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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



25.12.17

417. ¡Y ni uno más!


          Voy a ser poeta, desde hoy mismo, un poeta grande, generoso, apóstata de las formas melifluas y de ripio intenso pero irónico, una especie de Petrarca imbuido por Emily Dickinson. Voy a ser poeta de puertos y tabernas, muy cercano al pueblo y alejado de los emporios rimbombantes de las academias y de los telarañosos paraninfos universitarios, sí señor. Puestos a ser líricos, lo mejor es empezar desde abajo, comenzando a aprender a leer y a escribir, por ese orden. Nunca es tarde para tales menesteres y aunque me han detectado un tumor de medio kilo en el lóbulo frontal, tal cosa no es ni será óbice para que me convierta en proverbial rapsoda y trovador profundo. Desarrollaré mi ars lirica ensayando primero la endecha castellana de rima aliterada binaria propia del "Cantar de la Moçita Mora", pero expresando temas de candente actualidad, como la informática o la resiliencia de los internos de las cárceles de Bruselas. Más adelante enfrentaré la quintilla, el serventesio, el tetrástrofo monorrimo o la cuaderna vía, abundando en temas sociales con tacto y temas metafísicos sin tacto alguno. Me lanzaré pues, al comienzo de mi prometedora carrera de vate intrépido, a un repaso fundacional de la lírica latina y europea, para posteriormente enfrentar el estudio práctico de las líricas anglosajona y eslava modernas más pormenorizadamente. Subsumido y asimilado el impulso epistemológico de la poesía en todos sus fundamentos, dentro de un ámbito no solo de conocimiento profundo sino, a la par, ejerciendo una ingente labor creativa, abocaré sin remedio a parajes de exclusividad personal, llegaré a la flagrante extensión de terreno propio, insospechado para todos e incluso para mí, habré conquistado el entorno propio del poeta, aquel en que su alma se expande y se deposita en el magma primigenio de la creación original. Es el momento en que el hombre se diluye en su némesis especular, en su enemigo paradójico, que lo acerca, envuelto en su inspiración, al territorio ansiado del genio. Este camino tremendo, lleno de enjundiosas tentaciones, habré de atravesarlo con mesura y predisposición, bandeando ríos de soberbia y lagunas de vanidad, bosques de aventuras malhadadas y selvas de metáforas inanes. Enemigos de mi raza encontraré que con venablos orales intentarán derrocar mi estro y mi aliento inspirador, envidiosos arañapliegos que maldecirán mis versos ensuciándolos con su icor emponzoñado de verde envidia. Aun así, mi ardor guerrero en el Agramante campo de la lírica será vencedor o no será, dejaré en el empeño de mi arte futuro mi hacienda y la parte de mi vida necesaria para tan codiciada meta.
          Pero es evidente y palmario que para la realización de este mi sueño es condición sine que non aprender a leer y a escribir. Con setenta y cinco años y el medio kilo de tumor en la frente, por su parte interna, me va a costar, sé que me va a costar, bastante, por no decir mucho (o muchísimo, no sé), va a ser tremendo, la verdad, no sé si quizás debería pensarlo con más detenimiento, igual podría redireccionar mis impulsos artísticos a sectores creativos más asequibles y acordes con el factor temporal (tiempo que me queda de vida), como el sudoku de tres dígitos (¡pero es que tampoco sé de números!) o el Teatro Nō para occidentales (¡pero es que odio el drama musical japonés!). En fin ya veré lo que hago. Les mantendré informados, si no fallezco antes.

24.12.17

416. Bestiario 06


          HASTROG. Ser Hastrog es ser visto y no visto. Es ser telúrico hecho a sí mismo sobre preceptos ontológicos de velocidad y carrera. Su forma circular, redondeada, de epidermis incrustada de miles de bulbos pequeños y aceitados en su práctica totalidad, le confiere una inefable propensión propulsiva con un mínimo de potencia y una inercia casi infinita. Su esencia es la movilidad constante, con un empuje anímico dirigido a alcanzar velocidades cada vez más y más trascendentales, que a veces llegan a la de la misma luz, pero esto sólo ocurre en ciertos momentos de su estado adulto y plenario. De niño, el Hastrog recorre incauto y en soledad caminos y caminos al albur de sus rápidos pasitos, golpeándose e hiriéndose con todos los ornamentos vegetales y ruinas eclesiales de la campiña. Sus progenitores lo abandonan una vez nacido en una veloz carrera no exenta de lágrimas y pasajeras nostalgias parentales. Su alimento, desde esos primeros instantes de vida, está constituido por los billones de partículas en suspensión que el aire acoge en su diáspora eterna. Al Hastrog no se le ve, se le otea, se le atisba en la lejanía, a veces sólo se le intuye, no nos roza, pero su estela nos levanta los faldones y nos aturde el fleco de la estola. Su presencia en reposo (nunca lo está hasta que muere) es presencia neumatiforme y neumática, vibrátil y ansiosa, de tonalidades oscuras y de redondez manifiesta. Más que vivir o ser es ente rodante, nervioso, incomunicativo con nosotros y entre ellos mismos, poco sonoro, no habla con nadie el Hastrog, y apenas nos necesita, aunque a veces se queda enganchado en algún saliente rocoso de un risco inoportuno o en alguna excrecencia espinosa del sotobosque. Le teme tanto al fuego como al agua. Su individualismo sin fisuras le condena a una lenta pero inexorable extinción; se aparea poco y mal, su eterno movimiento no ayuda ni al conocimiento preciso ni a la eficaz coyunda con su pareja congénere. Es, por tanto, el Hastrog bestia posmoderna en tanto metáfora de la vida efímera, acelerada y vehemente de los estertores de esta nuestra historia humana reciente, algo perpleja y cansada. Desde la huerta comunal avistamos sobre la cresta de la lejana loma unos volocísimos puntos negros y gomosos que intuimos Hastrogs en su larga huida hacia la nada oscura y sempiterna.

23.12.17

415. Hubo en Lugo un tal Hugo...


          En el ángulo superior derecho del desmesurado cuadro unos monjes o frailes, todos iguales, algunos de espalda y otros mostrando el semirrostro encapuchado, dispensan palabras, quizá consejos, a un grupo de indios maniatados y arrodillados, es probable que los estén predisponiendo con el Dios de los Conquistadores, porque van a ser prendidos cono teas en una de las tres hogueras que se yerguen a continuación y que ya están combustionando a tres infelices nativos, todo llamas y contorsión. Separada esta escena de auto de fe por un riachuelo con peces rojos que asoman sus rojas cabezas, aparece otra escena en el ángulo izquierdo del cuadro no menos truculenta, en la que varios guerreros pertrechados de largas picas o lanzas enhebran por el pecho a terribles simios de feroces y blanquinegras fauces y gruesas colas peludas. Por encima de los soldados, varias aves de plumaje multicolor se hostilizan en una irritante madeja bélica de garras, picos y plumas. El cielo sobre estas escenas azulea sobre los monjes y se hace ocre sobre los monos ensartados; sobre los pajarracos, un celaje de nubes grises emborrona y enturbia un horizonte andino y boscoso. La parte central del cuadro, de personajes de gran tamaño, hace que la zona superior parezca lejana, escondida, casi olvidada. Un grupo de caballeros castellanos y otro de altivos nativos se hallan enfrentados, no afrentados, sonrientes los unos, relajados los otros, en número de diez los primeros, en número de ocho los segundos. Además, en el segundo grupo hay tres niños, y de los ocho adultos, dos son mujeres, una joven y otra vieja. Ambos grupos ocupan toda la horizontalidad del cuadro en su parte central. El principal de los caballeros, de cobrizo yelmo y larga espada, tiene en la mano un espejo de pedrería y un rosario de cuentas de alabastro, el segundo de los caballeros presenta, en actitud de dádiva, una vasija de aceite o de vino, y el tercero muestra una corta espada muy recamada en su funda de cuero. Son presentes que ofrecen al cacique que mira reflexivo los objetos con ponderativos ojos, ojos que son como dos navajazos en una piedra de cera. Los demás nativos miran al suelo, menos la india joven, que mira con elegante espanto a los extraños extranjeros. Los tres niños se protegen agarrados a las piernas de la vieja nativa. Debajo de esta escena principal de encuentro entre culturas, en la banda inferior del cuadro se expresa la Naturaleza sin ambages, feraz, tumultuosa y cruel: hirientes espinos del ingente manglar se retuercen entre nidos de amarillas arañas y elípticas formas vermiformes; dos serpientes negras devoran a la sazón un informe animalillo sin pelo, mientras un armadillo roe el esqueleto de un cóndor putrefacto.
          Al lado del imponente óleo, inserto en un abigarrado marco de madera repujada y trabajada en un rapto de delirio barroco, se encontraba una pequeña tela desmarcada de 40 por 30 centímetros que expresaba sobre un fondo color mostaza de Dijon dos irregulares círculos negros dentro de los cuales se veían dos letras amarillas, la "z" en el de la derecha y la "v" en el de la izquierda.
          El precio de salida del primero de los cuadros era de 250.000 €, el del segundo, 1.500.000 €. No pujé por ninguno de los dos. Los 6,50 € que poseía los invertí en un vermut y un pincho de boquerones en vinagre en la Taberna de "La Macanita", tugurio de Malasaña adornado en sus paredes con Braques, Delaunays, Murillos y algún que otro Picasso; es un local que además posee una relación calidad precio sumamente ajustada.

