+

FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



11.8.20

462. ¿Cómo vamos de vientre?


         Dentro de algún tiempo estaré algo muerto, y será entonces cuando empiece a oler mal. Cuando ese momento llegue, es casi seguro que no habrá nadie allí para olerme, o para lo que fuera menester en tan aciaga circunstancia, y si ocurriera lo contrario, es decir, si hubiera alguien allí en esos tristes momentos, sería que habría muerto de una muerte mala, de una mala muerte, de una muerte con cuerpos presentes, individuos que les cogió cerca y que, por ende, olerían las primeras vaharadas de mi putrefacción, y que pondrían las consecuentes caras de desamor, asco e impaciencia, o de sendos estados a la vez. Ahora, no obstante, huelo que da gloria, huelo a esencias almizcleñas de verbena y cardamomo, a néctares untuosos de ámbar gris y anís sarraceno, a mirra natural y espliego turco, y a lágrimas de tapir maceradas en cardenillo. Mi profesión de perfumista me da para eso y más: soy el perfumista oficial de todos y cada uno de los presidentes habidos desde el comienzo de esta Quinta República, y entro y salgo del Elíseo como si fuera mi propia y habitual casa de lenocinio. De de Goulle a Macron, de Pompidou a Sarkozy, a todos he dirigido el flush-flush de mi perfumero egregio y a todos ellos les he escaldado un poquito la sotabarba con mis etéreos ungüentos, que les aplico con gusto sumo e incontestable placer. Todos los presidentes de Francia son o fueron eximios manfloritas no practicantes, a excepción de Hollande, que era no sólo practicante sino promotor de muchas y novísimas maniobras de sexo multimodal. Al carecer de olfato para todo (padecía y padece el síndrome de Pallette, consistente en la falta de los sentidos del olfato y del gusto, acompañado de desgaste óseo acelerado en las tibias), al carecer, decía, pues, de olfato, Hollande y yo apenas nos saludábamos, porque utilizaba tan solo un perfume ("Traición Oscura" de Dolce & Gabanna®) para enceguecer a sus amantes, a los que gustaba (y gusta, según me cuentan) irrigar sus conjuntivas en el momento del éxtasis con dicha esencia en espray, esencia conformada a base de bergamota y pimienta rosa. Yo, por supuesto deambulo por otras órbitas muy superiores y no mancillo la prosapia de mi arte con sustancias tan pedestres y aromas tan de barrio como la pátina grimosa esa de D&G. Todas mis creaciones son originales, nacidas de mi ingenio perfumista, tan cercano al espíritu alquímico que presidió la vida y obra de muchos de mis ancestros. París, ciudad de la luz, siempre ha olido a caca, a pure merde, que dicen ellos, sobre todo en los aledaños de Montmartre, en la margen derecha del río, del Sena, creo que se llama. Muy cerca de la colina, en los subterráneos de una pequeña iglesia, en una especie de cripta se fundó en 1534 la Orden de los Jesuitas, una orden no especialmente sucia (como los dominicos descalzos), pero que siempre ha olido muy mal, algunas veces, espantosamente mal, circunstancia esta que fuera la causa soterrada de las muchas expulsiones geográficas que ha sufrido la Orden. El Padre Arrupe mitigó en parte el problema manteniendo contactos con los afamados laboratorios Parera, sitos en Sitges, que proporcionaron frascas de Varón Dandy® a todos y cada uno de los seminaristas de la Orden, para que no dejaran un solo día de echarse un chorreoncito del mencionado potingue, y que aminorase, aunque fuera sólo en parte, el hedor de las tufaradas inherentes a la idiosincrasia odorífera de la, por otra parte, ejemplar e imprescindible orden religiosa. A punto de mi fallecimiento, tengo 96 años y tres procesos neoplásicos activos, no he dejado de trabajar ni un solo día. No me he casado nunca porque el sexo y el amor me han parecido siempre procesos que acaban inexorablemente en malos olores, a los que soy genéticamente intolerante. Vivo en el distrito XVIII, cerca del Sacré Cœur, huele mal, pero cerca de mi casa hay un bistró donde sirven el vino caliente más espléndido que se puede tomar en esta ciudad, lo sirven muy especiado, con una mezcla prodigiosa, que lleva hierbaluisa, mejorana y canela.
          Me hubiera gustado perfumar a Madame Le Pen, próxima Presidenta de la República con total seguridad en un breve plazo de tiempo, y primera mujer que alcanzaría tan prestigioso cargo. Pero no va a poder ser, mi tiempo llega a su fin.
          Por tanto y por siempre: ¡Vive la France!

5.6.20

461. El péndraiv de la muerte



        Esa estupidez de que Dios no existe es la esencia misma de su existencia. Existe todo lo que se niega. Si una imagen queda en la instantánea fotográfica es porque existe un negativo que la conforma y la dirime indubitablemente en el campo de la existencia. La vida es pura antonimia, naturaleza especular mínima y cierta, en cuanto nos disponemos y deambulamos física y espiritualmente en tan solo tres de las innumerables dimensiones que con seguridad existen. Si nos imaginamos conformados en una idea vital de, por ejemplo, once dimensiones, la simple idea de la duda de la existencia de Dios sería inconcebible, porque casi lo veríamos por el rabillo del ojo, muy cerca ya de nuestro campo visual metafísico. Seamos, pues, todo lo agnósticos que nuestra pereza teológica nos permita, acomodémonos a la molicie del "yo no sé, ni sabré nunca nada", dormitemos en la vagancia agridulce del escepticismo, cual romano embebido de cínico estoicismo o epicúreo hedonismo. Pero cuando los hados no son favorables a nuestra inercia vital, cuando el mal y la desdicha nos recuerdan la catarsis alucinada del anfiteatro, cuando se reúne alrededor la plañidera hueste del corifeo, entonces no hacemos ascos a la existencia fehaciente del Maligno. Y es ahí donde, (aquí vendría un latinajo fundamental que iría del carajo a la idea que quiero exponer, pero no hay forma de ponerlo en pie, y eso que lo tengo en la punta de la lengua), bueno, pues eso, que es junto en ese instante en que notamos la presencia del Maligno cuando estamos dando carta de naturaleza a la existencia real del Benigno, es decir a la nomenclatura del bien eterno, al Verbo, a la Palabra, al Número, a la homeostasis de la vida, que se desarrolla en una dialéctica, nada marxista, por cierto, entre contrarios. Todo este introito conlleva a mi idea primigenia de que yo, Servando Butrón de la Yanza, decimoquinto Marqués de la Maresía, creo firmemente en la existencia del Mal, no en la abstracción romántica de la fuerza animista de entidades oscuras y tenebrosas, no, yo, en lo que creo es en la firme presencia cotidiana del Demonio, de ese ente catalizador de los procesos metabólicos que conducen a la excreción o segregación constante del Mal. Y esta presencia que admitimos sin rubor alguno es la que confirma de manera estrepitosa la existencia antitética del Bien Supremo, es decir, de un Dios que compensa la balanza metafísica y deja en un centro prodigioso el fiel teológico del equilibrio universal. Podremos vivir sin Dios, a Él le da igual, porque no nos necesita, pero Belcebú, Satanás, Lucifer o Pedro Botero no son nada, absolutamente nada sin nosotros, y por eso se dejan ver e impregnan con sus obras e intervenciones el ya, duro por sí, quehacer de nuestro paso por la vida. Creemos tanto en el Mal que no somos conscientes de lo que el Bien ejecuta desde la discreción inherente a su ser etéreo. Hasta creemos en la redención de la más hiriente de las abyecciones que genera la mente humana y no pensamos en la degradación hacia la maldad pura en una mente limpia y noble. Con el demonio pues, tomamos copas, nos acostamos con él, y le confesamos nuestras miserias más oscuras. De tanta trabazón con su figura, lo hacemos más fraterno, más presente en nuestras vidas, vivimos y compartimos esa vida con él sin darnos cuenta, como si no existiera, siendo en realidad parte más que consustancial de nuestro peregrinaje por el mundo. Y todo ello a expensas del Bien Supremo, al que de manera frívola le obsequiamos, con filosofías y metafísicas, su plena inexistencia, su inoperancia biológica, su inercia supersticiosa y su banalidad litúrgica y mítica. Estupideces palmarias y de graves consecuencias históricas, que sólo nos llevan a deambular por un páramo inhóspito, desesperanzado y eterno, sin meta ni objetivo, un caminar en círculos, engreídos y ensoberbecidos, orgullosos de haber superado la idea de Dios, caminando hacia ¿dónde?, cada vez más cansados y sin darnos cuenta, sin percibir la risa incontenible que el demonio intenta disimular escondido en la mochila que llevamos incómodos a la espalda desde hace ya mucho, muchísimo tiempo.

