Tengo un vecino que toca el bombo en la Joven Orquesta de Sevilla. Este vecino forma parte de una familia compuesta por seis hermanos, más los padres y un tío abuelo que vive con ellos. Sólo Tomasín, el del bombo, es el que aturde y atrona con su maza la débil elasticidad de mis membranas timpánicas, una tarde sí y otra también. He presentado de palabra mis quejas al padre y a la madre del chico, y por escrito al presidente de la comunidad y al administrador de la finca, pero Tomasín, ¡qué rico!, sigue con el pum pum vespertino. El 89% de la familia del niño no toca el bombo ni hace otro tipo de ruido que no sea el habitual y doméstico de una familia numerosa. Un 11% de la población de esa casa, por tanto, Tomasín, sí toca el bombo. La estadística, no obstante, me reconforta lo mismo que un trino de tucán en la ribera del Orinoco. Detesto a la familia de Tomasín, que no es capaz de hacerle comprender que su afición y su actitud son deletéreas para la paz y sosiego de otros seres humanos. El presidente de la comunidad y el administrador contemporizan, inclinando su parecer hacia la importancia que la música y las artes en general determinan en el feliz desarrollo de los jóvenes, apartándolos de los tristes senderos de las drogas y la inacción social. Por tanto, los círculos de poder que rodean al joven e infamante percusionista, se inhiben en beneficio no de la víctima que sufre, sino en beneficio del que tiene en su mano la maza. Apelo entonces a los vecinos que, considero evidente y dado que todos tienen orejas, creo que funcionantes, sufren un martirio semejante al mío. Veamos: un vecino no simpatiza ni empatiza conmigo porque soy del Betis, otro dice que no quiere líos con ningún otro vecino, otro me informa que por las tardes se fuma un canuto y se pone los cascos, y el último dice que de joven tocaba el tambor en el acuartelamiento de Regulares de Melilla y que Tomasín le trae recuerdos de su juventud. Nadie, pues, va a hacer nada por o para salvarme del niño del bombo. Todo el mundo me da y me dará la espalda, porque de alguna manera que no logro entender, soy o debo ser el culpable del conflicto. Es probable que yo sea un fascista intolerante y desabrido, insensible y paidofóbico, asocial, misántropo, incluso peligroso y susceptible de ser investigado o, cuando menos, vigilado. No hay que ser el más listo de la clase para ver en esta mi historia (mi historia con Tomasín) un símil a pequeña escala de muchas de las terribles cosas que nos están pasando a todos. Ahora todo es más complicado, seguimos identificando a los culpables, sabemos todos quién es el que toca el bombo, pero algo ha sucedido, el percusionista ya no se esconde, tiene apoyos donde antes no los tenía, hay interesados que le lustran la maza con manteca y teóricos que le escriben nuevas partituras. Con todo esto el chico se envanece y asume la idea de un futuro de tambores y bombos cercanos, un nirvana de estruendo reiterado y eterno. No creo que nos estemos acostumbrando, no creo que el pum pum acabe convertido en el tic tac de nuestro reloj vital, no lo quiera Dios. Yo sí tengo miedo, miedo a volverme loco de impotencia, miedo a que un día no pueda más y estalle, y reviente a puntapiés el bombo y al dueño del bombo, el muchacho que con tanto denuedo, impunidad y alegría me martiriza.
Es por todo lo que acabo de referir por lo que me siento muy irritado no ya con Tomasín (o no sólo), sino con todo el ámbito que rodea al joven músico, con todos aquellos personajes que jalean su actividad, con los que se tapan los oídos (sordos voluntarios), con aquellos que lo ven como un símbolo de no sé qué revolución, con aquellos a los que todo les produce risa, en fin, ... me siento irritado con la vida en general, o al menos con esta vida tan molesta e irritante que nos ha tocado vivir.
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