16.12.17

414. Vellos no tan púbicos


         Tengo un vecino que toca el bombo en la Joven Orquesta de Sevilla. Este vecino forma parte de una familia compuesta por seis hermanos, más los padres y un tío abuelo que vive con ellos. Sólo Tomasín, el del bombo, es el que aturde y atrona con su maza la débil elasticidad de mis membranas timpánicas, una tarde sí y otra también. He presentado de palabra mis quejas al padre y a la madre del chico, y por escrito al presidente de la comunidad y al administrador de la finca, pero Tomasín, ¡qué rico!, sigue con el pum pum vespertino. El 89% de la familia del niño no toca el bombo ni hace otro tipo de ruido que no sea el habitual y doméstico de una familia numerosa. Un 11% de la población de esa casa, por tanto, Tomasín, sí toca el bombo. La estadística, no obstante, me reconforta lo mismo que un trino de tucán en la ribera del Orinoco. Detesto a la familia de Tomasín, que no es capaz de hacerle comprender que su afición y su actitud son deletéreas para la paz y sosiego de otros seres humanos. El presidente de la comunidad y el administrador contemporizan, inclinando su parecer hacia la importancia que la música y las artes en general determinan en el feliz desarrollo de los jóvenes, apartándolos de los tristes senderos de las drogas y la inacción social. Por tanto, los círculos de poder que rodean al joven e infamante percusionista, se inhiben en beneficio no de la víctima que sufre, sino en beneficio del que tiene en su mano la maza. Apelo entonces a los vecinos que, considero evidente y dado que todos tienen orejas, creo que funcionantes, sufren un martirio semejante al mío. Veamos: un vecino no simpatiza ni empatiza conmigo porque soy del Betis, otro dice que no quiere líos con ningún otro vecino, otro me informa que por las tardes se fuma un canuto y se pone los cascos, y el último dice que de joven tocaba el tambor  en el acuartelamiento de Regulares de Melilla y que Tomasín le trae recuerdos de su juventud. Nadie, pues, va a hacer nada por o para salvarme del niño del bombo. Todo el mundo me da y me dará la espalda, porque de alguna manera que no logro entender, soy o debo ser el culpable del conflicto. Es probable que yo sea un fascista intolerante y desabrido, insensible y paidofóbico, asocial, misántropo, incluso peligroso y susceptible de ser investigado o, cuando menos, vigilado. No hay que ser el más listo de la clase para ver en esta mi historia (mi historia con Tomasín) un símil a pequeña escala de muchas de las terribles cosas que nos están pasando a todos. Ahora todo es más complicado, seguimos identificando a los culpables, sabemos todos quién es el que toca el bombo, pero algo ha sucedido, el percusionista ya no se esconde, tiene apoyos donde antes no los tenía, hay interesados que le lustran la maza con manteca y teóricos que le escriben nuevas partituras. Con todo esto el chico se envanece y asume la idea de un futuro de tambores y bombos cercanos, un nirvana de estruendo reiterado y eterno. No creo que nos estemos acostumbrando, no creo que el pum pum acabe convertido en el tic tac de nuestro reloj vital, no lo quiera Dios. Yo sí tengo miedo, miedo a volverme loco de impotencia, miedo a que un día no pueda más y estalle, y reviente a puntapiés el bombo y al dueño del bombo, el muchacho que con tanto denuedo, impunidad y alegría me martiriza.

          Es por todo lo que acabo de referir por lo que me siento muy irritado no ya con Tomasín (o no sólo), sino con todo el ámbito que rodea al joven músico, con todos aquellos personajes que jalean su actividad, con los que se tapan los oídos (sordos voluntarios), con aquellos que lo ven como un símbolo de no sé qué revolución, con aquellos a los que todo les produce risa, en fin, ... me siento irritado con la vida en general, o al menos con esta vida tan molesta e irritante que nos ha tocado vivir.

413. La prisión de Piedra Hincada


          Las gentes bravas de Murcia, la rudeza de Navarra, la sorna medieval de Melilla, la síntesis de astucia y rebeldía leonesas, el abigarrado letargo andaluz, la concupiscencia cristiana de Valencia, el almíbar moral de Vasconia, la tibieza seminal de los gallegos, el genio crepuscular de Extremadura, la elegante dependencia castellana, el arsenal de ditirambos ceutíes, la prosapia clandestina balear, el síndrome brutal de La Rioja, la puya agreste aragonesa, el clamor de leche cántabro, la mente polinésica de Las Canarias, la enjundia de arcabuz de los astures, los canales tremendistas de Madrid, la meliflua jalea catalana.
          España como puzle hierático, como granos de mijo en sonaja de un dios tan moro como cristiano, España como pastel de vilipendio trufado de gigantes y cabezudos, España loca de atar con moño de charol, con tricornio de terciopelo, España catarí, templaria, masona, menos romana que ibérica, menos atlántica que índica, España sin Portugal (¡qué triste!), tan marrana como judía, tan bereber como goda, llena de pústulas exquisitas, crisol de miasmas flamencos e insectos visigodos, España de blasonado canto y clerecía informe, España de geometría alocada, de suburbios de guirlache, de nauseabundos villorrios, España de gitanos muertos por payos muertos por gitanos leves.
          El cisma que no cesa, la baba calentita que pendula o pendulea o que pende de la comisura bobalicona del preboste que mira endiosado las tetas de la diosa contraria a su acervo ideológico. Es la España de la cisura incesante, que divide el cuerpo eclesial, el cuerpo y la fuerza de seguridad del Estado de Buena Esperanza y Caridad, el cisma del Cuerpo Presente, la escisión de los Cuerpos de Bomberos de las diecisiete Comunidades y de las dos Ciudades Autónomas, el cisma del Toro, del Fútbol, el cisma de la Eurovisión de los pueblos de Europa, de la Europa como proyección neurótica de esta Noción de Nociones Encontradas sobre el concepto de Nación (cuando los más tontos del lugar saben y conocen que una Nación es un concepto que mezcla estos cinco elementos: 1) Dios. 2) Un poquito de bechamel. 3) Los leotardos sudaditos de Tania Doris. 4) Un mal cuadro del Tintoretto, y 5) Un gin-tonic, por favor). Y lo demás son monsergas de extrarradio. La revolución no llegó a esta piel de toro (miel de loro, pie de oro, hiel de moro...). La revolución sigue sin llegar. La revolución no llegará, porque no fuimos, ni somos ni seremos revolucionarios, igual que tampoco somos profetas ni posibilistas ni gimnastas, ni siquiera somos aquello que están ustedes pensando. Entonces, ¿qué somos?
          Respuesta: NO SOMOS. Así es (o asinés). El español no es ni lo va a ser nunca, porque nunca ha sido. Este afán histórico por ser nos condujo siempre a la barbarie. En las etapas menos ontológicas de estas coordenadas geográficas que habitamos, los conflictos habituales se serenaban y la disarmonía de los pueblos integrantes (intrigantes) se diluía a ojos vista de manera pacífica, hasta que un exabrupto de afirmación ensoberbecida surgía en cualquier boñiga feudal o estamento de poder y otra vez nos embarcábamos en disputas sin fin por querer ser alguien, por ideas de reconocimiento internacional, y de nuevo nos sumergíamos en el viscoso puré de las determinaciones nacionales o nacionalistas y llenábamos de muertos las vías romanas, los pasos fronterizos austrohúngaros y las trochas de la Penibética. En este caldivache sociopático nos desarrollamos los celtiberos, pueblo ingenuo y perdulario, de una indolencia infinita y de inconsecuencia lacerante. 
          El día que aprendamos a no ser, a que no siendo, seremos, otro gallo nos cantara. 

6.12.17

412. Jaula de lobas


          Ya falta poco para volver a empezar. La noria de los días sin freno y las noches entrecortadas de ansiedades sin fin, pero hay que continuar, seguir escalando la montaña sin cumbre que es la vida. Probablemente el buen humor vendrá de nuevo, sin que haya que llamarlo, vendrá por sí mismo para restañar las fisuras dolorosas de las jornadas, no por rutinarias menos extrañas. Habrá que empezar con los dispositivos torturantes con los que, en el fondo, nos gusta ornar nuestra vida, el añadido al ya lacerante afán de las cosas. Seguir con la codicia de ensanchar un poco más lo que ya no tiene más distensión, seguir hasta el peligro de la rotura. Somos héroes de la nada y lo somos cada vez que sostenemos una mirada indebida, una acción que nos somete, una palabra no debida. Somos la resulta de improbables ecuaciones, cuyas proposiciones nos las ponemos nosotros mismos cada mañana, como un deber más a añadir a los que ya nos propone la misma mañana. Verdugos de nosotros, solicitamos y nos concedemos de continuo la auto-decapitación por un prurito o instinto de penitencia que va más allá de una punición moral. Nos queremos poco y mal. La risa, ese afán hueco, se reviste en nuestros corazones con lo primero que pilla, como si el corazón fuera, que lo es, el armario donde todo va a parar, y de él sacamos la ropa para vestirnos en cualquier ocasión, la mayoría de las veces con la talla inadecuada y los colores discordantes, a veces equipándonos con vestiduras impropias para el clima o la época que corresponde. Así pues, vamos por la vida con una risa muy falsa, vestidos para la ocasión de cualquier manera, culpables y en el fondo muy tristes por no saber por qué. Tras esa franja temporal, tras el interrregno del descanso laboral anual que nos privilegia del resto de la humanidad, nos sometemos de nuevo al imperio de lo absurdo en este bucle productivo de una vida sometida y alienante que nos conducirá al cabo del tiempo a otro tipo de descanso muy temido, pero eterno. Mientras tanto, comprobemos, sigamos comprobando, la fortaleza de nuestro temperamento, la solidez de nuestra naturaleza y el vigor de nuestro carácter enfrentando los diarios fallecimientos, las numerosas muertes diarias a que nos sometemos gustosos, porque alguien nos ha dicho que la vida es sufrimiento, un valle de lágrimas, el largo y tortuoso camino o un proceloso mar de desdichas… El negro humor, porque el humor siempre es negro, nos hará de bálsamo, nos reconfortará bajo su ala oscura, nos armará con el látigo de la ironía y el arcabuz del sarcasmo, para luchar día a día con las ridículas quimeras del mundo, el demonio y la carne.

