace años en la petanca valona, de muy difícil práctica y ejecución para un flamenco del Perú, aunque agnóstico se interesa por la vida de los santos, estando más focalizado su interés en concreto en la vida de las santas y sobretodo en el martirio de las que fueron víctimas las pobres, tiene pocos amigos de verdad, es soltero, gordo y le gusta adornar su despacho con cuadritos mínimos que él mismo compone con aquello que se va encontrando en los baratillos de las ciudades que visita, tiene tres enfermedades importantes y once poco importantes, le queda poco de vida, apenas come, ha dejado la cerveza y ha intentado el pasado jueves meterle mano a su tita preferida, sí, la tita Madeleine-Sophie, la abordo por detrás y le cogió sus enormes pechos mientras apretaba su sexo enhiesto contra la solidez de sus firmes nalgas, ella lo ha desheredado de manera fulminante, ha perdido una fortuna y la impresionante mansión familiar, ahora llora vagando por lugares inhóspitos de la Europa del Este en busca de cintas de casete antiguas de Frankie Valli, pero no encuentra ninguna.

30.8.14

327. Súbeme la cremallera, Cariño.


Me voy de viaje.
Voy a ir a sitios.
Y he de hacer una maleta.
Gorda.
Azul.
Llevará en su interior cincuenta (50) cosas.
Estas cosas serán las que enumero y describo a continuación:

01. Un breviario de 1932, editado por la imprenta Gogol en Turingia, impreso en caracteres abaceos.
02. Once (11) braguines de tornasolados colores.
03. Un bigote postizo tipo Pancho Villa en horas bajas.
04. Unas botas de piel de serpiente terminadas en puntera de plata.
05. Una foto de mi madre cuando llega a Avilés en 1961.
06. La totalidad de mis afeites, lociones, ungüentos y parches cosméticos.
07. Otra foto de mi madre, enmarcada en bronce laminado, de cuando parte de Avilés en 1962.
08. Un calcetín, por si acaso.
09. Una bosta de vaca Hereford.
10. Un tropel de moscas verdes vivas.
11. Caramelos para lo que ya pueden ustedes imaginar.
12. Una bata roja de cola con lunares gordos negros.
13. Piezas sueltas (no más de cuatro) de un catamarán.
14. Medio kilo de pijotas.
15. Un manto bordado de la Macarena.
16. Unos zuecos bizantinos.
17. Un rollo de hilo de cobre (de 30 metros aprox.).
18. Material bélico ligero de la guerra de Crimea.
19. Algo, cualquier cosa de material textil, pero de color rojo.
20. Un libro de 342 páginas (Trescientas cuarenta y dos).
21. Mis cortaúñas de propaganda.
22. Dinero en efectivo. Mucho.
23. Pelos de pubis de todas las corifeas de mi barrio.
24. Un cartuchito de castañas asadas.
25. Otro cartuchito para las cáscaras.
26. Una crónica taurina de sintaxis pobre.
27. Mi boina de los domingos.
28. Medicinas para las bilis.
29. Mosquitos para mi repelente de mosquitos.
30. El rosario de tu madre.
31. La dentadura postiza de alguien.
32. El astrolabio (por Dios, esto que no se me olvide).
33. La cirulia extrema de un penario.
34. La correa de un perro inexistente.
35. Agua de rosas y/o rosas de agua.
36. Un poema de amor sintetizado.
37. Mi iKed®.
38. Un par de buenos guantes de hierro.
39. Un sujetador "Sweet Nipples"®, talla Q.
40. Un paquete de doce (12) prebersatibos.
41. Un surtido de bizcochos "El Guijo"®.
42. Camisetas de tirantas de color blanco o celestito, caladas (6 unidades).
43. Una cantimplora de campaña con whisky y agua regia al 50%.
44. Una foto asquerosa de un político, o de un morito, o de un político con un morito.
45. Un instrumento de viento cuyo nombre no contenga la letra "a".
46. Unos cd's de música hortelana.
47. Un espectrómetro de gases.
48. Un tratado sobre los compuestos de feldespato.
49. El uniforme de asalto.
50. Otra maleta igual a ésta, por si pierdo la primera, y con las mismas cincuenta (50) cosas.