19.5.20

460. El sudoroso escote de Lady Stanford


          Y luego llegaron los hombres de blanco y me encerraron en un furgón también blanco. Llegamos de noche a donde fuera y me condujeron a una celda húmeda y oscura. La sed me abrasaba la garganta y la angustia se hacía cada vez más sólida y pedregosa y se depositaba también en la garganta, con lo cual mi garganta presentaba tres características: sedienta, por la sed y sólida y pedregosa por la angustia. Pero la garganta no era el más grave de mis problemas corporales. Cuando en un secuestro y posterior enclaustramiento predomina el color blanco, es que alguien ha decidido que estás loco y te han encerrado en un manicomio, algo que considero encomiable, es decir, digno de encomio, en mi caso, algo manicomiable, digno de manicomio. Por tanto, estoy loco de encerrar, como así ha sido, lo que indica que no estoy tan loco, dado que me doy cuenta de lo que pasa y lo colijo de actos no por no recordados, inexistente, qué va, deben de haber sido actos muy existentes y anómalos, porque si no, no me hubieran encerrado aquí, aunque no recuerde ninguno de esos actos que son los que me han llevado a esta manicomiable situación de falta de libertad. Pero el más lacerante de mis sufrimientos corporales lo constituye la presencia de los bichos negros, esas pequeñas bolitas que me recorren la piel, se introducen a través de ella y explosionan a medio centímetro de profundidad produciéndome un dolor migratorio no por esperado menos inesperado y no por temido menos temible. Igual el cráter cutáneo surge en una sien que en el escroto, en el talón que en un párpado de arriba, en una areola mamaria que en el periné. Mi cuerpo es una cartografía volcánica con miles de puntos en proceso inminente de erupción explosiva. Y los bichos negros entran en mi cuerpo provenientes de quién sabe dónde. A veces los veo salir de los boquetitos de los enchufes o surgen al abrir la tapa de un yogur de papaya o de cualquier otra fruta tropical. Después de pasar la noche en esta celda apestosa, ya de mañana, vino un hombre blanco y viejo vestido de blanco y me hizo 114 preguntas, de las que respondí 76 y no respondí 38. No sonrió y yo tampoco. Me dio caramelos y tabaco. Me comí ambas cosas y pedí agua. Me la dieron y me la bebí. Luego me pasaron a una sala de color blanco y me sentaron en una silla metálica. Me dieron seis pastillas, tres eran cápsulas: verdiroja, blanquiazul y amarilla entera, y tres eran pastillas propiamente dichas, dos blancas y otra color crema de cacahuete. Y me dieron de comer, gracias a Dios: sopa, hamburgesa y uvas. Todo muy rico. Y desde entonces estoy en otro cuarto diferente al del primer día, muy limpio y soleado, y acompañado de tres locos más: unos se llama Timoteo y se ríe por todo y a todas horas, otro se llama Leandro y se lava las manos y los pies doscientas veces al día, y el otro se llama Paco y está catatónico permanentemente. Las pastillas no sé para qué son, porque cada día veo más bichos negros y las deflagraciones cutáneas van en aumento. A veces vienen a verme personas que lloran al verme. No sé quiénes son, pero si lloran al verme, creo que no deberían de venir a verme. Yo creo que las pastillas tienen como único objetivo el que te importe un carajo estar aquí encerrado, porque de lo otro no mejoro o más bien empeoro. Bueno, le voy a calzar cuatro ostias a Paco, que sé que se deja y no le importa, Timoteo se va a descojonar y Don Limpio se pondrá nervioso y se restregará con agua y jabón manos y pies hasta que se le vean los huesos. Y luego ya será hora de comer.

16.5.20

459. La estupefacción


          He comenzado mi novela número 311. Se titula o se titulará "La mujer sin atributos" y versará sobre los cambios que se desarrollaron en la Europa de entreguerras, analizados desde la óptica de una singular dama de la alta sociedad vienesa. La primera línea de esta novela será como sigue: "La leve sonoridad de la tarde en Gönstingenstrasse sólo se veía perturbada por los agudos trinos de colibríes azulados que levitaban sobre la copa de los tilos en flor..." Considero que el comienzo de una novela tiene que enganchar al lector a la cuarta o quinta palabra; en caso contrario debería arrojarla con premura al hogar de la chimenea o al alma de un pozo. Uno de los peores comienzos que recuerdo en una novela pertenece al autor chileno Ernesto Barboso, cuya obra "Ditirambos a Medusa" comenzaba de esta guisa: "La merienda en casa del Gordo Elías fue asaz copiosa y nutritiva..." Imposible seguir leyendo. Yo, que jamás he acabado una novela en toda mi vida, me vanaglorio y enorgullezco de poseer, sin embargo y sin duda alguna, los mejores comienzos para una novela que leerse pueda. Sirva este otro ejemplo para demostración de lo expresado: “Mr. Turnbull estornudó violentamente al introducírsele por su fosa nasal izquierda, la menos castigada por el tránsito de cocaína, la voluta de humo blanco que salía de la boca de su Smith & Wesson, tras disparar a la nuca de Lorna Reed…” Este rotundo comienzo pertenece a “Breve encuentro en el infierno”, fugaz incursión en la novela negra en los ya lejanos días de mi más tierna juventud. Y es que los comienzos, las primicias, los albores, los primeros balbuceos, las primeras manifestaciones de todo lo que nos sucede en la vida es la única belleza inmaculada, plena y pura que la Naturaleza nos ofrece. Todo lo demás, todo aquello que conlleve reiteración, aburre, traiciona y desespera. La nostalgia llega del recuerdo de lo que nace, del amanecer de una pasión, de la geografía primigenia, de los primeros embates de la vida. Pero cuando la vida se allana en la monotonía y en el bucle infinito de sus ciclos continuos, cuando esa vida pierde el ímpetu y el entusiasmo con los que el hombre la había al principio adornado, todo entonces se desmorona y se quiebra en una decepción que degrada la energía del cuerpo y del alma. Por eso otorgo tanta importancia al comienzo de una novela, algo que no otorgo a su final, porque pienso que la conclusión de la misma se encuentra en esas primeras líneas y no en las que concluyen la obra. Jamás he finalizado la escritura de una novela, no sólo por una falta absoluta de talento literario evidente, sino por una razón de orden moral en la que juega un papel importante una especie de consenso con mis limitaciones y mis ideas artísticas en términos absolutos. Porque la cualidad de artista la otorga la propia conciencia estética de cada individuo. El pintor flamenco Hugo van der Goes nunca se consideró a si mismo como un artista, sino como un simple y oscuro orfebre; sin embargo, el más ruin poetastro de Madrid, Lucio Guindó, analfabeto funcional y ripioso rimaletras, va por la vida sabiéndose un consumado artista a la altura de Virgilio o W. H. Auden. Y en consonancia con lo expuesto, ambos lo son, porque ambos, uno por defecto y el otro por exceso, uno porque lo creen los demás y el otro porque lo cree él mismo, a ambos los protege de la lluvia del fracaso el consolador paraguas del arte. Para terminar, trascribo unos versos de ambos poetas para ejemplificar lo antepuesto. Buenas noches.

