Y el simulacro del alacrán, su cortejo de muerte, se desplegaba sutil alrededor de la mariposa moribunda. Desde mi pequeña atalaya lo observaba todo con detenimiento atónito e infantil. Me gustaba de niño analizar estos procesos en los que la lucha por la vida se desarrollaba ante mis ojos de manera tan dramática. Introducía en frascos de cristal lagartos y ratones, ciempiés con cientos de hormigas, hámsteres y arañas juntas, y anotaba los resultados en cuadernos de campo muy ordenados y con dibujos ciertamente bien ejecutados, dispuestos y coloreados. Ser hijo único me predispuso a observar una conducta intachable en casa. Mis padres eran buenas personas y consentían, benevolentes, mis experimentos, y respetaban todos mis cachivaches de laboratorio que conseguía recorriendo mercadillos y tienduchas de quincalla. A los quince años era experto en muchas cosas, de manera autodidacta me convertí en un diletante químico y biólogo con prolijas experiencias en muchos campos, experiencias muy superiores en todo caso, no sólo a la que podrían haber verificado los estudiantes de ambas disciplinas, sino incluso a las de sus profesores en las aulas universitarias correspondientes. Llegué a alcanzar algunas cotas experimentales que hubieran impresionado al mundillo científico, pero nada comparable a lo que ocurrió una noche de agosto en mi taller-laboratorio entre las cinco y las seis de la madrugada. Tenía diecisiete años recién cumplidos. Un fulgor de inminencia nacía de mi interior preconizando un acontecimiento inmediato de importancia radical. Y así sucedió. De la arquimasa del brodelio principal, sin acuciar los frésoles ni alcaparar el hirapo (ni su fleje), amoreció de improviso un tenue lisón de frusa leve, casi etérea. Yo, en este momento, no podía colegir y mucho menos refutar la experiencia primigenia que nacía ante mis asombrados ojos. Todas las células de mi cuerpo imantadas en un tropismo feroz sólo recibían la presencia extraordinaria del hecho milagroso que mi ingenio había primero vislumbrado y luego pergeñado en un acto único de pericia científica casi inhumana. Lo etéreo de la frusa, de tenue lisón, se convertía a ojos vista en pétreo dístopo de volaces incandescencias. Los viroles se diseminaban como mambas azules, los girales del portén comenzaron a bullir como sumideros de nafta y la perlotada general devenía en un único gurión de peso cada vez más somero y ánsito. A punto de desmoronarme en un vahído de dicha sin fin, acerté a apoyar mis manos en el retén del trípode y pude contemplar extasiado cómo de la cavidad última del saltín emanaba una cándida harmoría rosa como la rosa y bella como la aurora rosicler de los días dublineses.
La sorpresa del mundo científico, los premios internacionales, la fama, el dinero, el sexo gratuito y gratis vinieron después. Me siento, a mis sesenta años recién cumplidos, muy contento.
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