326. Upside down


          Los patos de Brooklyn tienen el plumaje aceitoso. Matías Arriaga, el eximio orfebre, así lo expresó con su acento vizcaíno en la salita de billar del orfanato. El pato, ave en el fondo aventurera, es la única ave/el único ave que tiene pensamientos sucios (siempre en opinión del Sr. Arriaga). Muestra el pato un vuelo ovoide, singular, como si un pequeño electrodoméstico se pusiera a volar de improviso. Los pintores pintan patos por no pintar tostadoras o enfriahuevos eléctricos, que son dispositivos poco interesantes, estéticamente hablando. El pato, además, huele las gruyas al vuelo, aun con los ojos cerrados o velados por dos aguamarinas exactas. La gruya es, en cambio, un ave dirigida a lo siniestro; vuela por otros barrios de Nueva York a una altura desmedida, muy por encima del pararrayos del más alto edificio de la ciudad. Desde la puntita de diamante del más alto pararrayos de Nueva York se ve la frondosa mansión de Mrs. Lovelace, en New Jersey. Desde el amplio ventanal de su dormitorio, Mrs. Lovelace ve los patos que se van y las gruyas que regresan. Esta dama tiene los iris tornasolados, a veces nacarinos, semejantes al plumaje de los patos que se van, y su pelo, ceniciento y brillante, tiene las mismas luces y sombras que el plumaje de la gruyas que regresan. Matías Arriaga deja el buril sobre la fragua equivocadamente (de manera equívoca). Se dará cuenta del error cuando llegue de nuevo al taller y vea el buril incandescente, irradiando el fulgor burilíneo propio de los buriles fraguados. Vulcano indignado en Roma, Hefesto compungido en Tebas y Matías enamorado de Mrs. Lovelace en Nueva York. Matías, orfebre y ornitólogo especializado en grullas y patos. Matías, vasco, no newyorkino. Matías con su pathos a cuesta, con la tristeza mortecina de los vascos que no pueden ser norteamericanos, con su ciego amor, con su profundo y faríngeo amor por Mrs. Lovelace. Pobre Arriaga, bendita Mrs. Lovelace. Las brumas de New Jersey se adentran en la mansión sin pararrayos. En una de las habitaciones de la frondosa casa hay una vitrina acristalada donde una colección de patos de porcelana, de jade, de terracota, de madera de haya, de cristal, de plata, de lapislázuli y de obsidiana charlan y debaten en euskera sobre el regreso pronto de las grullas.

325. Heurística


          Mi propio nombre, Zebedeo, inspira propiamente, o se apropia de manera inspirada, un espacio árido en una zona pedregosa dentro de un ámbito desértico que circunda una extensa superficie pulveriforme e inhóspita. Los nombres de los hombres y los nombres de algunas mujeres denotan circunstancias geográficas precisas que no todos los ciudadanos conocen. Igual que cada una de las doce piedras preciosas señala una personalidad diferente, un distinto carácter y un diverso temperamento, así los nombres de los hombres y los nombres de algunas mujeres definen geografías posibles, a veces exactas y a veces con muchas probabilidades de ser verdad. Ahora esperarán que proponga una lista con diferentes nombres y sus correspondientes adscripciones como hice al principio de este artículo con mi propio nombre. Pues no. Ahora voy a analizar el fenotipo de mi peluquero, Alberto. Tiene 31 años, mide lo que miden todos los peluqueros. Su nombre es Juanlu. De tendencia estructuralista en cuanto a posición filosófica, cursó el pos(t)grado en Colonia y se especializó en rizoterapia gestáltica en la Escuela Lacaniana de París (Lacanianne École). Tiene un torso en quilla inversa, caderas en declive, cintura triste y muslos de guirlache. Tiene los pies muy grandes, como todos los indios semínola y posee una sonrisa impropia, ojos de un azul yodado y una nariz de cómica geometría, como la de un boxeador poeta. Sus manos son velludas, de uñas brillantes y su voz es de flauta o de oboe desvencijado. Podía ser mi portero, mi albacea, mi verdugo, pero es mi peluquero y lo amo con la profundidad necesaria. Sus primos le afean su profesión y le arrojan bosta de cebra cuando pasan. A veces lo insultan y le escriben libelos tendenciosos que adjuntan a la hoja parroquial de los domingos. La tercera parte del artículo de hoy es en verdad muy parecida en lo externo a la primera parte y en lo interno a la segunda. Se podría decir que externalizo e interiorizo de forma especular el concepto objeto del artículo. Es como el "bucle del calcetín" de Gödel, pero adaptado a la praxis periodística. Va a quedar muy bonito, ya verán..., pero mejor "en otro momento", como diría un curioso personaje de Burriana.