411. Suprema lividez


          Vivo desmemoriado, sin islas donde perderme ni lunas que me aclaren el lugar de donde vengo. Vivo desarraigado e inerme, acostumbrado a los ritos ajenos que me enmudecen e irritan. No hay estancia acogedora y los postigos chirrían siempre tras de mí en una sinfonía terebrante, ríspida, pero aun así, persisto en vivir como la gente normal que me rodea, vivir como todo el mundo, como el orfebre de la esquina o la prostituta del andén, deseando las mismas quimeras y aborreciendo los mismos grumos de esta polenta carcelaria que es la vida. Soy igual porque quiero ser igual y soy distinto porque quiero ser igual. Ser como ellos, al menos intentarlo, me da derecho a la posesión del carnet del club, es lo que ellos quieren: si no eres como ellos, al menos has de desearlo con todas tus fuerzas, que te vean el deseo borbotear por las comisuras de la boca. Cabe la renuncia, claro que cabe, la honrosa renuncia del héroe que enarbola la bandera de la unicidad, de lo disímil, de la diferencia, de lo equívoco. Pero no quiero ese gallardete de distinción, quiero la grisura de la masa, sentir como y con ella, resaltar nunca, sobresalir jamás, entreverarme siempre. Enfrentar el sino de la medianía enloquece a mis congéneres y a mí me enloquece no poder felicitarme con ella, detesto lo que tengo y añoro lo mismo si no lo detestara. Quiero la felicidad que merezco por asumir sin felicidad lo que tengo, merezco y deseo. Soy, quiero ser y quiero cobrar por ello, es mi suerte, pero es mi desgracia ser, querer ser y sentirme mal pagado por ello. Ni renuncia ni vendetta, sólo la incomprensión de la nube que existe en un cielo azul sin nubes. La memoria me ralea el alma con su diáspora frecuente, me domina en el tablero a veces, la domino entre las sábanas a menudo yo, y en tablas predominamos casi siempre en un mirarnos de reojo y sonreírnos con malicia, como viejitos en el último mirador del sendero. Siento el gris de las auroras como si fuera el deflagrar de los oros y bermellones del crepúsculo marino, lo que reverbera sucumbe en mí, lo que el estruendo erige lo tunde el habla quedo del pensamiento propio, no tiento a la tristeza ni la invoco, no irrito ni provoco la pesadumbre, no presiento la agorera servidumbre de la muerte, solo esquilo la pesada obligación de tener que ser algo, y aunque puede ser verdad que deseo ser algo, me obligo a ser alguien y eso ya se me hace un mundo de dificultad. “Alguien”, ¿qué será eso? A mí alrededor veo algos con aspecto de alguien, pero sólo son móviles alguien que ni saben lo que son ni se lo plantean, ni son menos o más felices por ello. Son como yo, pero menos, (quizás pero más), no sé ni me importa, o me importa lo que les importo yo a ellos, que sólo son lo que me imagino que son y que en nada coincidirá con lo que ellos piensan que son ellos mismos. Las coincidencias existen en la medida en que un abedul de Sajonia coincide con un rizo de la trenza de Benizia Trahoré, la viejísima zahorí de la tribu de los Gnemas de Yerbuti, que considera los acuíferos del subsuelo de su tierra como las venas del dios Vendhé, el dios más antiguo que conoce la gente de allí, gentes que son objetos del paisaje, gentes que no se consideran habitantes del paisaje, sino cosas, objetos, se saben y se reconocen como algo que el paisaje destila, como pudiera destilar enjambres de moluscos cristalinos o estertores de ungulados lejanos o sismos de endiablada concreción.
          Pero, como ya dije, yo soy un ente normal, algo desmemoriado y ajeno al orden vital del cosmos nefando que me rodea, pero normal, al menos eso es lo que el algo anímico que tengo dentro de mi algo mortal me dice que soy. Pensaré “mi alguien” como la anormalidad del algo que casi todos los objetos o entes inanimados tenemos.
          Que Vendhé os colme de dicha plena.
          Que Vendhé me colme, aunque sea de dicha.

30.10.17

410. Transversalidades

         

          Estoy como sesgado, es decir, estoy como si estuviera virado (¿varado?) en una corriente alterna de viento feroz y calma chicha dentro de un velero de mi propiedad que no sé ni quiero saber pilotar. Me llamo Alfred, según tengo entendido, al menos así me ha llamado el práctico del puerto llevándose el garfio de su brazo derecho a la sien homolateral: “Buenos días don Alfred”. Dentro del velero hay comida, mucha comida, gran parte de ella descompuesta, grupos móviles de sustancias pastosas que comparten y devoran larvas gigantes, del tamaño de mi sobrino Carles. Como algo por no dejar en entredicho mi compostura y rocío de gasolina la nave por si algún marine estadounidense, algún pescador coreano o alguien destinado a la costa quiere, mediante el lanzamiento de un encendedor Zippo® encendido, prenderle fuego a mi bajel. Me voy confundido y confuso, también confiado y constreñido y algo consternado, todo hay que decirlo, pero más que nada me siento dueño de mi destino y amigo de mis amigas. No soy marinero, aunque por usted, hija de mi vida, lo seré, ya lo creo, yo es que por usted soy capaz de cualquier cosa por muy ilegal que ésta sea. Me veo viejo, mi mujer me lo recuerda a diario entre nuez y nuez, porque (no lo he dicho todavía) yo soy una ardilla (mi mujer obviamente, también). Ella fue ardilla desde siempre, yo antes fui amanuense en la casa de los Riscal durante todo el siglo XVI y parte del XVII, allá en su palacete de Ortañón, en la provincia de Burgos. Fue al morir cuando en la gruta de la Sibila Juana se me presentó la alternativa metempsicótica de reencarnarme en ardilla, en picaporte de retrete en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) o en Landelino Lavilla Alsina. Elegí ardilla por azar, tirando al albur un manuscrito original de Espronceda y otro de Aurelio Pajizo. Así fue. Las ardillas literarias me acogieron con suma alegría y tiernas muestras de conmiseración y cariño, las otras ardillas, no, las otra me acogieron con notable despreció y rotundo menosprecio, claro que yo el despreció y más aún el menosprecio me los paso por el forro de la pelliza de mi tío Tomasín, el de la Marga. "Porque Dios no existe es por lo que existe Dios", me exponía e intentaba razonarme mi tito: "Notable, —decíame— mejor dicho, notabilísimo número de libros expresan palmaria, extenuante, pormenorizadamente la absoluta carencia de pruebas de la existencia divina y, por el contrario, la abundante y abigarrada legión de comprobaciones racionales de la inexistencia de la misma". Bien, lo entiendo, lo entendemos todos, siglos llevamos oyendo lo mismo, hasta el extremo de que la simple fe en la Providencia, la menor de las creencias en un concepto religioso, no digamos teológico, del origen de la vida es considerado propio de mentes poco ilustradas, prerracionales, manipuladas e incultas, expresiones de una pobreza intelectual de base económica, social e incluso racial. Las ardillas somos creyentes, eso es evidente, pero eso no nos da el marchamo para ser fuente de sabiduría y, sabiéndolo, no practicamos el proselitismo en el bosque ni en los parques, claro que no, porque siendo tan creyentes como somos, somos los únicos seres del cosmos que creemos firmemente en la inexistencia de Dios, siendo por ello que su existencia es, por tanto, indudable. Si Dios existiera en verdad, en verdad no existiría, porque su esencia es la inexistencia, por tanto no existiendo nos deja margen suficiente para el desarrollo del ámbito de su comprensión evidente y absoluta. En mi estado de amanuense y en mi estado de ardilla, pues, he acrisolado y aquilatado en mi mente y en mi cuerpo los conceptos desarrollados y por mí asumidos que emanaron de la preclara mente de mi tío Tomasín. Todo lo dicho me conduce a negarme el placer continuamente. Despreció las caricias de Carmencilla y Eulalia, los besos caracoleros de Brigidita, los abrazos de pulpo loco de Maribella y los dulces mordisquitos de Saray, todas ellas ardillas hermosas, jóvenes y picaruelas. Soy fuerte, leal en mi matrimonio y estoico contumaz. No hay consuelo ni suspiros, sólo irritación y dentera por la pérdida consciente de las ganas de vivir, por el sentido del humor despilfarrado en regazos de miel amarga y tugurios de amanecida. Aún era joven, pero morí joven, atropellado por un ciclomotor cuya marca no recuerdo de lo fugaz que fue el trance; y ahora he debido reencarnarme de nuevo, me llaman don Alfred, y mi letra se expresa aún con correcta grafía monacal, sigo comiendo nueces todas las noches, aún dispongo de las regalías suficiente para vivir en alguno de los maestrazgos lindantes, aún domino el arte amatorio de las glosas dirigidas como saetas incendiadas hacia escotes juveniles, y tan solo echaré de menos oír las ventosidades de la señora de Ortañón y la luminiscencia de cometa, acompañada de la risa que nos provocaba, cuando arrimábamos el encendedor Zippo® encendido a sus blandas y blancas nalgas en el momento ventósico de la deflagración rectal. 

