Las estrellas y los envases amarillos de lejía se mezclan en mis sueños. De la misma manera se unen los antiguos grifos de cobre donde calmábamos la sed espantosa de los recreos escolares con la falda de vuelo azul de mi tercera mujer; el olor de la peluquería a la que iba mi madre con el almíbar de latas de frutas imposibles; rostros de goma oscura con sonetos grabados en piedra caliza; pájaros de caramelo con alfanjes oxidados y ensangrentados; habitaciones sin puertas ni ventanas con situaciones dolorosas en una mesa quirúrgica. Estos ensamblajes oníricos sobrevuelan las noches de todos, nos conmueven, nos asustan, nos sorprenden y nos movilizan en busca del origen de su nacimiento, tarea ésta, esencialmente imposible, porque el origen de los sueños, su naturaleza es el anverso del mundo positivo y consecutivo en el que nos desenvolvemos: no hay sueños consecuentes.
Os relato mi último sueño: Siento enormes deseos de pagar la cuenta en un bar donde se encuentran casi todos los miembros de mi familia, pero advierto con gran nerviosismo y consternación que no llevo encima nada de dinero. Por tanto, salgo raudo en busca de dinero, atravesando calles y más calles de una ciudad que reconozco como mi ciudad, pero aquélla que conocí siendo niño, no la actual. Por fin encuentro a un amigo de toda la vida que, antes de poder pedirle prestado algo de dinero, me propone trabajar en su nueva obra teatral, una obra de un grupo de aficionados de la que se siente muy orgulloso, de hecho me enseña el cartel de la obra que lleva bajo el brazo. Al cabo de un rato consigo sacarle un billete y salgo corriendo en dirección al bar para pagar la cuenta. Consigo, al fin, abonar la totalidad de la consumición, pero me desconcierta no ver a nadie de mi familia, se han ido todos y me duele enormemente que nadie haya observado ni valorado mi gesto altruista al pagar la cuenta. Vuelvo a las calles para buscar al grupo familiar y acabo en la comisaría para recabar información de su paradero. Allí hay varias mesas atestadas de legajos y bandejas de dulces; el local es muy pequeño y hay muchas personas esperando, todas sentadas y calladas. También hay muchos gatos; uno de ellos se me sube trepando con sus pequeñas garras y me lastima las piernas, aunque ésa no sería su intención. Una actriz de cine española de los años sesenta (en concreto, Gracita Morales) me informa de la situación de mi familia, me tranquiliza diciéndome que no debo preocuparme, que todas esas personas sentadas están en la misma situación que yo. El gato me sigue arañando.
Interpretar los sueños, actividad inherente al desarrollo intelectual del ser humano, no creo que haya aportado ningún beneficio a nadie nunca, a no ser como juego erudito para la plasmación de teorías psicologistas que olían a rancias prácticamente ya desde su aparición. Si tuviera que interpretar mi sueño, probablemente quedaría sublimado en un relato parecido a éste:
Un gato gris y añoso ronronea en el regazo de Gracita Morales. A través de unos cristales sucios, verdosos se aprecia una calle empedrada, gris. En casa no hay nadie, todos han salido para celebrar cualquier efemérides aburrida y absurda. Apago el televisor. Gracita Morales se convierte en un punto catódico en el centro de la pantalla. A través de la ventana la calle está húmeda, siempre está húmeda. Solo, sin dinero, angustiado por dolores imprecisos y por un hambre voraz, salgo con el fin también impreciso y voraz de combatir la soledad. Cerca de la comisaría que da al lateral de la Plaza, en el escaparate de la confitería La Gloria encuentro a Rafi absorto, mirando con deleite de diabético y codicia de joven mórbido las bandejas de piononos del escaparate. Hablamos de conocidos, de enfermedades y de teatro. Me da dos entradas para su última producción y le pido cincuenta euros prestados. Entro después de despedirme de Rafi en la confitería y allí encuentro a todos y cada uno de los miembros de mi familia más allegada. En un acto de caballerosa estupidez y de absoluta irreflexión se me van los cincuenta euros al pagar la cuenta de todos. Ninguno, como es de esperar, agradece mi generoso dispendio, y vuelvo a estar solo en esta ciudad húmeda y gris, humedad y grisura que permanecen aún en plena canícula y en períodos de sequía.
No estoy bien.
Comienzo a tener ensoñaciones lascivas con Gracita Morales.
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