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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



5.12.14

340. Los 612 mandamientos, más o menos, de la Torá


          No es sólo sentarse frente a la pantalla o frente al folio en blanco y desatarse el alma, esperando a que algo hermoso fluya y, por sí solo, se plasme en nobles palabras. Nunca tuve miedo a lo imponderable de la mente vacua, porque el sistema que utilizo para la escritura es justamente el antídoto para ese miedo. Hace cincuenta y dos segundos no sabía que iba a escribir las anteriores sesenta y nueve palabras. De igual modo, desconozco de manera absoluta lo que deviene de lo anteriormente escrito, y ni por asomo sospecho el desarrollo, ni mucho menos la conclusión —si es que la tiene— del conjunto de palabras y frases que conformarán este escrito. La automaticidad es, pues, el principio que alimenta el sistema de mi escritura. Me siento, enciendo la pantalla y escribo. Es muy difícil que alguna vez borre lo escrito. Siempre intento que lo que surge, permanezca, en una especie de caiga quien caiga, que, a veces, aunque no me deja satisfecho, sí consigue hacer que aumente una absurda autoestima de saberme valeroso para el lanzamiento en ciertas piscinas de profundidad desconocida. Pero claro está, sé dónde me hallo, alguien lee lo que escribo, muy pocas personas y casi ningún animal (o al revés, no sé), y no puedo desatar del todo el contenido que surge en mi cabeza, porque sería para mucha gente algo ciertamente aterrador o repulsivo. Los frenos de la conciencia, el súper yo y todo eso funciona a las mil maravillas. Me gusta bordear y mirar detrás de los límites, a veces lanzo algún guijarro al pantano que rodea mi castillo, pero luego escondo la mano y corro a refugiarme en lo inconexo, lo grotesco y en el humor de mis cuartillas medio surrealistas y medio gamberras. Pero no se engañen. Esto es sólo una distracción para las tardes de aburrimiento mañanero o para las mañanas de tedio vespertino, da igual. Mi mujer se engaña, piensa que escribo bien, pero quiere que escriba para que los demás me entiendan, es decir, quiere que escriba, más o menos, así:

           (...) Creo no haber hecho referencia a mi amigo del alma Lecumberri. Era un adusto manflorita de Mondragón, estudiante de Humanidades en la Facultad de Deusto, con un historial delictivo deslumbrante y disperso. Nos conocimos en casa de Madame Trussardi, deliciosa dama que regentaba una de las más distinguidas mancebías del norte peninsular. Incrustada como una piedra preciosa en su lecho de oro blanco, la casa de la Trussardi se adaptaba primorosamente a un recodo de bosque que quedaba a un lado de la carretera. Las luces tenues y veladas por visillos tornasolados salían de sus ventanas como rayos de un astro moribundo. Los altos y frondosos castaños en derredor amortiguaban el eco de nuestros pasos por la gravilla que cubría el camino hasta la escalera principal de entrada a la casa. La puerta de madera de fresno la guardaban dos grandes jarrones de terracota con un manojo tupido de olorosas adelfas. Siempre recibía a sus clientes Madame Trussardi en persona abriendo la puerta con dilatada prontitud y afectando una desmayada sonrisa mientras elevaba su mano enguantada de negro para que fuera besada por los recién llegados. Siempre con un recuerdo acertado de la visita anterior que sorprendía agradablemente a los entusiasmados caballeros, nos acomodaba en un pequeño salón aterciopelado, cubierto de cojines damasquinados y nos ofrecía una copa de champán mientras componía comentarios frívolos e inconsistentes sobre la actualidad del día. Fue allí donde por primera vez vi a Lecumberri, apoyado con displicencia galante sobre la chimenea, tupiendo con un pequeño espolón de plata el tabaco de su pipa. De prestancia gallarda y apolínea, sus facciones, en cambio, denotaban cierta vulgaridad que acanallaba en parte el conjunto; quizá fuera su finísimo y cuidado bigote o sus patillas hachadas o sus cejas prominentes y un tanto juntas. No obstante se veía que era el tipo de hombre por el que cualquier mujer vendería su alma al diablo por una simple mirada de aquellos ojos de un negro furioso. Estaba solo. Degustaba con parsimonia y cierta afectación una copa de cognac y ninguno de los presentes, dos amigos de facultad y un militar que me acompañaban, podíamos dejar de sentirnos un poco incómodos ante la presencia de aquel caballero inclasificable y silencioso. Ni pestañeó cuando entramos en el salón ni se conmovió cuando partimos en busca de las pupilas de Madame Trussardi en el piso superior. Cuando bajé la escalera, satisfechos los efluvios ardorosos de mi imprudente juventud y en espera de mis compañeros de farra, aboqué en el confortable saloncito donde aún permanecía impasible la figura atildada del compuesto personaje. La singularidad de la situación, él y yo solos en la habitación, aconsejaba ser educado y me acerqué al lugar donde estaba presentándome y ofreciendo mi mano con el propósito de estrechar la suya. Bajando de sus pensamientos ensimismados me miró, primero de hito en hito, como no comprendiendo qué hacía ante él, ni quién era yo, para, a continuación y de pronto darse cuenta de la situación, acercarse hacia mí con ligereza y asir mi mano con celeridad y fuerza identificándose con nerviosismo: “Lecumberri, Damián Lecumberri, encantado”. Nuestra conversación, por otra parte sucinta y esquemática, no nos causó el desagradable envaramiento que estos encuentros fortuitos suelen provocar en personas algo proclives a la soledad y la misantropía. Una copa reposada del cognac que él estaba tomando me infundió una cierta calidez amistosa y una familiaridad a todas luces ajena a mi natural espíritu apocado. Mi contertulio parecía de igual forma gustoso de mi compañía. Transcurrieron demasiados minutos como para pensar que mis camaradas dejaran a sus damiselas a esas horas de la noche. Como en ocasiones anteriores pernoctarían con ellas y yo marcharía a casa con mi insomnio a cuestas y las manos ávidas por sostener cualquier libro de relajada lectura. Sin embargo acometí la aventura de invitar a una última copa a mi nuevo amigo que aceptó de buen grado, indicándome un lugar de especial encanto que él conocía y que no cerraba en toda la noche. El lugar, un barucho destartalado y sucio en el confín de un callejón sin salida a las afueras de la ciudad, me sorprendió por la sordidez insana de su atmósfera, espesada de humo y olores indescifrables. ¿Qué podía haber en semejante lugar que atrajera nuestra presencia? ¿Qué escondido placer podría ofrecer aquel tugurio inhóspito y decrépito? Nos sentamos a una mesa de equilibrio preocupante y, sin decir palabra, un hombre barbado y calvo, de barriga imponente y con un resto de cigarro puro ajado entre los labios, dejó sobre la mesa dos vasos de turbio cristal rayado y una botella sin etiqueta, que por su aspecto y aroma al ser descorchada por mi amigo, no podría ser otra cosa que absenta. A un chasquido de sus dedos, Lecumberri ordenó al repugnante tabernero que le diera la llave del cobertizo y que bajo ningún concepto fueran molestados en lo que quedaba de noche. Un billete doblado fue la contraseña para que tras poner la llave sobre la mesa desapareciera el personaje de la escena. Botella en mano subimos por la angosta escalerilla de acceso a una especie de buhardilla que en tiempos no muy lejanos sirvió probablemente de almacén de grano. (...)

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