28.8.14

324. Exégesis del planeta Tierra


          Les tenía que exponer a ustedes las oportunas consideraciones que, tras análisis someros y no tan someros, determinan conclusivamente las causas por las que no soy ni seré escritor. Era mi obligación moral para con ustedes, aunque me consta que la claridad de pensamiento que presumo en mis lectores ya habría llegado con facilidad y con suma presteza a las mismas conclusiones a las que he llegado yo. Utilizo equivocadamente el plural "conclusiones", porque cierto es que sólo existe una conclusión, que no demoraré más tiempo en manifestarles. Es la siguiente: nunca he tenido, nunca tengo y nunca tendré nada qué decir. Así de sencillo y así de terrible. No es posible ser escritor si no se tiene nada qué exponer para el deleite, el interés, la formación, la curiosidad o el simple solaz del lector. No estoy exponiendo una triste confesión autoconmiserativa de falta de talento, no, talento tengo en abundancia, no para regalar, pero el suficiente para poner un colmado en la periferia. Lo que me falta es el guion de la vida, propia y ajena, la historia, la anécdota, la urdimbre de las cosas que pasan, el origen, la complicación, el desenlace de algo, de alguien, el comienzo del conflicto, el desarrollo de las circunstancias, las evoluciones del proceso, la resolución del dilema ético, histórico, político, social. Un simple cuento para niños autistas o sordos disfuncionales se me hace empresa imposible; no digo nada de un simple relato corto a presentar en cualquier certamen para noveles de cualquier asociación cultural de pueblo; de una novela, breve o no, ni hablamos. Puedo crear buenos e incluso excelentes comienzos, las primeras veinte o treinta páginas de una obra, si no genial, sí una buena obra, pero después me quedo sin fuelle creativo para continuar una historia que, o bien se ramifica inútilmente, o se ve abocada a continuos callejones sin salida, o lo que es peor, comienza a importarme un carajo. La estructuración de la trama, la aparición canónica de los personajes, el tempo de los acontecimientos, los estigmas de estilo, los aparejos lingüísticos, la contemporización de los tiempos dramáticos con las pinceladas de humor, la precisión de los diálogos, la puntuación... y su puta madre. Todo esto no estaría de más si tuviera algo que contar, algo interesante, ameno, divertido, apasionante, embriagador, bello o excitante, pero si lo único que tengo en el magín es una seria patología conceptual e ideológica, trufada de inconsistencias, excentricidades, ideaciones mal hilvanadas, trivialidades y ristras de humoradas incomprensibles, difícilmente Anagrama, Tusquets, Acantilado o Siruela llamarán a mi puerta o, si lo hacen, será por equivocación, preguntando si ese es el domicilio de Enrique Vila-Matas, pregunta a la que podría responder afirmativamente, que efectivamente soy don Enrique, pero a la larga, a los dos o tres años, se darían cuenta de la superchería, porque físicamente a quien me parezco de verdad es a F. Kafka si hubiera llegado a los 57, y acabaría, por tanto, en la cárcel. En la cárcel, sí, pero ganaría un amigo en la figura de mi escritor de cabecera, que partiríase de risa con mi cuitada aventura de suplantación; es más, creo que podría hacerme protagonista de su próxima novela, que podría tener por título: "Yo sí soy Vila-Matas".

          (Fin de la 1ª parte.)