13.8.17

409. Samantha y Brigitte


          Las ideas que durante el resto del día aparecen en mi cabeza y que considero dignas de ser desarrolladas en este blog son expulsadas con rapidez porque chocan frontalmente con el espíritu que alienta desde el principio estas páginas, que no es otro que la expresión del automatismo y de la inmediatez de pensamiento en su más libre epifanía, la pura idea plasmada a la velocidad de un resorte estimulado por la más insospechada y fugaz unión sináptica de dos células de mi cerebro (o de las dos células de mi cerebro), velocidad idearia sin tamiz, azar estampado sobre el lienzo maternal que lo acoge todo. Lo demás, todo lo que en el resto del día que no estoy escribiendo estas líneas acude a mi mente no sirve a este propósito, solo servirá aquéllo que acuda en el momento exacto de coger la pluma o disponerme a pulsar la primera tecla.
          Quiero expresar entonces (o reiterar) que: 
          De las cien mil imágenes, ideaciones, pensamientos que desarrollo/desarrollamos más o menos en un día, yo escojo obligadamente la imagen, la idea o el pensamiento que primero nace en mi mente una vez me pongo a escribir, no la que surgió hace un día, una hora o segundos antes. No podría hacer otra cosa si he de atenerme al precepto fundacional de este blog. Esta disciplina me causa, a veces, un gran dolor, provocado por el hecho de tener que deshacerme de ciertas imágenes o pre-conceptos con grandes posibilidades literarias o filosóficas (posibilidades en el fondo irreales, que sólo tienen su existencia en el campo personal, la vanidad se aburre por inoperancia en mi vida); aparto, pues, ideas con muchas hipotéticas y fascinantes proyecciones, necesitadas de un ulterior desarrollo que no tendrán jamás, viéndome, por tanto abocado a luchar con el ingente trabajo que supone elaborar algo que quede estructurado o desestructurado o deconstruido y que nace  a raíz generalmente de una efímera estupidez. Aunque, por exponerlo con un ejemplo, en la noche de ayer se me hubiera ocurrido una original y deslumbrante analogía entre los sonetos impares de Shakespeare y el paradigma ecuacional de Rümboldt, motivo intelectual más que suficiente para el desarrollo de una profunda recensión o un análisis pormenorizado, esto no ocurre porque lo que nace en mi mente en el momento de la acción corporal de ponerme a escribir es otra cosa, por exponerlo con un ejemplo, podría ser la cuestión del número de legañas que acumulan los numerosísimos ojos del gigante Argos Panoptes cuando amanece allá, en el monte Olimpo. Pensamientos sólidos y de sólida importancia suceden muy de tarde en tarde (o nunca) y pensamientos de sólida estupidez nos vienen al magín a cada instante. Estadísticamente, por tanto, este blog desarrolla estupideces en su casi totalidad, y es así que su misma esencia es la que conforma la definición de FUMPAMNUSSES!, palabro que ya de por sí es una estupidez automática, pero de una belleza pétrea y seductora, al menos para la sensibilidad de su autor. 
          Es de conformidad, pues, que este proyecto lo conforma un lienzo en puridad de un solo color interno: el amarillo profundo de la estupidez (la estupidez siempre es amarilla, como verdinosa es la animadversión que sentimos hacia los levantinos, no me pregunten el porqué). Pero en este gran lienzo amarillo pueden permanecer, entre las compactas pinceladas y bruscas empastaciones, delgadísimos resquicios apenas visibles, por los que puede fluir (esto existe sólo como posibilidad) una fuga, una ventana abierta ideal para que una idea feliz escape en el momento óptimo. Sería la conjunción astral que permitiría que Shakespeare y Rümboldt se hermanaran y surgieran en el momento en que tomo la pluma o me dispongo a quebrantar mis falanges sobre el teclado. Desconozco si en alguna de las anteriores 408 entradas de este blog ha ocurrido este hecho en alguna ocasión; lo dudo mucho, pero su simple posibilidad le da carta de naturaleza al improbable suceso. Cosas así ocurren.
          Informo de otra traba, que a veces me lleva a una desesperación pequeña, pero desesperación al fin y al cabo, y es que a veces la idea que surge, y que es la que constituirá la base del posterior escrito, es o puede ser tan rematadamente absurda, tan soez o tan cruel, que sería rechazada de manera taxativa por cualquier persona decente y normal. Pero es otro de los principios el imponerme no rechazar nunca la noción primigenia, por lo que debo responsabilizarme y arrostrar las consecuencias inherentes a mi acto creativo. Así que debo rechazar el rechazo. Imaginen, con otro ejemplo, lo que digo: imaginen que la primera idea que se me pasa por la mente es la palabra o el concepto o la imagen "prepucio". Cualquiera la rechazaría, sería comprensible por el poco juego semántico, semiótico o metafísico de la palabra, pero yo no, yo no puedo, yo lo enfrento como un reto (obligado, pero reto al fin) y marcho animoso en pro de un cuento, una historia, un retruécano o un poema en loor del prepucio y sus vicisitudes y circunstancias vitales.
          Comprendo que este acto de contrición inversa, esta confesión impenitente, este contar las pequeñas voluntades que sustenta mi edificio bloguero llega tarde, debería haber sido expuesto en el primer momento, pero no ha sido así, como sí ha sido así que mi vida se vaya apagando entre sinsabores acumulados, que mis noches se agrieten con los zarpazos metálicos del miedo, que mis ansias de devorarme a dentelladas no culminen su festín, que mi innecesario orgullo entorpezca mi camino uno y otro día, que la inutilidad de mi jornada inerte decore los minutos que van latiendo en el reloj de mi secreto.
         De todas formas, os aclaro, lectores inexistentes, que Teresiña, mi castora de compañía, acude presta cuando la llamo; que el tarro de curry apareció, por fin, bajo el castoreño del padre de Teresiña, y que el inspector Treviño exporta castores, castoreños y tarros de curry desde tiempos anteriores al nacimiento del Apóstata Julián, para ganarse unos eurillos, que incrementen un poquito la mierda de sueldo que le dan en la Comandancia.

6.8.17

408. Obra social


          La vida de Celeste Sukura, mujer con doble nacionalidad, anglo-china, fue corta: murió en 1971 a los diecinueve años. La mató con una biela oxidada una compañera de instituto, de nombre Katiana Trulop, joven germano-soviética de veinte años. El motivo, si es que hay motivo alguno para matar a alguien de semejante manera, fue el siguiente: Katiana poseía un doblón de oro de la época de Carlos V y era fea como un demonio marino; Celeste no tenía doblones y era bella como un nenúfar iluminado por el arco iris de Venus. El joven ingeniero Morton Ben-Ajeb, a la sazón joven otomano de padre irlandés, entablo relaciones con la fea del doblón en primera instancia durante una cacería de renos en Laponia del Norte. Katiana, de por sí mujer fogosa y pronta a liberar su ropa interior de turgencias innecesarias, demostró al joven otomano los manejos de la carne que la carencia de belleza puede incrementar hasta límites extáticos. Habilidades insospechadas en damisela tan niña hicieron al ingeniero dudar de hasta los más básicos conceptos en cuanto a la elasticidad, resistencia, solidez y estructura de materiales. Prácticamente se hacía chicle en la cama de Katiana, y Katiana lo mascaba y hacía globitos con el joven ingeniero hasta la consunción de la noche y hasta la consunción física del mismísimo ingeniero.

Celeste, no obstante,
tocaba la vihuela antigua
y bebía
tisanas de malvasía
todos los días
que podía,
y reía
con su primito Matías
cuando éste
la acompaña
soplando la chirimía,
salmodiosas melodías,
que Celeste recordaba
de cuando era una cría
allá en la hermosa alquería
que pertenecía
a su tía
la Marquesa de Mencía,
aquella dama sin tacha
que cuando a Madrid
acudía,
se montaba en un tranvía
que la dejaba en su casa
muy cerca de la Gran Vía.
Pues bien,
cuando Morton se cansó
de las tantas contorsiones
y tuvo que someterse
a varias dolorosas curas
de bubas y purgaciones,
concedió el hombre en pensar
que tal vez la medio rusa
con sus constantes pasiones
le podría conducir
a un mundo de perdiciones,
de miserias y de ruina,
de infernales abyecciones,
poniendo en peligró en fin
su vida, carrera y
sus merecidos dones.
Y así, Morton
sale huyendo
despavorido
a lomos de su caballo
al que a efectos de la rima
le puso el nombre de "Rayo",
dado su ímpetu y bravura,
y así dio a parar en tierras
cercanas a la llanura
donde Celeste moraba
en torre de piedra dura
del castillo de su papa,
el gran chino Jianzí,
de la familia Sakura.
Cuando llegó el caballero
a tan egregio palacio,
Celeste quedo prendada
y Morton se quedó lacio
al ver la tanta belleza
que adornaba el cenotafio
desde el que Celeste posa
sus hermosos pies "descalcios".
Bueno, para ir abreviando:
Morton hace que Celeste
vaya a la vihuela dando
y hacia el carajo mandando,
que es instrumento aburrido,
y mejor cante fandangos,
que es un cante de la tierra
en la que el joven
quiere fundar
una dinastía nueva,
si Señor, sí, Señoría,
en tierras de Andalucía,
lejos de la medio rusa
que tanta penuria negra
a su recuerdo traía.
Pero la joven Celeste
terminar bachillerato
tenía como objetivo
y entregar su celibato
después
al ingeniero irlandés,
y no una, dos ni tres,
las veces que necesario fuese,
las que hubiere menester,
si hubieran de ser cien,
pues cien.
Así que se despidió del chino
y de Morton Ben-Ajeb
y marchó pal instituto
donde la espera Katiana
con la biela camuflada
en el centro de su busto,
y nada más vislumbrarla,
desembusta la herramienta,
y de bielazo certero
da con Celeste en el suelo
y la deja ensangrentada,
lista, muerta,
pero bien enamorada.
No le sentó nada bien
a la hija de la estepa
que Morton se le escapara,
que con Celeste se fuera,
que a Celeste enamorara,
que la dejara en su casa
y con las bragas tiradas
en el hogar chimenero.
De venganza se llenó
la del doblón, y mató
a la docta en la vihuela.
El padre chino lloró,
el ingeniero sucumbe
y hasta la biela oxidada
de sangre mancha su herrumbre.


