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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



19.11.14

338. Sé tú mesmo


          El Barón von Vatter tenía un hijo, al que todos llamaban el baroncito, menos su ama de cría que le llamaba pequeño Wulfrano, que en alemán significa cuervo blanco de Odín. El ama de cría sólo tenía un pecho, pero muy poderoso, con dos pezones, uno morado y carnoso, al que llamaba Waldo, y el otro, menos violáceo y más nervudo, al que llamaba Luther. Martha, al ama de cría, era de un poblado de Huelva, del que fue raptada por la horda renana del Barón, muy adiestrada para incursiones y razzias por el sur de Europa. La horda era liderada por el usurpador del sultanato de Omán, Vladimiro Onsbrick, alemán de madre muniquesa y padre turco, huido tras descubrirse el contubernio del sultanato, y que tras muchas vicisitudes acabó sus andanzas a las órdenes del Barón, mientras que, a la sazón, la baronesa quedaba a las órdenes de Vladimiro. Entre incursión e incursión por los poblados del sur, marchaba a menudo Vladimiro de excursión subrepticia con la Baronesa Leopolda, y perdíanse ambos por la muy tupida fronda de los bosques que rodeaban el castillo del Barón. En entredicho quedaba el honor de Von Vatter una o dos veces por semana, a veces, tres. Los labriegos y vasallos batían sus mandíbulas hasta el desencaje o luxación de las mismas al reír de manera desmedida y desaforada cuando pasaba a caballo el Barón inspeccionando sus bienes inmuebles y sus campos de labor, sus cotos de caza y sus molinos. Sonreía él también ante estas muestras de felicidad expresada por su vasallaje, que consideraba prueba del estado de bienestar que su buen hacer, su justicia y su magnanimidad reportaban en las gentes sencillas del pueblo. Desconocía el oprobio al que estaba siendo sometido por Leopolda y el siniestro mediomoro Vladimiro. Todos conocían los escarceos de la adúltera pareja menos el Barón. Nunca lo supo. Murió de unas paperas torvas un mes de agosto especialmente benévolo.
          Ni que decir tiene que el pequeño Wulfrano hablaba correctamente el árabe con acento de Constantinopla, prácticamente desde que nació.
          Al morir el Barón, Vladimiro, al que sus amigos llamaban Vlad, se trasladó con varios cientos de seguidores y varias decenas de seguidoras (entre ellas, Martha y Leopolda) a la zona rumana de Transilvania.
          Fundó una especie de logia, más que nada para divertirse, en cuyas sesiones nocturnas se reunían sus fieles y allegados, y en las que se empalaban a unos cientos de prisioneros, para luego bañarse en los ríos de sangre que manaban de sus cuerpos lacerados y comer sus vísceras y beber su sangre en un Apocalipsis orgiástico difícil de describir.
          Al pequeño Wulfrano no le gustaba nada de esto. A él le gustaba la botánica, los gusanos de seda, la sedosidad de los borceguíes, la poesía transilvana popular, el sonido de un laúd bien tañido o de un clavicémbalo bien temperado, pero sobre todo le gustaban los hombres, casi todos, y a esa pasión dedicó los pocos años que le quedaban de vida, y que aprovechó viajando por toda Europa y fornicando aquí y allá con cuanto mancebo, doncel, arriero, noble o vasallo encontró dispuesto. Murió de un chancro blando de aproximadamente un metro de diámetro en las afueras de Aubeterre-Sur-Dronne, cerca de Angoulême, un pueblito frances bonito, bonito de verdad, en el que nunca he estado, pero del que me han hablado maravillas.
       
       

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