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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



28.10.14

331. La venganza canadiense


          Los ángeles, esa serie infundada de mezquinos hombres-pájaro o mujeres nacaradas y aéreas, siempre me sumieron en la gélida faz de la mentira totalizadora. Su invención es la mayor trapacería de todas, la cúspide de la idiocia creadora, la cima de la mixtura mística hecha alitas de cera, el pico máximo del cuento insulso, el acmé de la estulticia onírica propia de un monje de pene tántrico. Un ángel es un algo acumulado, es la suma de cosas malas, muy malas, es la adición de las partes unitarias degradadas, de la maldad de las fieras y de la estupidez de los hombres. Los ángeles son blancos o rojos, eso ya lo sabemos. Su color albo se lo otorga el hecho nimio y perentorio de no haberse caído todavía. El color rojo se lo da el hecho, que ellos consideran ominoso, de la caída, una vez que ésta se produce. No todos acaban cayendo, pero están a punto de hacerlo: éstos son los ángeles amarillos, pero este color sólo lo pueden apreciar los seres míticos del extrarradio, es decir, los zólics, los triphofonés, los bormógs, los croncks y los páxures. Pero para el asunto que nos reúne hoy en esta aula nos quedaremos con el hecho primario (o primordial) de que sólo hay dos tipos de ángeles: los blancos (no caídos) y los rojos (caídos). La inercia de acordar (acordonar, diría yo) los conceptos de manera paritaria, como, por ejemplo, belleza/bondad, inocencia/niñez, parsimonia/celibato, rinitis/Getsemaní, también se observa en la angelología, y es por ello por lo que tendemos a unir los concepto de urbanidad, buenas maneras y educación con la figura del ángel blanco, y los de mala reputación, obscenidad, sadismo y comunismo con la figura del ángel rojo. El alma de los ángeles pesa lo mismo que el alma de los hombres: 21 gramos. Los ángeles en sí, apenas pesan, algunos llegan a los 112 gramos, peso propio, por ejemplo del colibrí zunzuncito (Mellisuga helenae), mientras que la gran mayoría se queda en los 98 gramos, peso estándar, también por ejemplo, del colibrí mariano (Sphiguera marianii), incluyéndose en los pesos antedichos en ambos casos los 21 gramos del alma angélica. En el Tractatus angeli mundi totalitarium, del Vate Nicasio de Ponza, se determinan la forma, el peso, las características organolépticas, los estados de ánimo, las enfermedades, los anhelos, el tipo de secreciones y las afiliaciones de lo todas las órdenes de ángeles. De los nueve tipos de ángeles, los llamados ángeles (propiamente) son la casta inferior, siendo los serafines la superior. Tan sólo uno de los nueve combos angelicales posee diferenciadamente algo entre sus muslos dorados que puede recordar o sugerir un órgano sexual. Son los querubines. Según Nicasio, que en un rapto mistiforme accedió una noche a los corsos angelicus (casas de ángeles), el órgano sexual referido de estos alados seres es pequeño, dorado, resplandeciente, con forma de carraca, con pelillos refulgentes de gran suavidad que lo cubren por su base (lo que sería el palito de la carraca), y este organito sexual posee además unos dientecillos de oro como bolitas de un rodamiento, que suenan y suenan y vuelven a sonar, como un tanguillo sereno, dulce y melifluo. Los querubines se pasan el tiempo sempiterno entre las nubes tocando y tocando la carraca ajena en un pandemónium musical cálidamente horrísono que a ellos les divierte mucho y muy poco les divierte a las demás órdenes de ángeles. El olor que desprenden los ángeles caídos es semejante al que revierte la tumba de Sansofé cuando adquiere el tinte que le otorga el crepúsculo de Tebas. En cambio, el de los ángeles blancos y no caídos es un olor desinfectado, como de hospital de sangre allá en la guerra de trincheras. Los ángeles comen poco, y alimentos de color gris mayormente. Ninguno cree en Dios, a excepción de El Ángel de la Guarda, que sí cree en Dios y mucho. Todos sus compañeros le llaman Gerardo y ninguno sabe por qué.