26.7.17

407. Mi vida sin patatas


          Hay un muerto que me mira desde el espejo del baño al que asomo mi rostro, muerto de sueño, al llegar la amanecida. Me mantengo insomne, aunque el sueño me enloquece. Es entonces que me levanto y contemplo al muerto del espejo del baño. No necesito asustarme porque el muerto sé qué soy yo. Su figura macilenta y moderadamente repulsiva no me enternece, pero tampoco me deja indiferente, se diría que me conmueve como lo haría un payaso algo enfermo y de otro tiempo. Vacío la vejiga, me echo agua en la cara, me afeito y doblego los cuatro pelos que me quedan en mi cráneo un poco deforme. El muerto rejuvenece algo y cobra un momentáneo reflejo en las pupilas midriáticas de pez o de lince disecado. No lo he dicho, pero es domingo, siempre es domingo para los muertos. El café que me preparo sabe a café quemado, mi mujer alguna vez me recordaba que no sabía hacer café. Luego vino el silencio entre los dos y después ella se fue o me fui yo, que más da. Camino entonces por esta ciudad diabólica de calor absurdo, llena de gente incómoda y rasposa. Deambulando por sus calles sucias y ruidosas los pensamientos me fluyen como emanados de una ciénaga infectada. (El último pensamiento limpio no recuerdo con exactitud cuándo lo tuve, quizás nuca lo haya tenido). Retiro la mirada con prontitud de las lunas de los escaparates, porque me da miedo ver al muerto que llevo (o que soy) y que sólo permito que aparezca una vez al día, por la mañana, en el espejo del baño. Aunque los muertos en vida no dan tanto miedo como supone la gente, si acaso provocan cierta conmiseración o incluso pueden denotar ciertas cualidades de invisibilidad. Nadie me mira al pasar, nadie respeta la dirección de mi marcha ni mi espacio mínimo de maniobra corporal, tengo que ir sorteando personas y bicicletas, buscando siempre las avenidas y calles más solitarias. A menudo la sed me agota, pero entrar en locales públicos en los que debo entablar una somera conversación, me aturde y me anula. A veces me cruzo con otros muertos, o supongo que lo son, no puedo estar del todo seguro, pero, eso sí lo sé con seguridad, no tengo la necesidad de contacto o de hermanamiento con ninguno de ellos, los muertos en vida no podemos ni queremos agruparnos, no tendríamos nada que contarnos, los muertos en vida no tenemos experiencias, no tenemos historia ni sentimientos, ni afectos, sólo tenemos vacíos, ausencias y olvido, nada concreto y de valor para compartir, tampoco tenemos negruras de alma ni catástrofes morales, sólo somos practicantes de un sufrimiento puro, telúrico, constante y posiblemente eterno, pues cuando la muerte verdadera certifique la verdad del tránsito, el sufrimiento, ciertamente perdurará, no hay razón para pensar que finalice o que mute por una felicidad que no tendría la más mínima razón de ser. Los muertos en vida, es justo reconocerlo, poseemos una visión de la vida y de la muerte más profunda y penetrante que los demás. Imaginamos ciertas fantasías que si fueran expresadas con las palabras correctas (conocemos esas palabras) incendiarían el mundo, pero nos abstenemos con prudencia de llevar a cabo tales prácticas y mejor hacemos sublimándolas en actividades creadas ex profeso para ello, básicamente constituidas por cualquiera de aquellas ocupaciones que conduzcan al ámbito del arte. Es por esto que hay tanto artista muerto en vida, son todos aquéllos para los que el arte simboliza y representa el sufrimiento de la vida y de la muerte. No existe el artista feliz, el arte no está ahí para expresar sino el lado oscuro de la vida y de la infra-vida. Los artistas conocen ambos lados del espejo y expresan lo mejor que pueden, con toda la pasión que pueden, la verdad de los dos ámbitos. La verdad desnuda, unilateral, sin contrapartida, no sería posible ni conveniente por lo dicho anteriormente, por ello el artista se acoge a sagrado para expresar el misterio, es decir, se acoge a la metáfora, único principio y fin de nuestra incierta existencia. 
          Llego a casa cansado y sediento. El agua caliente de la ducha empaña el espejo del baño, sólo veo el contorno húmedo y difuminado del muerto (se parece/me parezco a un retrato de Bacon). Sigue siendo domingo. Una cucaracha patas arriba me espera en el pasillo, quizás sea el Sr. Samsa, si así fuera hablaría con él. De todos modos acerco una silla baja al asqueroso insecto y le hablo de temas generales y poco importantes, eso sí, con cierta circunspección y manteniendo una educada distancia. No rehuye la comunicación y sorprendentemente, aunque no tanto, me solicita con notable angustia que le coloque en disposición de poder caminar. Así lo hago y él me agradece el gesto y se presenta. En efecto su nombre es G. Samsa y nos reconocemos como muertos en vida. Quedamos para otro día en el que podríamos continuar nuestra charla, aunque ambos dudamos que tal cosa suceda, ya que, como quedó dicho, somo seres muy poco sociables. 
          Añorando en mi sillón paraísos insulares, bebo despacio un whisky tras otro, hasta que del baño surge una voz que me llama suplicante y atroz. Con el vello erizado de pies a cabeza el vaso resbala de mi mano quebrándose en mil fragmentos.

25.7.17

406. El Odradek


          Persigo mi sombra enaltecido por esta noche de luna plena, leve el camino y leve los pasos que me guían a no sé dónde y a no sé cuándo. Camino la distancia midiendo los hitos temporales de recuerdos que jalonan la vereda, como la jalonan los uniformes castaños que me rinden armas con sus ramas rumorosas a mi paso tenue. La soledad sin viento, doble soledad, inflama el sosiego del bosque cercano y el silencio del viento, doble silencio, crea nostalgias de trinos antiguos y aullidos lejanos.
          Cuando topo con el Odradek, al que confundo al principio con una pieza de reloj de campanario, sospecho que el rayo de luna que lo ha hecho visible, ese dardo luminiscente que ha atravesado el entramado de ramas de castaño, no ha sido dirigido de manera casual. La luna quería iluminar el Odradek y el Odradek quería que la luna lo iluminase. La escena está aquietada. La escena es inquietante. Observo la línea blanca que va desde la luna al Odradek desde una distancia posible. La luna y el Odradek no sabrán de mi presencia (¿o sí?). ¿Soy testigo evidenciado? ¿Soy testigo ajeno? ¿Existo para la luna? ¿Existo para el Odradek? Creo percibir que el Odradek gira varios grados a la derecha una de sus dos circunferencias estrelladas, emite a la vez un sonido oxidado e hiriente, el rayo de luna se desplaza también. Mis pupilas se contraen ligeramente (no sé por qué) y unas enormes e incontenibles ganas de reír suben desde mi vientre a la garganta. El Odradek parece cambiar de nuevo su posición de forma casi inaparente y deja uno de sus hilos adheridos a la tierra como filiforme baba de caracol. No puedo resistir más, río hasta la contorsión, río hasta las lágrimas, rompo con mi risa el esqueleto del silencio nocturno del bosque. Poco a poco me sereno, pero tardo en recomponer la figura, tardo una eternidad en recuperar el sosiego. La escena, no obstante, no ha cambiado. Sé que debo seguir mi camino, seguir avanzando, pero el sendero pierde el rumbo y la meta; en un piélago de abstracciones se sume este tiempo nocturno que de manera arbitraria me dirige quizás hacia la muerte de la vida o hacia la muerte de esta otra muerte que llamamos vida. Cada día más, sospecho que la vida realmente no es, que lo que realmente es, es la muerte, esto que sobrellevamos histriónicamente con la nariz del alma tapada para no oler la cadaverina que nos rodea. Pero el camino me entretiene y le quita algo de presión al dogal que me lacera el cuello. Hoy está siendo el Odradek quien me evade de la nada para consentirme otra nada enfundada en juego, un asalto en el camino que nivela con su inconsecuencia la inconsecuencia misma de este camino, tan extraño, que me ha llevado esta noche a encontrarme con él, con el Odradek y con la luna luminosa. Ahora son más hilos los que el Odradek ha segregado del carrete que forman sus dos circunferencias estrellada unidas en su centro por un eje cilíndrico, que sirve además para que se enrollen los diversos hilos que el Odradek recolecta o produce. Una pieza alargada acabada en ángulo recto en otra pieza de la mitad de la longitud de la primera se halla adosada a la cara externa de una de las dos placas redondas y estrelladas, lo que otorga cierta estabilidad al conjunto de las piezas ensambladas (véase la figura arriba). El objeto (el Odradek en sí mismo) mide aproximadamente 70 cm de largo, 16 cm de alto y 12 cm de ancho. El rayo de luna mide un segundo/luz también aproximadamente, y yo mido 1,77 metros (esta vez, con exactitud). Llevo toda la noche detenido en el camino observando la escena. Apenas nada se ha movido (tan solo el desplazamiento a la derecha algunos grados del Odradek y el rayo de luna, pero de eso hace ya muchas horas). El tiempo se ha detenido, lo que explica la quietud de la luna y de sus cuantos de luz. Sí ha aumentado el número de hilos segregados por el Odradek, y ya no tengo ganas de reír, sólo siento una nostalgia vaga, cierta melancolía de metales herrumbrosos, siento la pena fabril de los desmantelamientos siderúrgicos, sí, me invade la enorme tristeza telúrica que nace del magma primigenio del centro de la Madre Tierra.
          Caminaré de nuevo, dejaré detrás al Odradek, me llevaré conmigo el rayo de luna o su recuerdo, me llevaré el olvido de la risa y el melancólico vacío que dejan todos los metales. Caminaré por el valle de la muerte con movimientos mínimos como aquéllos que ejecutaba el Odradek, aquél que encontré una vez una noche en un camino de castaños infinitos.

9.7.17

405. Romance de bastardía


          La firma del convenio se realizó en la isla de Toroa, al norte de Samoa, en casa del vicecónsul, sobre una mesa de jaspe de gusto dudoso, en una sala de cortinones ocres, arañas de apócrifo murano y bibelots múltiples y multiformes dispuestos sobre anaqueles de metacrilato cubiertos de polvo acumulado de varias Semanas Santas. Pero al fin el convenio se firmó, que era lo que realmente importaba. Los bantúes estaban representados por su ministro de Asuntos y los de Alicante por su concejal de Fiestas Mayores. Actuó como observador el sumiller del Celler de Can Roca y de notario un notario de la Curia. Los intérpretes eran dos pájaros de cuidado, falaces y trápalas, pero muy buenos en lo suyo. En esta isla de la Polinesia (?) hay fantasmas muy extraños y muy crueles e insectos de una voracidad fantasmagórica, que acaban principalmente con la amabilidad de las personas, de tal manera que a quien pican se convierte en persona desabrida, impertinente, de modos abruptos y secos con sus congéneres. Sor Narcisa de la Luz, misionera de la Sancta Crux, tras sufrir en el colodrillo la picadura de un tábano aborigen devino en monja desabrida, impertinente, abrupta y seca; dejó de ser bienvenida y agasajada en los poblados limítrofes de la misión; dejó de ser invitada a los sacrificios rituales  del Concejo y al baile votivo de las vírgenes nerviosas. Un día apareció empalada en la Playa de las Empaladas, al norte de la isla. Gracias a Dios el día de la firma del convenio nadie sufrió picadura alguna. Los servicios de fumigación de Toroa (SFT) actuaron con eficacia plena, aunque los productos utilizados al efecto, hay que reconocerlo, provocaron que se produjera en ciertos sectores de la población isleña algunos síntomas similares a los observados en las víctimas generadas por el gas sarín y el gas mostaza. Pero es que la preservación de la amabilidad de las personas requiere en ocasiones ciertos sacrificios.
          Me acaba de picar un mosquito. ¡Váyanse todos ustedes al carajo!

