Vivo desmemoriado, sin islas donde perderme ni lunas que me aclaren el lugar de donde vengo. Vivo desarraigado e inerme, acostumbrado a los ritos ajenos que me enmudecen e irritan. No hay estancia acogedora y los postigos chirrían siempre tras de mí en una sinfonía terebrante, ríspida, pero aun así, persisto en vivir como la gente normal que me rodea, vivir como todo el mundo, como el orfebre de la esquina o la prostituta del andén, deseando las mismas quimeras y aborreciendo los mismos grumos de esta polenta carcelaria que es la vida. Soy igual porque quiero ser igual y soy distinto porque quiero ser igual. Ser como ellos, al menos intentarlo, me da derecho a la posesión del carnet del club, es lo que ellos quieren: si no eres como ellos, al menos has de desearlo con todas tus fuerzas, que te vean el deseo borbotear por las comisuras de la boca. Cabe la renuncia, claro que cabe, la honrosa renuncia del héroe que enarbola la bandera de la unicidad, de lo disímil, de la diferencia, de lo equívoco. Pero no quiero ese gallardete de distinción, quiero la grisura de la masa, sentir como y con ella, resaltar nunca, sobresalir jamás, entreverarme siempre. Enfrentar el sino de la medianía enloquece a mis congéneres y a mí me enloquece no poder felicitarme con ella, detesto lo que tengo y añoro lo mismo si no lo detestara. Quiero la felicidad que merezco por asumir sin felicidad lo que tengo, merezco y deseo. Soy, quiero ser y quiero cobrar por ello, es mi suerte, pero es mi desgracia ser, querer ser y sentirme mal pagado por ello. Ni renuncia ni vendetta, sólo la incomprensión de la nube que existe en un cielo azul sin nubes. La memoria me ralea el alma con su diáspora frecuente, me domina en el tablero a veces, la domino entre las sábanas a menudo yo, y en tablas predominamos casi siempre en un mirarnos de reojo y sonreírnos con malicia, como viejitos en el último mirador del sendero. Siento el gris de las auroras como si fuera el deflagrar de los oros y bermellones del crepúsculo marino, lo que reverbera sucumbe en mí, lo que el estruendo erige lo tunde el habla quedo del pensamiento propio, no tiento a la tristeza ni la invoco, no irrito ni provoco la pesadumbre, no presiento la agorera servidumbre de la muerte, solo esquilo la pesada obligación de tener que ser algo, y aunque puede ser verdad que deseo ser algo, me obligo a ser alguien y eso ya se me hace un mundo de dificultad. “Alguien”, ¿qué será eso? A mí alrededor veo algos con aspecto de alguien, pero sólo son móviles alguien que ni saben lo que son ni se lo plantean, ni son menos o más felices por ello. Son como yo, pero menos, (quizás pero más), no sé ni me importa, o me importa lo que les importo yo a ellos, que sólo son lo que me imagino que son y que en nada coincidirá con lo que ellos piensan que son ellos mismos. Las coincidencias existen en la medida en que un abedul de Sajonia coincide con un rizo de la trenza de Benizia Trahoré, la viejísima zahorí de la tribu de los Gnemas de Yerbuti, que considera los acuíferos del subsuelo de su tierra como las venas del dios Vendhé, el dios más antiguo que conoce la gente de allí, gentes que son objetos del paisaje, gentes que no se consideran habitantes del paisaje, sino cosas, objetos, se saben y se reconocen como algo que el paisaje destila, como pudiera destilar enjambres de moluscos cristalinos o estertores de ungulados lejanos o sismos de endiablada concreción.
Pero, como ya dije, yo soy un ente normal, algo desmemoriado y ajeno al orden vital del cosmos nefando que me rodea, pero normal, al menos eso es lo que el algo anímico que tengo dentro de mi algo mortal me dice que soy. Pensaré “mi alguien” como la anormalidad del algo que casi todos los objetos o entes inanimados tenemos.
Que Vendhé os colme de dicha plena.
Que Vendhé me colme, aunque sea de dicha.
Que Vendhé me colme, aunque sea de dicha.
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