El Mal enmudecido
tomó prestado el lenguaje del Bien
y a ruido lo redujo...
(W.H. Auden)


La gaita estruendosa
ensoberbece al lucense
que no gusta de la gaita
(L. Guindó)

15.5.20

458. Prontuario para enanas


          Los coleccionistas somos personas con serios problemas de desarrollo emocional, profundas alteraciones perceptivas y muchas heridas sangrantes en la autoestima. Detrás de un coleccionista siempre hay un alma arrugada, una infancia belicosa o una adolescencia trufada de virutas sado-masoquistas. Para no ser un coleccionista pobre hay que ser un coleccionista rico. Los coleccionistas pobres constituyen el 99,7% de todos los coleccionistas, y son aquéllos a los que me he referido en las dos primeras líneas de este memorándum. El 0,3% restante no tiene ningún problema emocional, ninguna alteración en su proceso perceptivo ni merma alguna en su autoestima. Estós últimos son los que coleccionan carros de combate de la 1ª Guerra Mundial, estelas mesopotámicas, prepucios de reyes judíos de la antigüedad, cornucopias estilo Regencia, cuadros de pintores prerrafaelitas y cosas así. El otro 99,7% colecciona monedas de dos reales, cromos de futbolistas, botones de nácar, imperdibles, pines, chapas de cerveza, miniatura de botellas de licor, conchitas de la playa y toda esa mierda. Éstos, que forman mayoría, suelen envejecer pronto y visten con tonos grises o tostados, se lavan lo preciso y suelen tener la uña de un dedo muy larga y cierta afección cutánea en los pliegues del cuello. Tienden al miserabilismo, aunque huyen de la pobreza; su miseria es más bien moral y se ríen mucho con los chistes malos, sobre todo con los chistes escatológicos. Los del 0,3% son, por el contario, señores o damas distinguidos, con pasta para regalar, huelen de manera exquisita, ellos suelen engordar prematuramente y ellas ganan en belleza y sex appeal con la edad. Coleccionan con clase, sin envidias desmedidas ni premuras de cateto en las subastas; no necesitan inmutarse ante la pérdida de un Breguet Maríe Antoinette o  un apunte a carboncillo de Vermeer; sin embargo, el coleccionista de pitorros de búcaro se mata a hostias con el que le antecede torticeramente en la captura de la pieza codiciada en el mercadillo de los gitanos del domingo. Yo hace años que dejé de coleccionar, más que nada porque me ponía muy nervioso. Tres eran mis colecciones: 1ª) Colección de relaciones sexuales plenas con actrices francesas. 2ª) Colección de premios literarios internacionales. 3ª) Colección de crímenes de lesa humanidad. La primera y segunda de mis colecciones están a cero porque mis esforzados esfuerzos no tuvieron la fuerza suficiente para obtener ni el coito francés con mademoiselles de la farándula ni el preciado galardón internacional de las letras. En cuanto a la tercera debo decir que también está a cero, porque no entiendo realmente qué significa el concepto de "lesa humanidad". Así que yo ya no soy comunista, perdón, colectivista, perdón coleccionista. De cualquier forma, sigo buscando a una bella actriz francesa que, tras la realización de varios coitos plenos con el que esto suscribe, me enseñe a leer y a escribir lo suficientemente bien como para ganar el Goncourt, por ejemplo, y de paso indicarme cómo se lesa a la humanidad (no sé si exterminando a la etnia guaraní verbi gratia, sería esta acción constitutiva de ser clasificada penalmente como de lesa humanidad). Si algún día todo esto ocurre, pues volvería a ser coleccionista, claro. Y de los del 0,3%, por supuesto.

13.5.20

457. Versiones de uno mismo


          Sería una patraña o algo derivado de esa manera hiperbólica de exponer las cosas que tenía Julita. Mentía mucho y eso le afeaba las cosas que decía cuando eran verdaderas. Era un no saber cuándo creerla o no, pero ella se lo había buscado desde que era niña y había que buscarla por toda la casa, escondida en el desván o enterrada en la hojarasca amontonada que Sebastián apilaba a la entrada del cobertizo. Luego nos quería convencer de que huía de un hombre que la perseguía, pero lo hacía utilizando para su relato una serie de detalles tan minuciosos que nos ponía a todos los pelos de punta. No se limitaba a poner cara compungida y soltar su mentira en una frase, no; ella nos transmitía con sus elocuentes palabras hasta el olor agrio del aliento de su perseguidor, el tono perentorio y arenoso de su voz, sus marcas en el cuello, la falta del cordón de uno de sus zapatos el color y textura de su ajada vestimenta. Nos quedábamos absortos y enredados en su evidente cuento, inermes ante su absoluta sensación de certeza y sus gestos corporales de verdadera angustia. Sus fantasías no correspondían a la típica patología infantil de ensoñación excesiva ni a un proceso de paranoia difícil a esas edades. Era la exposición pormenorizada de una realidad plena, que en el discurso de una niña de nueve años provocaba un estremecimiento en el corazón de los que la escuchaban.
          Han transcurrido los años. Julia ha desarrollado su cuerpo y su espíritu. Se ha convertido en una mujer esbelta, no demasiado atractiva, pero tampoco lo contrario. Sin embargo su inteligencia sí ha descollado muy por encima de lo normal. Escribe cuentos para niños, que ella misma ilustra; son cuentos con ese matiz de terror que han convertido las narraciones clásicas en mitos imperecederos. En sus ilustraciones, asimismo turbadoras, se intuye una oscuridad velada, pero muy presente, amenazadora, pero que a los niños les entusiasma a la vez que les sobrecoge. Ella sigue contando las cosas extraordinarias que le suceden, posee una mendacidad que no por acostumbrados que estemos a oírla deja de alterarnos. Es por ello que su última patraña, la que ha hecho que los demás miembros de la familia convoquemos esta reunión, nos ha de poner de acuerdo en cuanto a las medidas a tomar para poner término a tanta mentira.
          Yo, su hermano mayor, he intentado que sus mentiras las recluya en su ámbito personal, que no implique a los demás miembros de la familia en ellas, pero como de costumbre rechaza la mayor de mi exposición, al no dudar ni un ápice de la veracidad de sus asertos. Ayer nos aseguró con todo lujo de detalles el peligro que corríamos, peligro de muerte lenta y atroz, si no huíamos de inmediato todos los miembros de la familia a un lugar desconocido y seguro, porque un diablo cruento y muy expeditivo en sus métodos, iba a acabar con nosotros.
            Julia, Julita para todos nosotros, lleva varios días enterrada en la hojarasca amontonada que el hijo de Sebastián, que también se llama Sebastián como su padre, suele apilar a la entrada del cobertizo. Toda la familia, de momento, ha aplazado la reunión para mejor ocasión, y con cierta celeridad hemos reunido nuestros más preciados enseres, hemos hecho las maletas y nos hemos ido cagando leches a lugares muy desconocidos.