15.6.17

404. Virulencias


          El uruguayo Sandino me indica en uno de sus ensayos lo insustancial de la actividad mediática de las redes sociales en general. Comprendo y entiendo lo que me dice, pero ya es muy tarde para mí. En este post, que no ha leído nadie y nadie leerá, he puesto tanto de mí en espera de una epifanía que nunca llega (ni llegará), que me resulta imposible ya quebrar los canales creados entre mi cerebro y el éter este del espacio virtual cibernético.
          El uruguayo Sandino sabe muchas cosas y las expresa muy bien. Es filósofo muy moderno, pero con los dejes protocolarios y acomplejados y marisabidillos del presunto europeo de nacimiento equivocado (lo siento, Sandino). ¿No existe un espacio cultural en el que se sienta a gusto un intelectual panameño, ecuatoriano, hondureño o (no digamos) argentino?
          El uruguayo Sandino trueca lo pedante por lo abstruso para crecer más en su prosapia de cono sur invertido. Yo también, pero no lo vendo (qué más quisiera). 
          Conozcan ustedes a Sandino, él se deja. Está en ciertas librerías y firma libros propios (y ajenos) con soltura. Y no tiene aspecto de manflorita cubano, como sí lo tienen los filósofos de Miami o los antropólogos de Belice. En fin, yo no vivo del insulto, aunque me gusta mucho calificar con improperios multiformes a todo aquel que lo merece, pero jamás insulto directamente, tampoco indirectamente, lo hago por lo bajini. Yo odio mal y amo peor. Ambas actividades las consideramos naturales, que ambas surgen así como así, y no es verdad, quia. A amar hay que aprender y a odiar, también. Yo amo y odio mal porque nadie me enseñó. Esto que estoy escribiendo (esto que digo) parece una majadería (y en verdad lo es), pero si se analiza detenidamente, lo sigue siendo. Sólo cuando se analiza de manera distraída, tangencial, es cuando deja de serlo, pero produce mucha pereza exponer las consecuencias de un análisis tangencial. Eso se lo dejamos a Sandino, ¿verdad?, que para eso se dedica a ello, y le pagan además, poco, pero él no necesita mucho, vive solo con su guacamaya y con la suegra de un sobrino a la que no soportaban en casa porque se pasaba el día teorizando sobre los postulados de McLuhan y sus errores de bulto en cuanto a la semiótica guaraní (ella es del norte del Paraguay). 
          Así que ya no tengo hoy más que decir. Sigo con mis dudas y comiéndome las cinco nueces diarias con mi señora. ¿Nunca les he hablado de mi señora? Prometo hacerlo pronto, aunque le joda mucho a Sandino (nunca he sabido por qué).
         

7.6.17

403. ¿Andestaranmisbombachos?


          Y el simulacro del alacrán, su cortejo de muerte, se desplegaba sutil alrededor de la mariposa moribunda. Desde mi pequeña atalaya lo observaba todo con detenimiento atónito e infantil. Me gustaba de niño analizar estos procesos en los que la lucha por la vida se desarrollaba ante mis ojos de manera tan dramática. Introducía en frascos de cristal lagartos y ratones, ciempiés con cientos de hormigas, hámsteres y arañas juntas, y anotaba los resultados en cuadernos de campo muy ordenados y con dibujos ciertamente bien ejecutados, dispuestos y coloreados. Ser hijo único me predispuso a observar una conducta intachable en casa. Mis padres eran buenas personas y consentían, benevolentes, mis experimentos, y respetaban todos mis cachivaches de laboratorio que conseguía recorriendo mercadillos y tienduchas de quincalla. A los quince años era experto en muchas cosas, de manera autodidacta me convertí en un diletante químico y biólogo con prolijas experiencias en muchos campos, experiencias muy superiores en todo caso, no sólo a la que podrían haber verificado los estudiantes de ambas disciplinas, sino incluso a las de sus profesores en las aulas universitarias correspondientes. Llegué a alcanzar algunas cotas experimentales que hubieran impresionado al mundillo científico, pero nada comparable a lo que ocurrió una noche de agosto en mi taller-laboratorio entre las cinco y las seis de la madrugada. Tenía diecisiete años recién cumplidos. Un fulgor de inminencia nacía de mi interior preconizando un acontecimiento inmediato de importancia radical. Y así sucedió. De la arquimasa del brodelio principal, sin acuciar los frésoles ni alcaparar el hirapo (ni su fleje), amoreció de improviso un tenue lisón de frusa leve, casi etérea. Yo, en este momento, no podía colegir y mucho menos refutar la experiencia primigenia que nacía ante mis asombrados ojos. Todas las células de mi cuerpo imantadas en un tropismo feroz sólo recibían la presencia extraordinaria del hecho milagroso que mi ingenio había primero vislumbrado y luego pergeñado en un acto único de pericia científica casi inhumana. Lo etéreo de la frusa, de tenue lisón, se convertía a ojos vista en pétreo dístopo de volaces incandescencias. Los viroles se diseminaban como mambas azules, los girales del portén comenzaron a bullir como sumideros de nafta y la perlotada general devenía en un único gurión de peso cada vez más somero y ánsito. A punto de desmoronarme en un vahído de dicha sin fin, acerté a apoyar mis manos en el retén del trípode y pude contemplar extasiado cómo de la cavidad última del saltín emanaba una cándida harmoría rosa como la rosa y bella como la aurora rosicler de los días dublineses. 
          La sorpresa del mundo científico, los premios internacionales, la fama, el dinero, el sexo gratuito y gratis vinieron después. Me siento, a mis sesenta años recién cumplidos, muy contento.

26.4.17

402. Determinator


          Las estrellas y los envases amarillos de lejía se mezclan en mis sueños. De la misma manera se unen los antiguos grifos de cobre donde calmábamos la sed espantosa de los recreos escolares con la falda de vuelo azul de mi tercera mujer; el olor de la peluquería a la que iba mi madre con el almíbar de latas de frutas imposibles; rostros de goma oscura con sonetos grabados en piedra caliza; pájaros de caramelo con alfanjes oxidados y ensangrentados; habitaciones sin puertas ni ventanas con situaciones dolorosas en una mesa quirúrgica. Estos ensamblajes oníricos sobrevuelan las noches de todos, nos conmueven, nos asustan, nos sorprenden y nos movilizan en busca del origen de su nacimiento, tarea ésta, esencialmente imposible, porque el origen de los sueños, su naturaleza es el anverso del mundo positivo y consecutivo en el que nos desenvolvemos: no hay sueños consecuentes.

          Os relato mi último sueño: Siento enormes deseos de pagar la cuenta en un bar donde se encuentran casi todos los miembros de mi familia, pero advierto con gran nerviosismo y consternación que no llevo encima nada de dinero. Por tanto, salgo raudo en busca de dinero, atravesando calles y más calles de una ciudad que reconozco como mi ciudad, pero aquélla que conocí siendo niño, no la actual. Por fin encuentro a un amigo de toda la vida que, antes de poder pedirle prestado algo de dinero, me propone trabajar en su nueva obra teatral, una obra de un grupo de aficionados de la que se siente muy orgulloso, de hecho me enseña el cartel de la obra que lleva bajo el brazo. Al cabo de un rato consigo sacarle un billete y salgo corriendo en dirección al bar para pagar la cuenta. Consigo, al fin, abonar la totalidad de la consumición, pero me desconcierta no ver a nadie de mi familia, se han ido todos y me duele enormemente que nadie haya observado ni valorado mi gesto altruista al pagar la cuenta. Vuelvo a las calles para buscar al grupo familiar y acabo en la comisaría para recabar información de su paradero. Allí hay varias mesas atestadas de legajos y bandejas de dulces; el local es muy pequeño y hay muchas personas esperando, todas sentadas y calladas. También hay muchos gatos; uno de ellos se me sube trepando con sus pequeñas garras y me lastima las piernas, aunque ésa no sería su intención. Una actriz de cine española de los años sesenta (en concreto, Gracita Morales) me informa de la situación de mi familia, me tranquiliza diciéndome que no debo preocuparme, que todas esas personas sentadas están en la misma situación que yo. El gato me sigue arañando.

          Interpretar los sueños, actividad inherente al desarrollo intelectual del ser humano, no creo que haya aportado ningún beneficio a nadie nunca, a no ser como juego erudito para la plasmación de teorías psicologistas que olían a rancias prácticamente ya desde su aparición. Si tuviera que interpretar mi sueño, probablemente quedaría sublimado en un relato parecido a éste:

          Un gato gris y añoso ronronea en el regazo de Gracita Morales. A través de unos cristales sucios, verdosos se aprecia una calle empedrada, gris. En casa no hay nadie, todos han salido para celebrar cualquier efemérides aburrida y absurda. Apago el televisor. Gracita Morales se convierte en un punto catódico en el centro de la pantalla. A través de la ventana la calle está húmeda, siempre está húmeda. Solo, sin dinero, angustiado por dolores imprecisos y por un hambre voraz, salgo con el fin también impreciso y voraz de combatir la soledad. Cerca de la comisaría que da al lateral de la Plaza, en el escaparate de la confitería La Gloria encuentro a Rafi absorto, mirando con deleite de diabético y codicia de joven mórbido las bandejas de piononos del escaparate. Hablamos de conocidos, de enfermedades y de teatro. Me da dos entradas para su última producción y le pido cincuenta euros prestados. Entro después de despedirme de Rafi en la confitería y allí encuentro a todos y cada uno de los miembros de mi familia más allegada. En un acto de caballerosa estupidez y de absoluta irreflexión se me van los cincuenta euros al pagar la cuenta de todos. Ninguno, como es de esperar, agradece mi generoso dispendio, y vuelvo a estar solo en esta ciudad húmeda y gris, humedad y grisura que permanecen aún en plena canícula y en períodos de sequía.