26.8.14

323. Rebosando de admiración por ti, Marcela



        Mirábamos con deleite la gota que caía de su helado de marrón glacé. Resbalaba por sus pechos azules de melón dulce y volátil. Se encrespaban nuestros rizos de antracita, se enturbiaba el foramen de las cúpulas roboides de algún planeta cercano a nuestra galaxia. Era la juventud arisca y abrupta que desembalaba la cornucopia de los abuelos. La pubertad en estado sólido, los rezos que huían y el clamor de los pueblos genitales que usurpaban el poder de la alquimia de todos los nacimientos. Era tiempo de reboleo, de anarquía superada, de hambre golosa y de odios eternos a todos los pueblos de menos de tres mil habitantes. No queríamos ser diputados ni aforados a pellejos incontinentes. Queríamos bufar todo el tiempo y a todas horas mamar de la ubre floreada y alargada de la nada llena. Yo quería sorber y sorber los secantes papeles antiguos de oficinas quemadas de antigüedad, pero algo me impedía, nos impedía el feroz asalto que ansiábamos. Los caballos trinaban y las alondras piafaban, los burros cantaban muy mal lo que muy bien cantaban las mulas del Alentejo. Todos a una: “Aión de obmá, aió”, una y otra vez, la aclamación de los negros subterráneos, las minas a cielo abierto, los autocares destruidos por la molicie de cobradores de traje floreado, por la agresión de abejas cantoras de fados sobrios. Croacia como fin de la boda sin fin del Mediterráneo sin un Borges que llevarse al patíbulo. Ya no leo libros, solo ojeo y hojeo y vuelvo a ojear y a hojear documentos, memorándums y obleas pintadas por monjas cartesianas de Mairena. Las palabras nos sobraban tanto como antaño nos sobraban los conceptos y hogaño los ideales preñados e impresos con amor. No sé explicar nada con la suficiente complejidad para que me entiendan las novias que he dejado muertas en la cuneta de la vida. Porque discrepo con humildad y no con la soberbia de las sastras, porque llueve de manera hiriente en la mañana gélida de esta tierra que me acoge como sólo saben hacerlo aquí. Lloro y me oyen los vecinos del bloque, y ellos, a su vez, se compungen y también lloran por mi pena que traspasa los tabiques. Adoro esa solidaridad que bloquea las miserias de mi bloque, de las gentes de mi bloque, porque yo vivo en un bloque, un espeso bloque lleno de gentes de mármol, un bloque de tabiques delgados como alas de mariposa, lleno de gente pulcra, solidaria, menonitas en su mayoría, con ancestros la mayoría, porque todos provienen de familias anteriores a la suya. Me enternecen, me decapitan con monedas de cobre antiguas y sin valor numismático alguno, pero, aun así, los adoro mucho, casi tanto como a mi madre, que últimamente habita paisajes nebulosos de una tristeza finita y agreste como corresponde a una madre de tendencias jibarizantes y temperamento francés. Sigo con calor, pero sin saber qué ponerme para la fiesta que se avecina. Siempre hay un traje preciso para una determinada fiesta, pero nunca acertamos el feliz casamiento/hermanamiento entre festividad y ropaje adecuado. La muerte nos aleja de necesidades como ésa/ésta. Es por ello/eso/esto que acostumbro ir desnudo por las fiestas, para no pecar de pretencioso, de esnob, de gilipollas enhiesto de enjundia estetiforme y epatante en lo social. Desnudo accedo a la mística de la humildad extrema, a la levitación de lo sencillo en su extremo excelso. Eso me reporta distinción y cierta decadencia romántica, que en el fondo de los fondos es la inquietud que atrae a todo imbécil de pueblo, pero también a todo intelectual a la violeta, que es lo que un servidor de ustedes siempre ha sido y será.
          Alejandro, en cambio, no es ni será mi nombre, pero arguyo muy bien en los contenciosos que se establecen en la comunidad de mi bloque, el de delgados tabiques como hojas de mariposa.

322. Un vientre voluminoso


          Ella me daba, una a una, una cantidad ingentes de piastras, muchas piastras. Su padre, el agrimensor unidimensional, a la sazón jefe de la estación en que nos situaba la historia que os cuento, nos miraba desde la cabina de relés con una mezcla de sorna turca y bajeza de bajá sirio. Ella iba de calle, con fariah de tono pardo y  bhuja de tonos ocres entremezclados. Sus ojos manifestaban toda la rabia de la mujer morita, el que más lo mostraba era el derecho, el izquierdo se debatía entre la conjuntivitis vírica y el tracoma. Cada moneda que depositaba en mi portamonedas con sus manos garabateadas de signos coránicos era una bofetada moral que me propinaba la musulmana, y yo lo aceptaba todo, porque sabía en el fondo de mi alma pagana que era esa la transacción a la que los elegidos Dioses de mi país me instaban con furor. El padre estuvo a punto de provocar un terrible accidente ferroviario, tan atento estaba a mi contubernio religioso-financiero con su hija en plena estación, a hora punta y desnudo como iba. El vapor de la locomotora nubló la imagen de nuestro intercambio e hizo que el techo de la estación se esfumara entre acordes trinados de golondrinas medio carbonizadas, que anidaban algo obtusas las gandelas de la vitrona de la estación. El gentío nos miraba con sorpresa y los gendarmes alfanjados nos rodeaban sin saber a qué atenerse. Un caballo que tiraba de un carro de berenjenas nos salvó de un contencioso con la gendarmería al encabritarse en ese momento y volcar el contenido del tiro a la vía pública. La veloz carrera del animal con el carro desquiciado dejó un reguero de heridos en las aceras del mercado Ad-ya-cen-teh. Las berenjenas, muchas de ellas rotas y ensangrentadas, desaparecieron con la rapidez propia de la rapiña humana. Mi portamonedas se iba agrandando, ensanchándose de forma lasciva como miembro viril de minero galés. El bolsín de ella, en cambio iba adelgazando como anciano pecho de india yanomami. Piastra a piastra la boda ya no sería una fantasía suntuaria de un pobre dahbají, ahora el ferroviario, con su terno dorado y azul pavo tendría que decapitar un buen número de capones para satisfacer no sólo a mi familia sino a los miembros del consulado inglés, y si fuera sólo capones..., tendría además que pescar todos los lucios que pudiera y dejarse él y todas sus hermanas las uñas amasando la harina de un semestre para confeccionar los dulces que debería haber en toda boda que se precie. Los jóvenes, cuando además de jóvenes estamos prometidos, debemos embebernos de miradas lisonjeras y no mezclarnos en tratos espurios o en asuntos de índole contractual. Las finanzas y los balances de riesgo, la riqueza y los tratos de favor, las comisiones y los réditos, los préstamos y las condiciones fiduciarias deben ser apartados del sendero de los amantes, más aún cuando no tienen bien definida su religión, la pertenencia a un país definido, su verdadera condición sexual, el valor de las cosas y el equipo cuyos colores deben venerar ellos y su hijos. Me doy miedo al verme capaz de la proeza que estoy realizando a cielo abierto, delante de todo el mundo, desnudo, dentro de un enjambre metropolitano de sordidez, violencia y dinamismo gentilicio. Me abruma el olor a tren, a fritanga hepática, a sudor de diez generaciones, me abruma este sonido chirriante que enerva, este ruido imperecedero que no se sabe de dónde no viene. Una alondra defeca sobre la única berenjena olvidada, un amputado múltiple, que se desplaza en una tabla de ruedas, la recoge y lame el excremento con fruición, y se guarda la berenjena. Me mira y mira a mi novia, que sigue y sigue, una a una, dándome las piastras que me debe. Le guiña un ojo, el muy cabrón, ella quiere imitarlo, pero guiña el ojo malo y le duele más que la patada que le propino en el tobillo izquierdo invisible.