5.2.20

456. Enigmas de la heráldica


          Tengo el presentimiento de que el día final (el "Día Final") caerá en sábado, es algo que llevo pensando desde el último día de mi pubertad, que casualmente llegó a su fin un sábado. Los sábados en mi vida constituyen hitos que han delimitado épocas, geografías, fronteras emocionales y radicales cambios en mi dinámica vital. Fue un sábado septembrino cuando conocí a Sagrarito en la fábrica de mazapanes; un sábado lluvioso cuando me enamoré de la mujer del coronel del CIR nº 3 en Cáceres; un sábado de un luminoso agosto cuando me astillé el radio derecho en la playa de Gandía; un sábado de Pascua Florida cuando cometí mi primer asesinato en las cercanías de Alcalá la Real; un sábado caluroso cuando en el barrio de Triana de una primavera demasiado cálida probé los caracoles por primera vez en Casa Rufino; un sábado navideño friolento y gris cuando tuve mi primera experiencia sexual con animales, con una mantarraya (Manta birostris) exactamente; un sábado de junio cuando hice mis primeros pinitos con el baile flamenco en el Sacromonte; y un sábado me casé, pero ni recuerdo el mes, ni el año ni con quién, creo que bebí demasiado y una como gorda nebulosa envuelve aquel día y el recuerdo de la que supongo feliz y emocionante ceremonia. Qué desastre; desde entonces busco por casa a mi mujer y no la encuentro, sé que no tengo descendencia porque no hay olor a hijo por ningún lado. Mi familia me dice que mi mujer era bajita y de pueblo, pero no recuerdan el pueblo. Busco papeles, algún certificado de mi estado. Nada aparece (misteriosamente). El próximo sábado, si no acontece el Fin del Mundo, voy a recorrer los pueblos limítrofes a ver si la encuentro, aunque lo dudo. En el fondo me la suda, pero un prurito de honestidad me hace que la busque y además, la labor de investigación me entretiene y me hace sentirme útil. Pero si por casualidad el próximo sábado es el día del Juicio Final, entonces va a ser muy difícil que la encuentre. Ese Día habrá colas, muchas colas y yo detesto hacer cola. Será un sábado estruendoso, un sábado sin fin, billones y billones de seres humanos, desde los primeros homínidos hasta los actuales profesores de ética de Princeton, todos haciendo cola para ser juzgados; todo ello, entonces, puede durar una eternidad; igual a lo que llamamos eternidad es tan solo la espera al veredicto del sábado, no sé, me estoy deprimiendo por momentos y ya estamos a martes. Allí sabrán dónde estará mi esposa, supongo. Claro, dónde va a estar si no, en alguna de las colas, esperando su turno. Hoy es martes y las noches de los martes nunca pasa, ni ha pasado, ni pasará nunca nada. Así que me voy a meter en la cama con la Birostris, que, aunque no me ama ni yo la amo, nos entendemos de maravilla en asuntos de consunción aberrante entre la carne y el pescado.

27.1.20

455. El bulevar de los huevos rotos


          Dentro de mi computadora IBM POP-3355 existe un enjambre de osos terminales que ejecutan procesos de manera melosa y lenta. Es una computadora antigua, de tecnología poco más que de base binaria, de cibernética ya obsoleta y cuya integración de circuitos es básica, muy básica, de apenas 0,5 ÑAM. Mi computadora es una KK vintage muy codiciada por coleccionistas de todo el mundo. Los osos están todavía funcionantes, operativos, pero ivernan más de lo debido y huelen a goma vieja y gruñen de manera asaz horrísona. En vez de pantalla, ésta mi computadora venía de serie con un pizarrín estroboscópico y una tiza de grafito noble. El cableado, un avance muy novedoso en la época, es de cartón rudo laminado y reforzado con nudos de bambú. La impresora, que se vendía aparte, es a pedal y de impregnación a gota, eficiente como las modernas, pero más sucia y sumamente ruidosa. Ya he descrito el estado terminal en que se encuentran los osos, aunque los osos en general, ya es sabido, siempre se hallan en ese estado de languidez muy semejante al que presentan ciertos enfermos moribundos. De este modelo sólo se fabricaron cien unidades debido a la escasez de osos en el sur de California. Se importaron varias docenas desde Alaska, pero al final los costos hicieron inviable la masiva producción que en un principio se pensó desarrollar. Los experimentos informáticos con mofetas, hurones y nutrias, especies abundantes en los alrededores de Silicon Valley, no dieron los resultados esperados. El modelo posterior, el IBM PostPOP-3336, llevaba adaptado en la placa base el primer lirón manipulado genéticamente, del que los bioinformáticos obtuvieron y extrajeron las células madre necesarias para el futuro desarrollo de la producción industrial en cadena. Desde estos laboriosos comienzos la zooinformática ha evolucionado velozmente hasta nuestros días, en que la mosca común (Musca domestica) es la base biológica de las actuales supercomputadoras. 
          Pero yo sigo echando mucho de menos a los osos, esos grandullones de gruesa bondad, esos quiméricos peluches de acción retardada, de atónita presteza pescando salmones al vuelo, tan amenazantes como asustadizos, tan tiernos como feroces, tan literarios ellos como el tigre de Bengala o la ballena blanca. 
          Dejé de utilizar hace años los ordenadores personales y me dedico desde entonces al fomento del recuerdo efímero que no consta en archivo alguno, al invento de imposibles alegorías que olvido al instante pero que me hacen feliz en ese instante, al desarrollo de iconoclastas aporías que no hacen mal a nadie porque nada queda en el aire que me acoge. Alzo vuelos con las pompas de jabón que se quiebran entre las tuyas del jardín y me regodeo de risa contemplando las estúpidas arañas del establo. Entre el olor a paja seca y bosta antigua, entre el cacareo de gallinas y el piafar de los caballos, aquí en este solaz alejado de la urbe, no necesito más que el aliento vital que me conmueva lo suficiente para intuir los códigos que sustentan los misteriosos archivos de Dios.

