Les tenía que exponer a ustedes las oportunas consideraciones que, tras análisis someros y no tan someros, determinan conclusivamente las causas por las que no soy ni seré escritor. Era mi obligación moral para con ustedes, aunque me consta que la claridad de pensamiento que presumo en mis lectores ya habría llegado con facilidad y con suma presteza a las mismas conclusiones a las que he llegado yo. Utilizo equivocadamente el plural "conclusiones", porque cierto es que sólo existe una conclusión, que no demoraré más tiempo en manifestarles. Es la siguiente: nunca he tenido, nunca tengo y nunca tendré nada qué decir. Así de sencillo y así de terrible. No es posible ser escritor si no se tiene nada qué exponer para el deleite, el interés, la formación, la curiosidad o el simple solaz del lector. No estoy exponiendo una triste confesión autoconmiserativa de falta de talento, no, talento tengo en abundancia, no para regalar, pero el suficiente para poner un colmado en la periferia. Lo que me falta es el guion de la vida, propia y ajena, la historia, la anécdota, la urdimbre de las cosas que pasan, el origen, la complicación, el desenlace de algo, de alguien, el comienzo del conflicto, el desarrollo de las circunstancias, las evoluciones del proceso, la resolución del dilema ético, histórico, político, social. Un simple cuento para niños autistas o sordos disfuncionales se me hace empresa imposible; no digo nada de un simple relato corto a presentar en cualquier certamen para noveles de cualquier asociación cultural de pueblo; de una novela, breve o no, ni hablamos. Puedo crear buenos e incluso excelentes comienzos, las primeras veinte o treinta páginas de una obra, si no genial, sí una buena obra, pero después me quedo sin fuelle creativo para continuar una historia que, o bien se ramifica inútilmente, o se ve abocada a continuos callejones sin salida, o lo que es peor, comienza a importarme un carajo. La estructuración de la trama, la aparición canónica de los personajes, el tempo de los acontecimientos, los estigmas de estilo, los aparejos lingüísticos, la contemporización de los tiempos dramáticos con las pinceladas de humor, la precisión de los diálogos, la puntuación... y su puta madre. Todo esto no estaría de más si tuviera algo que contar, algo interesante, ameno, divertido, apasionante, embriagador, bello o excitante, pero si lo único que tengo en el magín es una seria patología conceptual e ideológica, trufada de inconsistencias, excentricidades, ideaciones mal hilvanadas, trivialidades y ristras de humoradas incomprensibles, difícilmente Anagrama, Tusquets, Acantilado o Siruela llamarán a mi puerta o, si lo hacen, será por equivocación, preguntando si ese es el domicilio de Enrique Vila-Matas, pregunta a la que podría responder afirmativamente, que efectivamente soy don Enrique, pero a la larga, a los dos o tres años, se darían cuenta de la superchería, porque físicamente a quien me parezco de verdad es a F. Kafka si hubiera llegado a los 57, y acabaría, por tanto, en la cárcel. En la cárcel, sí, pero ganaría un amigo en la figura de mi escritor de cabecera, que partiríase de risa con mi cuitada aventura de suplantación; es más, creo que podría hacerme protagonista de su próxima novela, que podría tener por título: "Yo sí soy Vila-Matas".
(Fin de la 1ª parte.)