19.7.14

321. El color de los ojos cerrados


          El obispo Polichinella de la diócesis del Languedoc se ordenó sacerdote un día de marzo de 1811. Llovía y Dios negociaba con los hombres una fecha provisional para el Día del Juicio Final.

          Mi tata Hipólita se moría de la risa cada vez que yo cantaba "El hijo del ganadero" en una versión lacustre que me enseñaron los elfos de Puente Genil.

          La masa del positrón es de papa, no de masa. La masa de los jeringos de Planck es de masa, no de papa. 

          La letra O es como la letra T, pero distinta. Esto, que parece obvio, lo es. No le den más vueltas.

          Spinoza, un buen día, mientras desollaba topos para su cena, indujo (que no dedujo) que Descartes y Scoto eran unos sofistas de la (h)ostia. Esa noche apenas cenó y se acostó pronto.

          Lamartine siempre quiso ser dos, y a punto estuvo una vez de conseguirlo. Fue cerca de su casa de campo, en Pouvilly. Hacía frío, la nieve estaba pronta. Casi fue dos durante un ratito. Luego volvió a ser casi uno hasta su muerte.

          En Sevilla hay una calle que se llama Pez Espada. Allí hay un bar que se llama casa Apolonio. En el urinario de caballeros hay pintado con excremento un epigrama que dice así: "Volverá el hombre, y esta vez para nunca".

          Mi cantante preferido es Henry Stephen. Es negro, panameño y lleva atado al hombro el arnés del mono que le acompaña en sus actuaciones. Ya no, porque el mono murió de unas fiebres.

          Ayer leí en un libro esta frase: "La mujer que te mata es siempre tu madre en la próxima vida".

          La palabra "heurística" es aquélla con el significado más abstruso del idioma. Por otro lado, la más fácil de comprender es "culo".

          El número de teléfono móvil de María Josefa Sánchez Ceballo es 673 589 882.

          Los amores en el norte de México son muy parecidos a los amores del sur de Texas. A éstos últimos los acompaña como música de fondo los acordes del acordeón del Flaco Jiménez, a los primeros, los sones de los narcocorridos de Los Tucanes de Tijuana.

          He sido operado seis veces, pero no de lo mismo. Me hubiera gustado intervenirme quirúrgicamente de lo mismo once veces, pero no pudo ser, y ya no me queda tiempo.

          "El clima cambia a la gente". Esto es mentira. Tampoco las mentiras cambian el clima de ningún sitio, ni el clima hace que las mentiras cambien según las latitudes. Ni la gente puede hacer nada con el clima y sus mentiras.

          Hablemos de deportes: la medalla de bronce en la modalidad atlética de tiro de jabalina en los Juegos Olímpicos celebrados en la ciudad belga de Amberes en 1920 fue ganada por el atleta finlandés Paavo Jaale-Johansson.

          Hoy, como LMDMV no está, comeré cosas fritas en el bar de abajo.