Suena una música de wéstern proveniente de un teléfono móvil. Quizás no sea de wéstern, pero lo parece. Los sonidos que me llegan proceden de personas que no veo desde mi situación en este despacho funcional de colores poco naturales de tan tenues. Tintes claros de objetos a mi alrededor. Me solivianta la claridad y ese esplendor artificial que quiere ennoblecer con su asepsia la negra tela que acoge mi corazón de pez. Esta instancia, esta sustancia, esta estancia, esta inmanencia que encamina hacia una blancura sin mácula de vida, aparte de falsa, es abrumadoramente aburrida. Estos colores se me escapan entre los dedos en el ámbito aséptico de esta oficina de siniestra blancura. La mesa en que apoyo mi brazo escupe todas las longitudes de onda y establece una muda beligerancia con los haces catódicos de los puntos de luz del techo. No sé lo que hago aquí, e ignoro si tengo alguna función determinada, no puedo saberlo, porque no me sé en ningún sitio. Me hallo, pero no me encuentro; me busco, pero no me hallo. Tan solitario estoy que me siento pleno y alejado de este mundo nevado, tan lejano que siento la música polvorienta, la música de desierto, sones de cincel y cantera, una música como de western, aunque no lo sea. Me retiro, pues —huyo—, me acojo a lo oscuro como ladrón a sagrado. Mi confort se abastece con y en lugares reducidos, de un acogimiento de terciopelo antiguo, de alfombras consagradas a un tiempo remoto, de cortinajes de plúmbeo acanalado, de libros constantes y música solitaria. Sol rojo de crepúsculo, luna velada de nubes, sempiterna lluvia, vapores de bruma móvil.
Ya todo me parece bien en esta tarde de amor inverso en la que las nubes se absorben a sí mismas, hacia su interior, en la que la lluvia se une en gota única para caer en bloque sobre el césped de esta casa que desconoce mis cimientos como yo ignoro sus pilares. Aquí nací—me dicen las lombrices que jamás capturé para la carnada de Tío Marcelo—y aquí moriré les digo a ellas, aunque es algo superfluo, porque las lombrices lo saben todo, al menos lo más importante e imperecedero. Al jardín le falta un exceso de sentimiento en los setos, un denuedo de pasión en sus matas de jacinto, una lascivia más sutil en el borboteo de la gardenia. Conozco sus vericuetos, pero me pierdo entre rosales imaginarios de una infancia que coloreo y ensamblo como en un puzle atónito y nostálgico. Entre un albo pasado y un presente colorido de caleidoscopio, intuyo un negro futuro tintado de un nutrido grupo de volubles fantasmas, ni ominosos ni fraternos, sólo ofreciendo consistencia de veladura al insondable runrún de la nada.
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