25.1.20

454. Yo nací en Mendocino


          El hotel olía a moho. Todo el hotel. Tanto olía a moho, que desde entonces (hace treinta años de los hechos) el moho, a contrario sensu, me huele siempre a hotel. Pido, por ejemplo, un mojicón en la confitería de Régula y observo que en su parte inferior refulge una zona entre verde y azul impropia de cualquier mojicón fresco que se precie; huelo entonces la zona coloreada con cierta inquietud y, efectivamente huele a moho que tira de espaldas; bueno, pues a mí a lo que me huele es a hotel, lo que favorece que ingiera el pastelillo con sumo agrado y fruición (me encantan los hoteles) y que incluso pida me envuelvan media docenita para llevársela a Lourditas, que, aunque diabética la pobre, gusta de fruslerías y confites.
          El ascensor del hotel era de palo santo y filigrana de latón bruñido. El ascensorista era un letón fornido, barbado y de nombre Jouzapas. Él fue el que pulsó el botón luminoso del sexto piso. Al llegar nos despidió con un efusivo "¡ardievas!", que en letón significa "adiós". Nosotros le sonreímos. Nosotros éramos mis cuatro hermanos y yo. Los nombres de mis hermanos son irrelevantes, sobre todo el del benjamín, que se llama Zigor.
          A los cuatro les puse el esquijama y les administré una cucharada de Calcio 20. Yo, a mí mismo, me administré un supositorio C-3 y me dirigí a mi suite júnior. 
          La tragedia estaba a punto de estallar.
          Mientras disponía en el secreter los útiles de escritura para comenzar la misiva diaria a Lourditas la tierra comenzó a temblar. Un ruido ensordecedor me ensordeció con una lógica aplastante, tan aplastante como la acción del techo al desplomarse sobre mí. Ensordecido y aplastado y oliendo a moho de manera desaforada me fui convenciendo de que ya no culminaría la carta a Lourditas, ya nunca más pondría a mis hermanos el esquijama ni les daría más Calcio 20, ya nunca más le compraría mojicones a Doña Régula, se acabaron para siempre mis supositorios C-3 y a Jouzapas ya nunca más le oiría decir ¡ardievas!
          Mis hermanos murieron todos. Jouzapas, lo mismo. A mí me salvaron in extremis las hermanas del Crédito Rural que tenían su asamblea anual en la Sala Excelsior del hotel. 
          Quedé incapacitado de medio cuerpo hacia abajo, hacia los pies. Me lo hago todo encima, no ando y de las prácticas coitales ni hablamos. 
          Lourditas me abandonó de momento, la comprendo a la muy puta.
          Sigo gustando de los establecimientos de hostelería, aunque ya voy poco a los hoteles, las hermanas Crediticias me tiene confortablemente vigilado en este asilo rural, donde me guardan los medrugos de pan viejo que saben tanto me gustan, cuanto más verdes mejor. Los huelo con placer porque siento cómo me transportan con sus mohosos aromas a hoteles de ensueño con ascensores infinitos y ascensoristas letones, con alfombrados pasillos donde bailan mis hermanos luciendo sus esquijamas de fiesta y brindando alegres con relucientes copas de Calcio 20.

23.1.20

453. Un gobrierno pogresista


          Cuanto más leo más abjuro de lo que escribo. Por la ventana asoma una luz que nace en una mañana cualquiera de enero, una luz que da miedo porque insiste en recordarme los momentos inhóspitos del pasado. Cuántas veces no habré leído las sensaciones expresadas por el autor ante la luz que penetra en su habitación, pero mostradas con la profundidad necesaria y la lógica implacable de la idea subyacente, que con sublimidad inherente a su talento nos expone en límpidas frases y sencilla belleza. La luz que se infiltra en el autor no difiere de la que se infiltra en mí. Pero a diferencia de aquélla, la luz que me atraviesa no dispara el subsecuente hecho creativo que sí genera en el escritor admirado. Un simple recuerdo—un trozo de magdalena mojado en té—le sirvió a Proust para culminar su magna obra "A la recherche du temps perdu", obra que teje un infinito entramado de recuerdos superpuestos más tupido que la propia vida, en un constante movimiento perpetuo que va generando estructuras de pensamientos e ideas enlazados unos a otros por esa sustancia inerme que constituye el talento literario. La luz de esta mañana me produce sensaciones, me trae recuerdos, alguna que otra emoción antigua, pero no me deja el sustrato necesario para desarrollar el relato que satisficiera mi propensión a escribir. Tras esta luminosidad mortecina que avanza por un día plomizo de un enero que no acaba, debería esa parte de mi cerebro—creo que se llama hipocampo—generar una continuación ya fuera recordada, imaginada o inventada que enlazara aquella luz con un suceso real o ficticio, es decir, me hiciera abrir las puertas de la narración, ese paraíso de mentiras verdaderas y verdades falaces que tan felices nos hace o tan útil nos resulta para sobrellevar la feroz rutina de esta vida. 

          Lo seguiré intentando:

          En un intento de acabar con mi vida en esta mañana de un enero atroz de nostalgias, la luz mortal del amanecer me apuñala en la desprevenida duermevela de la aurora. La noche me ha dejado sumido en un amargo sudor de insomnio y el desierto de la garganta me hace levantarme para apurar los dos dedos de whisky que aún quedan en la botella. Enciendo un cigarrillo y repaso mentalmente todos los pormenores del plan. Me visto, no me afeito y compruebo que la seis balas del tambor de mi revólver se hallan dispuestas ordenadamente en sus nichos de muerte. Salgo a la calle que me recibe con puñales helados dispersos en un viento que augura la nieve. De camino al café me cruzo con una mujer joven que va llorando emborronando de rímel unos ojos que intuyo de un azul claro...

18.1.20

452. Fotomatonismo


          Sigo con los dedos índice y corazón, dando golpecitos sobre el hule de la mesa de la cocina, los sones luminarios de la kora de Toumani Diabaté. La kora es un instrumento de cuerda de origen malinés o senegalés o gambiano, qué más da. Tengo a Toumani frente a mí. Es un negro fibroso y grande, con rasgos menos pronunciados que etéreamente definidos, es decir, sus rasgos dibujan ancestrales rasgos de carácter tribal sin arrostrar visiones o pensamientos soberbios o poderosos. Sorbe el café que le preparo con deleitosos ruiditos labiales y una sonrisa de beatitud oscura que opaca la atmósfera de la cocina. Los sonidos de la kora se clavan en las sartenes como dardos atómicos, también se clavan en los cazos de cobre como rayos cósmicos, y también en los puchero, pero como haces de luz sideral. Los dardos, rayos y haces reverberan en todas direcciones y me hacen recordar días no vividos, aquellos días de inacción y disgregación donde nada era imposible porque todo lo era. La magia prudente de estos sonidos derrumba concepciones animistas y resuelve cuestiones de geopolítica atrasada y de unionismos decadentes y protoraciales. Lo que intento expresar es que el negro sorbe tomando café y es feliz dándole a la kora, y que yo puedo acceder a esa felicidad si le disparo en la cara para que no sorba y deje de tocar la kora maldita. Sería preferible que sorbiera la kora y metiera los dedos en el ardiente café, o que regresara a Malí o al Senegal o a Gambia, qué más da. Lo dejo y salgo a la calle a pasear infames pensamientos que dejarán las aceras de mi barrio llenas de ideas excrementicias que no recojo y que sedimentarán odios y ojerizas en los comerciantes trashumantes de la zona. Que se jodan. Me anima esa podredumbre que rechazo de mi mente enferma, me vacuna su salida y deposición en el asfalto suburbial de la ciudad que habito casi en soledad perpetua. Regreso con viandas a punto de perecer para que el negro coma. Sólo come alimentos de cocción difícil, es por ello que le traigo fufu, maafe y batata arriana. Él se prepara sus comistrajos mientras yo encero la panza de la kora con grasa de caballo jerezano y lustro las cuerdas con sebo agreste de cebú. Toumani y yo nunca hablamos mal de nadie, en realidad nunca hablamos de nada porque me crispa y le crispa los timbres de voz correspondientes, así que optamos por la mueca y el gesto, ya sea condescendiente o despreciativo, según las características del hecho que origina la comunicación. El hecho incuestionable de que yo sea también negro dificulta sobremanera nuestra relación. El no puede comprender que de puertas para adentro yo soy criollo, criollo hasta no poder más, con pensamiento criollo, desarrollo cognitivo y conductual criollo a más no poder, con modos y costumbres de praxis absolutamente criolla. Es eso y no otra cosa lo que nos hace vivir un imposible categórico y desechar de nuestro pensamiento un futuro compartido en estratos más elevados del espectro sentimental.

