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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



25.2.17

397. Símbolos escatológicos (?)


          Desde la celda de una cárcel es muy fácil escribir cartas o memorándums dirigidos a conocidos o a instituciones diversas, pero desde un loft en la parte noble del East Village es ésta una actividad tan difícil como ineficaz e inaparente (esta palabra no consta en la última edición del diccionario de la R.A.E.). Todos los escritores de Nueva York (23.971 según el último censo de mayo de 2018) hemos pasado alguna temporada en prisión. Con DeLillo compartí celda once meses en la prisión de Attica. Durante aquellos días me pasaba las tardes escribiendo cartas a Suze Rotolo, que ya había sido despachada por Dylan en la acera del Gaslight Cafe. Mientras, Don pergeñaba profundos, airados e interminables memorándums, donde ponía en solfa la calidad del sistema estadounidense de justicia. El alcaide de la prisión, lector patológico, nos mimaba, dentro de sus posibilidades, ofreciéndonos algún habano y alguna que otra petaca de Jack Daniel's. Era nuestro más apreciado admirador. Su nombre era Edgar C. Buchanan (efectivamente, el sobrino del famoso economista de Tennessee) y fue en vida (también de muerto) uno de los mayores especialista norteamericanos en Kafka. Podía recitar de memoria La Condena y más de doscientas de las cartas que dirigió el praguense a Felice Bauer. La crueldad que destilaba el alcaide Buchanan sobre los demás reos se convertía en bondad exagerada con nosotros. Se apenaba solo de pensar en nuestra pronta salida del presidio. Insistía en que asesináramos a algún chicano o a un negro, él nos ayudaría con las pruebas y nos exculparían en parte, tan solo nos carían tres o cuatro años como mucho. Pudimos ir dándole largas a su plan y a los pocos meses estábamos DeLillo y yo tomándonos una cerveza en el Dewey's de la calle 69. 
          Nueva York es, como decía Duchamp, una obra maestra, quizás la obra artística más grande del hombre junto a Venecia. Opino lo mismo que el maestro francés, Nueva York es la ciudad de las ciudades, la capital del mundo, porque la ciudad en sí misma, como concepto, es el elemento definidor de la esencia humana, el límite del seminal y atávico gregarismo que en el hombre germinó hace millones de años. El afán de agruparnos generó un hecho creativo sin parangón, no sólo nos movió el deseo de protección colaborativa, una vez conseguida ésta, el hombre determinó en su conciencia colectiva dar sentido cualitativo a la larga noche de los tiempos con una voluntad creativa sin fin, no siempre encaminada a la caza, no siempre encaminada a la agricultura y a la domesticación de animales, no siempre encaminada a la guerra. La voluntad demiúrgica del ser humano siguió caminos abiertos e infinitos, que le condujo a todo aquello que lo diferenció, ya casi de manera ontológica, de los demás miembros de la Naturaleza. El lenguaje, la escritura, el comercio, el arte, la cultura en su máxima expresión. Y en la cima de la topografía conceptual de lo humano, se encuentra la Ciudad como expresión última del ecumenismo entre todas las excelencias que determinan lo mejor del espíritu humano. Todo lo expresado de manera tan farragosa en este segundo párrafo de mi escrito se resume en una frase magistral de mi amigo Joaquín Machuca, sabio oscuro, ya anciano y casi inservible, pero que aún genera algún atisbo de brillantez en sus cada vez más esporádicos aforismos: "Nueva York no es más que un recinto amurallado para que no entren las vacas".

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