El Barón von Vatter tenía un
hijo, al que todos llamaban el baroncito, menos su ama de cría que le llamaba
pequeño Wulfrano, que en alemán significa cuervo blanco de Odín. El
ama de cría sólo tenía un pecho, pero muy poderoso, con dos pezones, uno morado
y carnoso, al que llamaba Waldo, y el otro, menos violáceo y más nervudo, al
que llamaba Luther. Martha, al ama de cría, era de un poblado de Huelva, del
que fue raptada por la horda renana del Barón, muy adiestrada para incursiones y razzias por
el sur de Europa. La horda era liderada por el usurpador del sultanato de Omán,
Vladimiro Onsbrick, alemán de madre muniquesa y padre turco, huido tras
descubrirse el contubernio del sultanato, y que tras muchas vicisitudes acabó
sus andanzas a las órdenes del Barón, mientras que, a la sazón, la baronesa
quedaba a las órdenes de Vladimiro. Entre incursión e incursión por los
poblados del sur, marchaba a menudo Vladimiro de excursión subrepticia con la
Baronesa Leopolda, y perdíanse ambos por la muy tupida fronda de los bosques
que rodeaban el castillo del Barón. En entredicho quedaba el honor de Von
Vatter una o dos veces por semana, a veces, tres. Los labriegos y vasallos
batían sus mandíbulas hasta el desencaje o luxación de las mismas al reír de
manera desmedida y desaforada cuando pasaba a caballo el Barón inspeccionando
sus bienes inmuebles y sus campos de labor, sus cotos de caza y sus molinos.
Sonreía él también ante estas muestras de felicidad expresada por su vasallaje,
que consideraba prueba del estado de bienestar que su buen hacer, su justicia y
su magnanimidad reportaban en las gentes sencillas del pueblo. Desconocía el
oprobio al que estaba siendo sometido por Leopolda y el siniestro mediomoro
Vladimiro. Todos conocían los escarceos de la adúltera pareja menos el Barón.
Nunca lo supo. Murió de unas paperas torvas un mes de agosto especialmente
benévolo.
Ni que decir tiene que el pequeño Wulfrano hablaba correctamente el
árabe con acento de Constantinopla, prácticamente desde que nació.
Al morir el Barón, Vladimiro, al que sus amigos llamaban Vlad, se
trasladó con varios cientos de seguidores y varias decenas de seguidoras (entre
ellas, Martha y Leopolda) a la zona rumana de Transilvania.
Fundó una especie de logia, más que nada para divertirse, en cuyas
sesiones nocturnas se reunían sus fieles y allegados, y en las que se empalaban
a unos cientos de prisioneros, para luego bañarse en los ríos de sangre que
manaban de sus cuerpos lacerados y comer sus vísceras y beber su sangre en un
Apocalipsis orgiástico difícil de describir.
Al pequeño Wulfrano no le gustaba nada de esto. A él le gustaba la
botánica, los gusanos de seda, la sedosidad de los borceguíes, la poesía
transilvana popular, el sonido de un laúd bien tañido o de un clavicémbalo bien
temperado, pero sobre todo le gustaban los hombres, casi todos, y a esa pasión
dedicó los pocos años que le quedaban de vida, y que aprovechó viajando por
toda Europa y fornicando aquí y allá con cuanto mancebo, doncel, arriero, noble
o vasallo encontró dispuesto. Murió de un chancro blando de aproximadamente un
metro de diámetro en las afueras de Aubeterre-Sur-Dronne, cerca de Angoulême,
un pueblito frances bonito, bonito de verdad, en el que nunca he estado, pero
del que me han hablado maravillas.
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