7.11.19

451. Túnez


          Todo el mundo se sintió conmovido por el robo del cuadro. Yo no me sentí conmovido, porque a mí no me conmueve nada relacionado con las bellas artes. Conceptos como arte, cultura, creación, me hacen sospechar que detrás ha de haber siempre un comisario con tremendas ganas de enfundarse un uniforme y sugerirme con firmeza con qué cosas mi emoción ha de ponerse en marcha y con qué otras ha de detenerse. Se detenta el poder con el látigo o con el beso. Se domina con un bitcoin o con un capelo cardenalicio, con una quijada de burro o con un trazo de pincel en el sitio adecuado. Gentes que jamás habían visto el cuadro, que ni sabían con exactitud dónde se ubicaba el museo que lo exhibía, aun estando en la misma ciudad en la que residían, se sintieron de pronto apesadumbrados por el latrocinio infame infligido a "su museo", a "su ciudad", todos ellos, de improviso, depositarios de un presunto amor común por la pintura en general y por la robada en particular. El espectáculo, para mí irrisorio, se iba extendiendo como sábana de estulticia por todas las capas de la sociedad. Ya todo el mundo sabía el nombre de la pintura, el nombre de su autor, el estilo pictórico al que se podía adscribir, y hasta sus medidas exactas. La policía, transcurrido un mes desde la infausta noche de la perpetración del delito, no sabía ni por dónde empezar sus pesquisas. Tras treinta días el cuadro estaría ya en manos del obseso coleccionista y puesto a mejor recaudo, sin duda, del que tenía en el museo. Yo seguía disfrutando como un chino rico con la representación frenética de mis conciudadanos exponiendo en foros culturales y tertulias improvisadas sus cuitas y desazones estéticas por la irreparable pérdida de tan insigne obra.
          Me hallaba visitando la sala expoliada un sábado por la mañana, con un inusitado número de personas deambulando con paso cateto por los diferentes ámbitos de las galerías y salones del museo, cuando me encontré enfrentado al vacío que dejó el cuadro desaparecido. El espacio, de 1,5 metros de alto por 2 metros de ancho, testificaba una nada proclive a la sugerencia, a un pequeño éxtasis meditativo. Dos moscas a mi alrededor improvisaban la eternidad de sus incomprensibles movimientos desconocedoras de mi suprema habilidad, casi innata, para cazarlas al vuelo. Primero una y luego la otra acabaron en la palma de mi mano izquierda. Con la yema del pulgar de mi mano derecha aplasté primero una y después la otra en el ángulo superior izquierdo del blanco rectángulo desnudo. Me alejé unos metros y volví a acercarme. Con mi pluma Montblanc Meisterstük firmé con seudónimo en el ángulo inferior derecho. Me alejé unos metros y me fui.
          Han transcurrido diez años desde que ocurrieron los hechos narrados. Los acontecimientos posteriores son ya de todo el mundo conocidos.

20.10.19

450. Bromas aparte



          El otoño, estación de naturaleza crepuscular, se atomiza en alfileres por el aire de la mañana. La ciudad en la que vivo es incrédula con el otoño, fanática del estío, entusiasta de la primavera y humilde con el invierno, pero del otoño ni confía ni se siente partícipe, lo mira condescendiente como a un invitado inevitable e inoportuno.
          El otoño, como cualquiera de las estaciones, me importa un carajo. Siento la brusquedad de mis palabras, pero casi todo lo que ocurre en el cosmos me importa un carajo. La astronomía, las leyes físicas que intentan discernir el orden general que rige el movimiento de los cuerpos celestes, el clima y sus muchos avatares, los planetas y sus aburridas circunstancias siderales, toda esta pamema logística de lo inabarcable me la pela de manera absoluta. Nada de ello, incluidos los agujeros negros, la antimateria, la teoría de cuerdas me ayuda a que Lolita (si, coño, Lolita, la hija de La Faraona) se enamore de mí. A ella no solamente le importa otro carajo todo esto del cosmos—cosa que nos podría unir—sino que además le importo otro carajo yo, lo que redunda en mi estado de tristeza habitual. Cada día la quiero más (yobí yobí, yobí yobá), sea otoño o primavera. Pero ella a mí no.
          Resumiendo: estamos a finales de octubre, me suda la astronomía y estoy enamorado de Lolita Flores. Y como no tengo nada mejor que hacer, ayer me chupé íntegro un tutorial en el que un joven sudamericano—los protagonistas de los tutoriales siempre son sudamericanos sea la materia que sea de la que traten—me explicó pormenorizadamente qué cosa es la homotecia. Pero el conocimiento de la ecuación que demuestra la relación existente entre los objetos matemáticos homotéticos me dejó igual de triste, si no más que antes. Ya de noche, en otro golpe astral, me dio por escuchar la discografía completa de un grupo alemán llamado  Einstürzende Neubauten. La tristeza, mi tristeza, alcanzó el rellano de la escalera. Me he levantado de color gris, con la boca pastosa, llevo un pijama desconocido con motivos de propaganda LGBTI, desayuno por inercia cereales de antaño y fruta de temporada. Pongo un microsurco antiguo de Lolita, de 1975 (“Amor, amor”). Transcribo la letra para deleite de mis lectores/lectoras:

          Amor, amor, amor, amor, amor
Quisiera detener
Ahora el tiempo
Por estarme contigo
Siempre sintiendo
Como yo siento ahora
Nunca he sentido
Me haces soñar despierta
Me siento niña
Amor, amor, amor, amor, amor
Cuando miro a tus ojos
Azul del cielo
Es blanca tu sonrisa
Trigo es tu pelo
Yo veo amanecer
En tu semblante
No quiero separarme
De ti un instante
Amor, amor, amor, amor, amor
Estoy enloqueciendo
Hoy quiero eso
Vivir de tus caricias
Y con tus besos
Porque estando contigo
Es todo tan hermoso
Que me siento feliz
Con verte a ti dichoso
Amor, amor, amor, amor, amor
Amor, amor, amor, amor, amor
Amor.

15.10.19

449. La anomalía


          Los soldados vivaquean a las orillas del Volga. Una nube, un cirro en forma de langosta, se aproxima por el Este. El sol, de un amarillo terroso, gobierna el mediodía, y el viento de levante hace latir la copa de los tilos y los dispersos alerces. El río es un espejo curvo que se retuerce entre campos devastados y bosques casi extintos.Todo es olor a pólvora, todo es humo. El aroma pestilente de la guerra enajena todo aquello que de vida natural ha reinado entre los hombres. Los pájaros huyen y las orugas, atónitas, se aquietan entre los terrones diseminados de la tierra reventada.
          El cabo H., que morirá dentro de cuatro horas, descansa en este intervalo que ofrece la batalla. Piensa, medita y llora lágrimas espesas, turbias, lágrimas de miedo y desesperanza. Todos sus compañeros de pelotón han muerto, sólo queda él. Dentro de unos minutos, el mando ordenará el avance, cruzarán un puente de hierro e intentarán hacerse con la colina. Dentro de cuatro horas yacerá en la hierba con la cara destrozada. El cabo H. tiene diecinueve años, no sabe rezar, apenas sabe leer, su padre murió en otra guerra y su madre sabe que su hijo no volverá. El cabo H. no comprende la vida, y no comprende la muerte, con su edad es difícil comprender algo. Sabe, en su parca experiencia, las cosas que le han provocado alegría, esperanza, gozo, emoción, y las otras que le provocaron inquietud, miedo, angustia y dolor. Quizá sea éste el único conocimiento verdadero que necesitamos para vivir. El cabo H. siente una punzada en el esternón, es una opresión lóbrega, como si un gran insecto alado despertara en su pecho y se desperezara antes de echar a volar. Un amargor supurante anega la garganta del joven soldado, que baraja negaciones a todo cuanto ve a su alrededor en un anhelo de desaparecer de aquel inhóspito y mortecino paisaje. Su mirada se oscurece o es el cielo el que se apaga en un florilegio de ocaso y humo.
          Ya la orden de avanzada moviliza los cuerpos derrotados. Un orden somero de hombres armados enfrenta el puente con la justa marcialidad de reptiles ciegos abocados a la hoguera.