          No estoy bien.

          Comienzo a tener ensoñaciones lascivas con Gracita Morales.

       

16.4.17

401. La tundra y la taiga


          ¿Que te vas a comer otra torrija? ¿Pero tú sabes, Niño Manué, lo que estás diciendo? Quetás comío ya once torrijas en lo que va de tarde. Tú estás loco dertó. Yo no veo mal que te comas dos o tres torrijas un día, pero es que llevas once, Niño Manué, once en una tarde. En la batea hay —o había— dos docenas de torrijas y yatascomío once. Es que da hasta asco verte lo gordísimo questás. Tú debes comprender que haces cosas que no son normales. Tienes que poner pies en pared. La vida es otra cosa distinta de lo que tú piensas. La vida no es una torrija, a veces es un pestiño y la mayoría de las veces es una putamierda. ¡Límpiate!, asqueroso, que se te cae el caldillo por las comisuras y me empercochas de miel la blusa blanca que te compré pal domingoderramos. ¡Qué asco! Ya me lo decía tu padre quengloriesté, que de ti no íbamos a sacar partido. Tus hermanos, aunque ahora estén todos en presidio, son hombre, como los hombres deben ser, pero tú, tú sólo sabes tocarte todo el día la pirindola y comer torrijas como un poseso. No me mires así, con esos ojos de proboscidio nictálope, que masustas, y deja de hacer esos visos de loco, y lávate esas manos, sopuerco. Mañana hablaré con la asistenta social paque empiece el papeleo pa ingresarte. Porque esque yoya no puedomás, asinés. Yo es que como te vea comiéndote una torrija más te voy a meté semejante ostia que ya no vas a tené más ganas de torrija en tu puta vida. Que estoy ya del Niño Manué hastalcoño. ¡Sácate la mano del bolsillo y erdeo de la nariz! Y el médico dice que el niño notienená, que ni es tonto, ni autista, ni pollas, que el niño es que es mu tímido y que, aunque le sobran unos kilitos, está sanito y que ya irá madurando. Unos kilitos, dice. El niño es una lorza planetaria a punto de un big bang de manteca colorá. Necesito unas vacaciones y alejarme del Niño Manué, depositar mi todavía voluptuoso cuerpo sobre una tumbona en Matalascañas, enfundada en el pareo malva que mangué en el Factory del aeropuerto y disponerme a terminar la biografía de Kafka que tengo entremanos. Pero eso no será posible, ya está el cabrón de niño mirando con lascivia la batea de torrijas. Pero no, esosiquenó. Como acerque la mano al borde de la fuente se la corto de un tajo. Las había hecho por si venían las primas del pueblo a ver la Semanasanta, anoche las hice, antes de acostarme. La verdad es que a mí las torrijas me salen de putamadre. Pero cuando he llegao del Ministerio, el hijoputa del Niño Manué ya se había abrochao diez torrijas. Esto es pacagarse. En fin, mi vida es asín y asín va a seguir siendo, muy difícil será que cambie. De cualquier forma estoy mucho mejón desde que escribo el diario. La psicóloga Marisa me ha ayudado mucho y el párroco José, también, y mi vecina Patrocinio. El viernes le haré una fuentesita de torrijas a cada uno, pero que no las vea el Niño Manué, que el mamonaso es capaz de acabar con toas.

10.4.17

400. Propiedades sorprendentes de ciertos pesticidas


          Suena una música de wéstern proveniente de un teléfono móvil. Quizás no sea de wéstern, pero lo parece. Los sonidos que me llegan proceden de personas que no veo desde mi situación en este despacho funcional de colores poco naturales de tan tenues. Tintes claros de objetos a mi alrededor. Me solivianta la claridad y ese esplendor artificial que quiere ennoblecer con su asepsia la negra tela que acoge mi corazón de pez. Esta instancia, esta sustancia, esta estancia, esta inmanencia que encamina hacia una blancura sin mácula de vida, aparte de falsa, es abrumadoramente aburrida. Estos colores se me escapan entre los dedos en el ámbito aséptico de esta oficina de siniestra blancura. La mesa en que apoyo mi brazo escupe todas las longitudes de onda y establece una muda beligerancia con los haces catódicos de los puntos de luz del techo. No sé lo que hago aquí, e ignoro si tengo alguna función determinada, no puedo saberlo, porque no me sé en ningún sitio. Me hallo, pero no me encuentro; me busco, pero no me hallo.  Tan solitario estoy que me siento pleno y alejado de este mundo nevado, tan lejano que siento la música polvorienta, la música de desierto, sones de cincel y cantera, una música como de western, aunque no lo sea. Me retiro, pues —huyo—, me acojo a lo oscuro como ladrón a sagrado. Mi confort se abastece con y en lugares reducidos, de un acogimiento de terciopelo antiguo, de alfombras consagradas a un tiempo remoto, de cortinajes de plúmbeo acanalado, de libros constantes y música solitaria. Sol rojo de crepúsculo, luna velada de nubes, sempiterna lluvia, vapores de bruma móvil.

          Ya todo me parece bien en esta tarde de amor inverso en la que las nubes se absorben a sí mismas, hacia su interior, en la que la lluvia se une en gota única para caer en bloque sobre el césped de esta casa que desconoce mis cimientos como yo ignoro sus pilares. Aquí nací—me dicen las lombrices que jamás capturé para la carnada de Tío Marcelo—y aquí moriré les digo a ellas, aunque es algo superfluo, porque las lombrices lo saben todo, al menos lo más importante e imperecedero. Al jardín le falta un exceso de sentimiento en los setos, un denuedo de pasión en sus matas de jacinto, una lascivia más sutil en el borboteo de la gardenia. Conozco sus vericuetos, pero me pierdo entre rosales imaginarios de una infancia que coloreo y ensamblo como en un puzle atónito y nostálgico. Entre un albo pasado y un presente colorido de caleidoscopio, intuyo un negro futuro tintado de un nutrido grupo de volubles fantasmas, ni ominosos ni fraternos, sólo ofreciendo consistencia de veladura al insondable runrún de la nada. 

           

         

20.3.17

399. Judíos

  

          A Franz Kafka, bueno, a él no, a uno de sus personajes (o sea, a Franz Kafka) le sucedió algo extraño al entrar en su apartamento: dos pelotas de pimpón saltaban juguetonas en mitad de la alfombra del salón. Al dirigirse a su dormitorio para colgar en el perchero la bufanda y el sombrero, las pelotitas le siguieron; al ir a la cocina para hervir las espinacas, las pelotitas fueron tras él; al ir a pagar el alquiler a la patrona que vivía en el segundo, las pelotitas bajaron y subieron las escaleras sin dejar de acompañarlo; le siguieron a la oficina de patentes, le siguieron al Café Kramer, le siguieron a casa de Oskar Treckle, le siguieron a la estafeta de correos donde despachó una postal a Berlín para Alma Bauer y le siguieron de nuevo a casa. Obviamente sólo él las veía, nadie más. 

          El devenir del cuento no importa, en Kafka nunca importa el devenir, sólo importa la impronta que deja la realidad dura como el pedernal, que se deja entrever a través de esa otra realidad más tierna y maleable, que es la que nuestra unidimensionalidad nos permite percibir. Pero—no se engañen—ambas realidades son estrictamente verdaderas.

           Es por ello que frente a la imagen de la madre amamantando a su bebé en el banco del parque puede entreverse a un tallador de jaspe de Teherán que llora y es consolado por su hija asmática. Todo es cuestión de concentrarse un poco más, y quién sabe si detrás del tallador de jaspe no hay o habrá un atardecer en un cementerio de Sinaloa, y detrás del cementerio no percibiremos un crimen poco pasional, o incluso superfluo en un barrio de Múnich.

          Pero volviendo a las pelotitas de pimpón todo hace pensar que la escena alarmaría sobre manera a nuestro personaje. Pero no fue así. Las saltarinas esferas de celuloide le dejaban indiferente, se acostumbró a su presencia como el búho a la noche, y aunque no revelaré el desarrollo y desenlace del cuento, sí diré que esa presencia anómala de sucesos extraño a nuestro alrededor, aunque creamos que somos la única persona en percibirlos, no es así. Alguien habrá concentrado en cierto lugar, alguien habrá entreviendo a través de A lo que ocurre en B, o incluso en C. Subrayo tan solo, que somos entes translúcidos y que nuestra vida es como una gasa brumosa que difumina realidades escondidas, objetos, hechos y manifestaciones de la materia o el espíritu que surgen diáfanos a ciertas miradas, cuando el hombre deviene en poeta y la vida toma conciencia de lo que realmente es: una simple metáfora.

