No es sólo sentarse frente a la pantalla o frente al folio en blanco y desatarse el alma, esperando a que algo hermoso fluya y, por sí solo, se plasme en nobles palabras. Nunca tuve miedo a lo imponderable de la mente vacua, porque el sistema que utilizo para la escritura es justamente el antídoto para ese miedo. Hace cincuenta y dos segundos no sabía que iba a escribir las anteriores sesenta y nueve palabras. De igual modo, desconozco de manera absoluta lo que deviene de lo anteriormente escrito, y ni por asomo sospecho el desarrollo, ni mucho menos la conclusión —si es que la tiene— del conjunto de palabras y frases que conformarán este escrito. La automaticidad es, pues, el principio que alimenta el sistema de mi escritura. Me siento, enciendo la pantalla y escribo. Es muy difícil que alguna vez borre lo escrito. Siempre intento que lo que surge, permanezca, en una especie de caiga quien caiga, que, a veces, aunque no me deja satisfecho, sí consigue hacer que aumente una absurda autoestima de saberme valeroso para el lanzamiento en ciertas piscinas de profundidad desconocida. Pero claro está, sé dónde me hallo, alguien lee lo que escribo, muy pocas personas y casi ningún animal (o al revés, no sé), y no puedo desatar del todo el contenido que surge en mi cabeza, porque sería para mucha gente algo ciertamente aterrador o repulsivo. Los frenos de la conciencia, el súper yo y todo eso funciona a las mil maravillas. Me gusta bordear y mirar detrás de los límites, a veces lanzo algún guijarro al pantano que rodea mi castillo, pero luego escondo la mano y corro a refugiarme en lo inconexo, lo grotesco y en el humor de mis cuartillas medio surrealistas y medio gamberras. Pero no se engañen. Esto es sólo una distracción para las tardes de aburrimiento mañanero o para las mañanas de tedio vespertino, da igual. Mi mujer se engaña, piensa que escribo bien, pero quiere que escriba para que los demás me entiendan, es decir, quiere que escriba, más o menos, así:
(...) Creo no
haber hecho referencia a mi amigo del alma Lecumberri. Era un adusto manflorita
de Mondragón, estudiante de Humanidades en la Facultad de Deusto, con un
historial delictivo deslumbrante y disperso. Nos conocimos en casa de Madame
Trussardi, deliciosa dama que regentaba una de las más distinguidas mancebías
del norte peninsular. Incrustada como una piedra preciosa en su lecho de oro
blanco, la casa de la Trussardi se adaptaba primorosamente a un recodo de
bosque que quedaba a un lado de la carretera. Las luces tenues y veladas por
visillos tornasolados salían de sus ventanas como rayos de un astro moribundo.
Los altos y frondosos castaños en derredor amortiguaban el eco de nuestros
pasos por la gravilla que cubría el camino hasta la escalera principal de
entrada a la casa. La puerta de madera de fresno la guardaban dos grandes
jarrones de terracota con un manojo tupido de olorosas adelfas. Siempre recibía
a sus clientes Madame Trussardi en persona abriendo la puerta con dilatada prontitud y afectando una
desmayada sonrisa mientras elevaba su mano enguantada de negro para que fuera
besada por los recién llegados. Siempre con un recuerdo acertado de la visita
anterior que sorprendía agradablemente a los entusiasmados caballeros, nos
acomodaba en un pequeño salón aterciopelado, cubierto de cojines damasquinados
y nos ofrecía una copa de champán mientras componía comentarios frívolos e
inconsistentes sobre la actualidad del día. Fue allí donde por primera vez vi a
Lecumberri, apoyado con displicencia galante sobre la chimenea, tupiendo con un
pequeño espolón de plata el tabaco de su pipa. De prestancia gallarda y
apolínea, sus facciones, en cambio, denotaban cierta vulgaridad que acanallaba
en parte el conjunto; quizá fuera su finísimo y cuidado bigote o sus patillas
hachadas o sus cejas prominentes y un tanto juntas. No obstante se veía que era
el tipo de hombre por el que cualquier mujer vendería su alma al diablo por una
simple mirada de aquellos ojos de un negro furioso. Estaba solo. Degustaba con
parsimonia y cierta afectación una copa de cognac y ninguno de los presentes,
dos amigos de facultad y un militar que me acompañaban, podíamos dejar de sentirnos
un poco incómodos ante la presencia de aquel caballero inclasificable y
silencioso. Ni pestañeó cuando entramos en el salón ni se conmovió cuando
partimos en busca de las pupilas de Madame Trussardi en el piso superior.
Cuando bajé la escalera, satisfechos los efluvios ardorosos de mi imprudente
juventud y en espera de mis compañeros de farra, aboqué en el confortable
saloncito donde aún permanecía impasible la figura atildada del compuesto
personaje. La singularidad de la situación, él y yo solos en la habitación,
aconsejaba ser educado y me acerqué al lugar donde estaba presentándome y
ofreciendo mi mano con el propósito de estrechar la suya. Bajando de sus
pensamientos ensimismados me miró, primero de hito en hito, como no
comprendiendo qué hacía ante él, ni quién era yo, para, a continuación y de
pronto darse cuenta de la situación, acercarse hacia mí con ligereza y asir mi
mano con celeridad y fuerza identificándose con nerviosismo: “Lecumberri,
Damián Lecumberri, encantado”. Nuestra conversación, por otra parte sucinta y
esquemática, no nos causó el desagradable envaramiento que estos encuentros
fortuitos suelen provocar en personas algo proclives a la soledad y la
misantropía. Una copa reposada del cognac que él estaba tomando me infundió una
cierta calidez amistosa y una familiaridad a todas luces ajena a mi natural
espíritu apocado. Mi contertulio parecía de igual forma gustoso de mi compañía.
Transcurrieron demasiados minutos como para pensar que mis camaradas dejaran a
sus damiselas a esas horas de la noche. Como en ocasiones anteriores
pernoctarían con ellas y yo marcharía a casa con mi insomnio a cuestas y las
manos ávidas por sostener cualquier libro de relajada lectura. Sin embargo
acometí la aventura de invitar a una última copa a mi nuevo amigo que aceptó de
buen grado, indicándome un lugar de especial encanto que él conocía y que no
cerraba en toda la noche. El lugar, un barucho destartalado y sucio en el
confín de un callejón sin salida a las afueras de la ciudad, me sorprendió por
la sordidez insana de su atmósfera, espesada de humo y olores indescifrables.
¿Qué podía haber en semejante lugar que atrajera nuestra presencia? ¿Qué
escondido placer podría ofrecer aquel tugurio inhóspito y decrépito? Nos
sentamos a una mesa de equilibrio preocupante y, sin decir palabra, un hombre
barbado y calvo, de barriga imponente y con un resto de cigarro puro ajado
entre los labios, dejó sobre la mesa dos vasos de turbio cristal rayado y una
botella sin etiqueta, que por su aspecto y aroma al ser descorchada por mi
amigo, no podría ser otra cosa que absenta. A un chasquido de sus dedos,
Lecumberri ordenó al repugnante tabernero que le diera la llave del cobertizo y
que bajo ningún concepto fueran molestados en lo que quedaba de noche. Un
billete doblado fue la contraseña para que tras poner la llave sobre la mesa
desapareciera el personaje de la escena. Botella en mano subimos por la angosta
escalerilla de acceso a una especie de buhardilla que en tiempos no muy lejanos
sirvió probablemente de almacén de grano. (...)
Da igual lo que escribas, es el cómo lo que me msravilla
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