8.10.19

448. La pelliza de Montiel


          La tijeras.

Las tijeras brillan semi-abiertas sobre el tapete azul.

          La jarra de agua.

La jarra de agua, cubierta con una tenue servilleta de hilo, al lado de las tijeras, deforma, desde mi posición, quebrándolas, la longitud y horizontalidad de las partes niqueladas. El líquido deforma la geometría del cortante objeto en una metálica dismetría de óptica quebrada y turbia refracción. La alquimia de la imagen rota, el sustrato mágico del filtro acuoso que suscita la metáfora de cuantas cosas vemos en el mundo real y que nos engañan y sugieren otras realidades en los mundos que no vemos.

          La garganta de Brenda.

La garganta de Brenda, pienso en su cercana garganta, las tijeras semi-abiertas me obligan a fantasear con su cuello inmóvil, durmiente, ligeramente inclinado, la cabeza apoyada en un ángulo del sillón. Un ligero latido subyace en la piel, cerca de esa zona donde confluyen y anudan venas y arterias suavemente fluctuantes, serenas, de un dinamismo tenue y maquinal. Sería tan fácil hundir allí las tijeras y admirar cómo el bronco géiser tiñe de rojo las cortinas, la alfombra y el viejo quinqué de la mesita. Brenda transitaría de la vida a la muerte entre mínimos estertores, dos ligeras convulsiones a lo sumo, y se hundiría en la oscuridad plena sin saber siquiera lo que estaba ocurriendo.

          El instante.

El instante, porque sólo ha sido éso, un instante, ha revertido toda la pasión, toda la poesía y el ardor romántico de la escena casi gótica del asesinato que iba a tener lugar. Mi mano ya asía con fuerza las tijeras cuando Brenda desliza su brazo y con la palma de su mano desplaza ligeramente una de sus nalgas y expele una ventosidad tronante, mefítica al instante, de duración desoladora. En mi carrera hacia la puerta se me caen las tijeras y tropiezo con la tuba dorada del abuelo Elmintio. El corazón se sosiega poco a poco en el rincón de las agalias del jardín, recupero el hálito pulmonar adecuado y relajo el espíritu encendiendo una Abdullah emboquillado. Pero, de todas formas, el llanto está ahí y las lágrimas ya brotan insurrectas de mis ojos y anegan mi incipiente barba de asesino fracasado. Oigo la cantarina voz de Brenda que me llama desde la puerta y me reclama para que la acompañe a merendar los mojicones con cacao que ha preparado. Espero que se haya lavado las manos.

30.3.19

447. Las bañistas de Fragonard


          En la era posibilista de Drummond, bueno cerca de la era, vivía Simmons en una pequeña choza simbolista. Se llevaban a matar, claro está. Mientras éste leía sobrecogido el exabrupto teológico de Bloy, aquél dormitaba entendiendo (poco) entre líneas a Comte. Cerca de los ciruelos frondosísimos de la huerta de la finca de la condesa de Sals-Nëu había un estrafalario constructo paralelo a la abadía de los Frailes Túrbidos de Saint Antoine. Un constructo es una entidad hipotética de difícil definición, pero dentro de una teoría que la engloba y la nutre. Por tanto, allí, en esa precisa localización no pintaba nada. Las meras entelequias que, ésas sí, se veían por aquí y por allá en la comarca, cumplían su función banalizadora y astringente en la mente labriega y en la mente hidalga, más nunca, en subiendo el social escalafón, dirimían cuestiones de más amplio y alto rango conceptual. Los pobladores todos así lo sabían y entendían. Todos menos dos: Drummond y Simmons. El dueño de la era era hábil, pero perezoso; el ocupante de la choza era inhábil, pero muy activo. La zona más filosófica de la Bretaña es sin duda la de Morbihan, allí, según las cifras que nos ofreció el martes pasado monssieur Lecrèrc, del Departamento Bretón de Estadísticas, hay en dicha región un filósofo cada kilómetro cuadrado, es decir hay censados 6.823 filósofos en la zona bretona de Morbihan. Por escuelas, éstos se dividen de la siguiente guisa: Pitagóricos (11), Epicúreos (16), Estoicos (9), Cínicos (18), Platónicos (109), Neoplatónicos (123), Sofistas (3), Escolásticos (711), Nominalistas (87), Humanistas (609), Racionalistas (444), Empirista (199), Positivista (1109), Neopositivistas (71), Existencialistas (280), Marxistas (3.024), Estructuralistas (34), Neokantianos (50), Humanistas Cristianos (399), Deconstructivistas (106), Filósofos de la Liberación (281). No obstante, puédese pensar, y de hecho así muchos lo piensan, que existen filósofos feraces, cimarrones, salvajes, anárquicos en sus quehaceres de pensamiento y doctos en la usurpación de su propia imagen, ya sea ocultándola o disimulándola bajo variopintos ropajes o bizarros disfraces. Este pensamiento filosófico bretón oculto disemina el polen de las ideas en ámbitos siempre oscuros, zonas alejadas de los humanos conglomerados metropolitanos conocidos y consabidos, haciéndolo entonces en excusados tabernarios, vestuarios de gimnasios proletarios de boxing, cuadras de desmontes, patios de conventos escombrados o jaulas extintas de extintos zoológicos. No por ello estos pensamientos distan de la excelencia canónica, incluso alguno albergaría la gloria si desarrollara su tesis en foro adecuado, pero la vida del filósofo boscoso o del tendente a las sombras de las ruinas de palacio es enemiga de la lógica del aire y de la concatenación de hechos de esta vida real a la que tanto aborrecen y que tanto los aborrece a ellos. Así pues, nos quedamos con los filósofos censados y a los otros que les den dos francos antiguos y emigren a los cantones suizos, donde podrán lamer las efigies escultóricas en mármol, bronce, piedra granítica o alabastro de Lavater, Prévost, Rousseau, Piaget o Vanier, todos ellos muy filósofos, muy suizos y muy poco dados a perderse en los bosques de Bretaña. Drummond y Simmons se desvanecían en su era, en su choza, como entes silogísticos entre las pléyades del mar del Norte en espera de una aurora boreal que diera cierta inmanencia a su rancia disputa, deseando la elisión de algunas líneas erróneas del pensamiento del otro, aun sabiendo que ello era pura desazón del espíritu. Ni Drummond ni Simmons habían estado nunca en el Mont Saint-Michel, aunque siempre soñaron con en el suicidio del otro en su adyacente bahía. 

