Mirábamos con deleite la gota que caía de su helado de
marrón glacé. Resbalaba por sus pechos azules de melón dulce y volátil. Se
encrespaban nuestros rizos de antracita, se enturbiaba el foramen de las
cúpulas roboides de algún planeta cercano a nuestra galaxia. Era la juventud arisca y abrupta que desembalaba la cornucopia de
los abuelos. La pubertad en estado sólido, los rezos que huían y el clamor de
los pueblos genitales que usurpaban el poder de la alquimia de todos los
nacimientos. Era tiempo de reboleo, de anarquía superada, de hambre golosa y de
odios eternos a todos los pueblos de menos de tres mil habitantes. No queríamos
ser diputados ni aforados a pellejos incontinentes. Queríamos bufar todo el
tiempo y a todas horas mamar de la ubre floreada y alargada de la nada llena.
Yo quería sorber y sorber los secantes papeles antiguos de oficinas quemadas de
antigüedad, pero algo me impedía, nos impedía el feroz asalto
que ansiábamos. Los caballos trinaban y las alondras piafaban, los burros
cantaban muy mal lo que muy bien cantaban las mulas del Alentejo. Todos a una:
“Aión de obmá, aió”, una y otra vez, la aclamación de los negros subterráneos, las
minas a cielo abierto, los autocares destruidos por la molicie de cobradores de
traje floreado, por la agresión de abejas cantoras de fados sobrios. Croacia como fin de la boda sin fin del Mediterráneo sin un Borges
que llevarse al patíbulo. Ya no leo libros, solo ojeo y hojeo y vuelvo a ojear y
a hojear documentos, memorándums y obleas pintadas por monjas cartesianas de
Mairena. Las palabras nos sobraban tanto como antaño nos sobraban los conceptos y hogaño
los ideales preñados e impresos con amor. No sé explicar nada con la suficiente
complejidad para que me entiendan las novias que he dejado muertas en la cuneta
de la vida. Porque discrepo con humildad y no con la soberbia de las sastras,
porque llueve de manera hiriente en la mañana gélida de esta tierra que me
acoge como sólo saben hacerlo aquí. Lloro y me oyen los vecinos del bloque, y
ellos, a su vez, se compungen y también lloran por mi pena que traspasa los
tabiques. Adoro esa solidaridad que bloquea las miserias de mi bloque, de las
gentes de mi bloque, porque yo vivo en un bloque, un espeso bloque lleno de
gentes de mármol, un bloque de tabiques delgados como alas de mariposa, lleno
de gente pulcra, solidaria, menonitas en su mayoría, con ancestros la
mayoría, porque todos provienen de familias anteriores a la suya. Me
enternecen, me decapitan con monedas de cobre antiguas y sin valor numismático
alguno, pero, aun así, los adoro mucho, casi tanto como a mi madre, que
últimamente habita paisajes nebulosos de una tristeza finita y agreste como
corresponde a una madre de tendencias jibarizantes y temperamento francés. Sigo
con calor, pero sin saber qué ponerme para la fiesta que se avecina. Siempre
hay un traje preciso para una determinada fiesta, pero nunca acertamos el feliz
casamiento/hermanamiento entre festividad y ropaje adecuado. La muerte nos
aleja de necesidades como ésa/ésta. Es por ello/eso/esto que acostumbro ir
desnudo por las fiestas, para no pecar de pretencioso, de esnob, de gilipollas
enhiesto de enjundia estetiforme y epatante en lo social. Desnudo accedo a la
mística de la humildad extrema, a la levitación de lo sencillo en su extremo
excelso. Eso me reporta distinción y cierta decadencia romántica, que en el
fondo de los fondos es la inquietud que atrae a todo imbécil de pueblo, pero
también a todo intelectual a la violeta, que es lo que un servidor de ustedes
siempre ha sido y será.
Alejandro, en cambio, no es ni será mi nombre, pero arguyo muy bien en los contenciosos que se establecen en la comunidad de mi bloque, el de delgados tabiques como hojas de mariposa.
Alejandro, en cambio, no es ni será mi nombre, pero arguyo muy bien en los contenciosos que se establecen en la comunidad de mi bloque, el de delgados tabiques como hojas de mariposa.