Son las nueve horas de la mañana. Tengo las mismas ganas de reírme que pueden tener las cobras de El Cairo. La zona lumbar en su totalidad —mi zona lumbar— es un clamor inflamado y dolorido y una queja uniforme y en toda regla hacia y contra nuestra condición de bípedos: ¿quién sería el inopinado primate con ínfulas de homínido al que se le ocurriría la absurda, que no banal, idea de erigirse, de ponerse de pie sobre las patitas traseras para así poder hacer cositas con los deditos de las delanteras? Mis dolores lumbares tienen ese, y no otro, origen. Si las cuatro patas, a las que filogenéticamente estamos adscritos, fueran nuestros cuatro puntos de apoyo, seríamos simples monos cuadrúpedos, barrigones y llenos de liendres voraces, sí, pero no nos dolería la espalda, ni seríamos conscientes de la existencia de un nervio llamado ciático.
Son las nueve horas y veinte minutos de la mañana. Tengo un grado de hambre lo suficientemente elevado como para no desayunar. Sería sumirme en la ansiedad más desesperada comerme un panecillo con mantequilla y un café con leche. Esto haría, tan solo, despertar al animal que llevo dentro y que me propondría otro tipo de de desayuno más consistente, consistente en: un litro de jugo (zumo) de naranja natural, un tazón de café con leche de los años cuarenta (es decir un tazón realmente grande), dos huevos fritos (o tres) con un número impar (superior a 9 e inferior a 12) de tiras de beicon, dos (o tres) croasanes de verdad abiertos y tostados con mantequilla y mermelada de naranja amarga, medio litro de yugur griego, una porción generosa de tarta de manzana, un cafelito solo expresso (ristretto) para terminar, acompañado de una copita de aguardiente Martes Santo® (de Aracena, provincia de Huelva) y dos cigarrillos rubios (Marlboro®).
Son las nueve y media de una fría mañana de finales de otoño. Hoy trabajo por la tarde y mi mujer me ha abandonado de nuevo. Lo hace con frecuencia, es costumbre inveterada de su etnia. Tres o cuatro veces al año despierto y veo que no está, que se ha ido. Faltan sus turbantes, sus afeites, sus vistosas batas de colores, sus collares y su hatillo. Eso es que de nuevo se ha marchado, ha acudido al llamado de la selva. Es lo que pasa cuando tu sentimiento se une al destino de una mujer africana. Pero sé que tarde o temprano volverá y me envolverá de nuevo con su verborrea incomprensible, con sus cantos, me sorprenderá de nuevo con sus guisos imposibles y me desorientará de nuevo por las noches con los ruidos misteriosos de la jungla.
Ya casi son las diez de la mañana. He de ir, debo de enfrentarme otra vez, como ayer, como antes de ayer..., con el espejo del baño, ese espantoso objeto con alma de reloj, de clepsidra especular, que todas las mañanas te indica con lucecitas e indicadores fosforescentes el acúmulo de grasa allí, la falta de pelo allá, el efecto de la gravedad que provoca la caída de aquello o de lo otro, la manchita que ayer no estaba, la mirada cada vez más triste... Y luego vestirse (o embutirse) en ropa que a cualquiera de tu bloque, de tu barrio incluso, le estaría mucho mejor que a ti y no tendría que hacer los ímprobos esfuerzos para abrocharse el botón del pantalón.
Dolorido, hambriento, abandonado, aseado y vestido he llegado a las diez y media de este frío pero soleado día de otoño, como ya he dicho. Me espera Murakami, un escritorzuelo japonés, con unas ganas tremendas de ser americano, que me ha prometido entretenerme hasta que me tenga que ir al taller. El literato nipón está en el cuarto chico, al fondo del pasillo, ese cuarto que la africana y yo tenemos atiborrados de libros, caramelos y aparatos electrónicos de juguete.
Desde mi retiro te echo de menos. Que sepas que toda mi verborrea la guardo para cuando vuelva.
ResponderEliminarCómo me gusta leerte cmpañero