4.3.17

398. Ya no me acuerdo


          El hortelano Pick escribía versos que leía a la sepulturera Ulma. Esto, aun siendo falso, no es necesariamente cierto, pues su utilidad intrínseca no conduce en realidad a nada. Lo que sí es cierto es que llueve cerca del embarcadero. No todo. Es cierta la lluvia, no tanto el embarcadero. La verdad es lo contrario de lo que es probable que no lo sea —no con total seguridad—. Dicho esto dispongo mi mente para un cambio radical de sentido, entrando de lleno (o llenando desde dentro) en el detalle, aún sin desbridar, del tema que nos ocupa, a saber: las enaguas de Ulma (Ulma's petticoat) que, aunque parezca título de sainete costumbrista inglés, no lo es, lo parece, pero no lo es. Érase que Ulma sepultaba mucho y bien a los muertos del lugar, a veces no tan muertos, a veces un tanto alejados, no tan del lugar, pero así se ganaba el sustento y algún que otro lujo de boudoir. Su atuendo laboral no difería de su atuendo no-laboral: bragas de organdí, medias de muselina fina, combinación de lino, enaguas de algodón y sayón de estameña recogido a la cintura mediante brocado de terciopelo basto. Así sepultaba, así, así, mientras Pick esparcía semillas de pepino, tomate y nabo en el huerto allende la tapia de la necrópolis municipal. Todo esto, ya saben, aun siendo incierto, tiene visos de cierta certeza. Pick se sube al único árbol de su propiedad, un manzano mocho y quejumbroso, mira, observa, otea a Ulma, la huele incluso, saborea abriendo la boca el aire que viene en su dirección proveniente del lugar que ocupa Ulma en el espacio, en la esperanza inaudita, tremenda en su romanticismo, de que una brizna de su ser corporal penetre en el ser corporal propio. Ciertamente inaudito, sí, pero cierto. Así es Pick, labriego, tópicamente obtuso, tartamudo y desaseado en grado alarmante, pero con dotes y dosis líricas muy por encima de la media en el ámbito agropecuario. Excitado en la rama del manzano mocho, Pick semeja un ave de dos picos contrapuestos. El sol declinante de la tarde y el vientecillo otoñal dora el uno y airea el otro el borde bailarín y acompasado de la enagua de Ulma, que, dale que dale, enarena a paladas la cajita blanca de madera de un recién nacido muerto la madrugada pasada. Y es que no somos nada ni nadie, incluso no somos ni la nada de nadie, aunque esto no es una verdad plena, es solo una verdad de poca categoría, de baja laya. El fetichismo de Pick, eso es lo que ahora importa. Y la enagua de la enterradora. Dos conceptos que se complementan, y no sólo eso, se complementan mediante una especial y específica sinergia. Algo crece más de lo esperado, la suma del fetichismo píckico y la enagua úlmica dan como resultado inesperado un cálido y festivo acaloramiento que sobrevuela la tapia del cementerio, llegando incluso a hacer volver la cabeza a la tontolina de Ulma que ríe al ver a Pick en su equilibrio inestable y ríe aún más al ver desplomarse desde la rama al tonto hortelano que enrojece su faz de manera no voluntaria de dos formas diferentes: una por el rubor que le provoca la situación y otra por la contusión facial contra los caballones de nabos y su almocafre. Bueno, pues siendo toda esta historia un paradigma excelso de lo que constituye una mentira en estado puro, es la verdad también en su estricta esencia lo que dejan entrever ésta y todas las ficciones creadas por el hombre. No sé si me comprenden, bueno, sí lo sé: algunos me comprenden de verdad, a otros esta mentira les parece una verdad ínfima y baladí y algún lector se levantará la tapa de los sesos con el colt de papi tras una lectura más pormenorizada de este cuento moral. El final de la historia es tan inverosímil que parece una medio verdad disfrazada de mentira a medias. Ulma saltó la tapia, Pick volvió a la doble posición erecta, Ulma arrancóse el orillo de su enagua de algodón y vendó la brecha parietal derecha que Pick se hizo al golpearse en la caída con su almocafre, Ulma y Pick contrajeron matrimonio y sarna (por ese orden) y tuvieron no menos de once hijos, diez de los cuales son miembros de la Junta Directiva del Real Betis Balompié, y el otro, también, aunque parezca mentira, siendo verdad casi siempre.

25.2.17

397. Símbolos escatológicos (?)


          Desde la celda de una cárcel es muy fácil escribir cartas o memorándums dirigidos a conocidos o a instituciones diversas, pero desde un loft en la parte noble del East Village es ésta una actividad tan difícil como ineficaz e inaparente (esta palabra no consta en la última edición del diccionario de la R.A.E.). Todos los escritores de Nueva York (23.971 según el último censo de mayo de 2018) hemos pasado alguna temporada en prisión. Con DeLillo compartí celda once meses en la prisión de Attica. Durante aquellos días me pasaba las tardes escribiendo cartas a Suze Rotolo, que ya había sido despachada por Dylan en la acera del Gaslight Cafe. Mientras, Don pergeñaba profundos, airados e interminables memorándums, donde ponía en solfa la calidad del sistema estadounidense de justicia. El alcaide de la prisión, lector patológico, nos mimaba, dentro de sus posibilidades, ofreciéndonos algún habano y alguna que otra petaca de Jack Daniel's. Era nuestro más apreciado admirador. Su nombre era Edgar C. Buchanan (efectivamente, el sobrino del famoso economista de Tennessee) y fue en vida (también de muerto) uno de los mayores especialista norteamericanos en Kafka. Podía recitar de memoria La Condena y más de doscientas de las cartas que dirigió el praguense a Felice Bauer. La crueldad que destilaba el alcaide Buchanan sobre los demás reos se convertía en bondad exagerada con nosotros. Se apenaba solo de pensar en nuestra pronta salida del presidio. Insistía en que asesináramos a algún chicano o a un negro, él nos ayudaría con las pruebas y nos exculparían en parte, tan solo nos carían tres o cuatro años como mucho. Pudimos ir dándole largas a su plan y a los pocos meses estábamos DeLillo y yo tomándonos una cerveza en el Dewey's de la calle 69. 
          Nueva York es, como decía Duchamp, una obra maestra, quizás la obra artística más grande del hombre junto a Venecia. Opino lo mismo que el maestro francés, Nueva York es la ciudad de las ciudades, la capital del mundo, porque la ciudad en sí misma, como concepto, es el elemento definidor de la esencia humana, el límite del seminal y atávico gregarismo que en el hombre germinó hace millones de años. El afán de agruparnos generó un hecho creativo sin parangón, no sólo nos movió el deseo de protección colaborativa, una vez conseguida ésta, el hombre determinó en su conciencia colectiva dar sentido cualitativo a la larga noche de los tiempos con una voluntad creativa sin fin, no siempre encaminada a la caza, no siempre encaminada a la agricultura y a la domesticación de animales, no siempre encaminada a la guerra. La voluntad demiúrgica del ser humano siguió caminos abiertos e infinitos, que le condujo a todo aquello que lo diferenció, ya casi de manera ontológica, de los demás miembros de la Naturaleza. El lenguaje, la escritura, el comercio, el arte, la cultura en su máxima expresión. Y en la cima de la topografía conceptual de lo humano, se encuentra la Ciudad como expresión última del ecumenismo entre todas las excelencias que determinan lo mejor del espíritu humano. Todo lo expresado de manera tan farragosa en este segundo párrafo de mi escrito se resume en una frase magistral de mi amigo Joaquín Machuca, sabio oscuro, ya anciano y casi inservible, pero que aún genera algún atisbo de brillantez en sus cada vez más esporádicos aforismos: "Nueva York no es más que un recinto amurallado para que no entren las vacas".

5.2.17

396. A vueltas con Indívil y Mandonio


a) El berberecho es la entidad que inutiliza lo que de armónico tiene la existencia.

b) La cotufa no es palabra frecuente en las asambleas que la Judicatura organiza el día de su santo patrón, San Raimundo de Peñafort.

c) El verso libre lo creó Miguel Hernández al verse imposibilitado de hacer rimar "cebolla".

d) Es difícil no considerar idiotas a los chinos.

e) Los trabajos de Hércules o la cólera de Aquiles o el sin vivir de Sísifo o la impaciencia de las Hespérides, todo ello es algo que, siento decirlo, fundamentalmente y en la más absoluta puridad, me la sopla.

f) Es la ingesta masiva de mosto lo que me convierte en un mitómano mediterráneo.

g) Y la hepatitis de los girasoles y el eritema yodado del fresón de Huelva...

h) Por tus venas corren bólidos de canela hawaiana, pero es la seda oscura de tu frente lo que verdaderamente alarma.

i) Las campanas sin badajo de toda Croacia repicarán cuando estemos a punto de asesinar lo que se nos ponga por delante.

j) El chotis es palabra y baile, aunque su verdadera naturaleza es de pescado y especie de balandro. Ejemplo: "Tomaremos un chotis a la sal y después nos daremos un paseo en chotis por la bahía".

k) El trueque de la pasión por el doble de unidades de espíritu de conquista.

l) El ladrón de labio leporino y la carterista clorótica contrajeron matrimonio de manera solapada en los bajos del drugstore de la calle 34.

m) Mi madre es, de todas las mujeres, la que, más que ella, sería la que las demás quisieran ser otra, o así.

n) Vitruvio construye las arcadas del Coliseo Mileno desarrollando las ideas del Moro Tostao en cuanto a la distribución de perspectivas sin punto de fuga.

ñ) Punto, raya, raya, raya, punto. Sí, hombre, ¡y un carajo!

o) El problema judío es en esencia un problema algebraico. Álgebra es vocablo árabe que significa "más allá del desierto".

p) No necesito biografías para asegurar en profundidad mi gran parecido con Kafka, y más aún con Porrina de Badajoz.

q) Jamás en  mi familia tuvimos un acuario. Bernabé, el tío masón de mi padre, sí tuvo una pecera durante un corto período de tiempo, pero sin pez alguno en su interior.

r) La tramoya de la vida la forman la religión, la ciencia, la filosofía y la tauromaquia.

s) Es indudable que, a la larga, la resiliencia favorece la serendipia.

t) El arco iris es lo más cursi del Universo, sí, pero si viéramos los anillos de Saturno desde la menor de las lunas de Urano, nos entraría una dentera gorda.

u) Las gardenias, si son dos, huelen a gardenias, pero si son tres y sólo tres, y están pétalo con pétalo muy unidas las tres, entonces...

v) Mi novia tiene dos novios, de los que uno soy yo y el otro, no. Él, sin embargo, piensa que yo también tengo dos novias, de las que una no es ella.

w) Jamás he hablado de R. Musil porque si lo hiciera, no sería por otro motivo que el llenado de vanidades en el entremés de la obra que represento.

x) Tiemblo por dentro, pero mi voz poderosa no tiembla, ni mi mano duda ante la garganta de mi enemigo.

y) Cuando el pozo está seco (mi pozo) parecen más fértiles los huertos de mis vecinos. Este es aserto tan aburrido como veraz.

z) No hay modo (no existe) modo de hacer pis en el que no huya el poeta que llevo dentro.