17.3.19

446. Mis seres queridos


          “En este espacio sin medida y sin color, sin tiempo ni dimensiones apreciables, en este mundo sin ideas ni sonidos, sin aromas ni sensaciones, en este mundo sin emoción ni instinto, sin angustia ni agonía, sin presagios ni recuerdos, sin alegría ni miedo, sin esperanza ni amor, en este mudo sin principio ni fin ni Dios, en esta nada de eternidad inconcreta vivo escueto y sonrojado en la inacción absoluta de un pensamiento tan efímero como inútil. El arañazo universal se desvanece en una falsa ilusión sin origen y sin futuro, porque el pasado nacido de una perplejidad ahonda y ahonda en un sumidero imaginado y tan real como la mayor de las mentiras. De oscuridad incierta como la luz de las palabras surge una apreciada e inapreciable negación que la infravida y el inframundo amarillean en una especie de ceguera inconsútil, desvanecida en inciertos paisajes nunca vividos ni recordados, pero sí aludidos en otros mundos de dimensiones desconocidas u olvidadas. En este etéreo ámbito, sin yo ejercer el poder no conferido, las huestes horrísonas e irisadas de los mitos venideros, cuya sede necesaria suele estar en sitios innominados, asolan a los inmundos entes, que como yo, coexisten de modo infra-atómico en una nonada delicuescente y sin esperanza a la que poder asimilarse”.

          Estadísticas:

Páginas  1

Palabras  213

Caracteres sin espacio  1077

Caracteres con espacios  1300

Párrafos  1

Líneas  14

Fuente  Calibri (Cuerpo)

Estilo  Filosófico-científico. Ciertamente metafísico. Directo aunque especulativo. Didactismo dudoso.

Calificación editorial  3,5

Calificación popular  0,5

Calificación del autor  0


7.3.19

445. No era Indalecio Prieto


       
          He perdido el sentido de humor. No sé dónde lo he puesto. Tampoco sé en qué momento lo he empezado a echar de menos. Por cierto que a su vez, también he perdido mi talento literario o aquello a lo que yo denominaba de tal modo, quizás en un imperdonable acceso de vanidad. Existe la posibilidad de que los haya perdido ambos en el mismo lugar y el mismo instante, podría ser. Lo cierto es que son dos pérdidas importantes para mí. No tengo muchos sitios ni muchos instantes en los que buscar, y ninguno de los dos, ni el talento ni el humor, tienen una forma reconocible para dar con ellos de un simple vistazo. Me comunica mi director gerente que ambas cosas se van diluyendo con el paso de los años, pero tengo por costumbre poner en duda lo expresado por hombres zambos, y por entre las piernas de mi director gerente pasaría sin roce alguno la gorda Graciana, la de recursos humanos. La vejez vislumbrada no ha de conllevar forzosamente la merma del humor y del talento, es más, los más acrisolados intelectuales de esta sociedad que habito, aparte de ser unos vejestorios de mierda, permanecen anclados en su sempiterno y fino humor así como en el más sólido y bruñido de los talentos. La decadencia en mi caso ni tan siquiera la considero, tan solo ocurre que me he convertido en un ser ciertamente perdulario. No es sólo el talento y el humor, ejemplo de entidades inmateriales y abstractas, es que también he perdido en los últimos cinco meses cinco objetos materiales de un valor mayor o menor, pero importantes per se para la obtención de una mínima felicidad en el planeta, quiero decir para la obtención de una mínima felicidad de mi persona en este planeta Tierra en el que nos encontramos y no en otro, en el que, obviamente no nos encontramos ni nos encontraremos. Entiendo que esto a ustedes les interesa muy poco, apenas nada, les importa una higa, pero así y todo voy a hacer la relación pormenorizada de estos objetos para mí tan esenciales, voy allá:

01. Un relicario de plata repujada con una cadenita igualmente de plata, que guarda en su interior once pelos de mi primera novia, que se llamaba (ya murió) Nicasia P.: un pelo de su rubio cabellito, una cejita, una pestañita y los otros ocho, de su enorme pubis.

02. Un sello de Franco de una peseta de 1945. Picasso con un lápiz Alpino® colorado le pintó cuernos (sólo uno, porque el Caudillo está representado de perfil) y lo firmó. La escena ocurría en el Café Procope de París. Mi abuelo estaba en la mesa de al lado. Vio como el pintor le daba el sello a la linda camarera, que resultó ser de Astorga, y que al punto guardó en su almidonado delantal la estampilla con nerviosa sonrisilla y arrebol en sus mejillas, pero su poca diligencia y nerviosismo hizo que el regalo postal de Picasso se cayera del bolsillo del delantal sin que la astorgana o el pintor se dieran cuenta del hecho. Mi abuelo, disimuladamente lo cubrió y lo arrastró con su pie y con el mismo disimulo lo recogió. El sellito en cuestión sirvió para dos cosas: tener un Picasso en casa y que mi abuelo se casara en segundas nupcias con la camarerita de Astorga, mi abuelastra, Wendy P.

03. Una lata de atún blanco marca "Lola" de 125 gramos del año 1982. Fue lo primero que compre con mi primer sueldo en la ferretería de mi tío Silas P. allá en Fuencilla de Torquemada, provincia de Guadalajara. Al poco, tío Silas murió de sífilis terciana. Yo usaba la lata de pisapapeles en mi despacho.

04. Un ojo de vidrio de la muñeca "Polly Doll", que perteneció a mi prima, Visitación P., muñeca a la que enucleé uno de sus ojos con una navaja Vitorinox® que me regaló mi padre por mi decimotercer cumpleaños. La Visi, lo que es la vida, perdió un ojo de mayor durante una clase de costura, al enredársele un acerico entre sus bonitos y sedosos bucles rubios.

05. Un llavero con el escudo de la Cultural Leonesa, mi equipo de fútbol favorito. El llavero portaba enganchada una sola llave, que abría un artilugio de complicada mecánica y que no interesa a nadie saber más de este asunto.

23.2.19

444. Desdichas y mortandades


          Los días están pasando como siempre, desde que fui consciente de que existe un fin (frase aburrida grado —fag— 6). Hasta entonces no existía el tiempo o no importaba que existiera (fag 7). Nadie recuerda el momento, el día en que por vez primera fuimos conocedores de que todo tenía su fin, también cada uno de nosotros, todos moriríamos algún día (fag 8). Sé que desde ese día infausto, comencé a comprender la conducta de los hombres y la de los animales (fag 6). Vivir con la carga de la muerte no es vivir, es el mayor error/horror de la Naturaleza, es algo esencialmente antinatural, una anomalía de proporciones monstruosas (fag 3). Toda conducta amoral del hombre queda supeditada a esa conciencia de su final (fag 4). Vivimos en el corredor de la muerte y en ese estado físico y mental se nos quiere imponer una ingente batería de normas de actuación, de reglas, de leyes y de conductas que incidan todas ellas en el puro teatro de la conformidad con la vida y en la obligatoriedad de la búsqueda de la felicidad (fag 4). Llorar por las esquinas de la desesperación, gritar a los abismos de dolor y a los pozos de incertidumbre no está bien visto en esta sociedad cosmética, que ha de maquillarnos a todos con los afeites de la alegría impostada y la conformada sonrisa de la aceptación, incluso exigiéndonos el agradecimiento en la mirada (fag 4). Ayer oí que nadie pide nacer, que además no sabemos vivir y que por último, no queremos morir (fag 5). Nada más cierto, pero también nada más trágico y grotesco (fag 8).
          Estorninos haylos que no necesariamente, más por consiguiente y por tanto, es capaz alguno de ellos de existirse no siempre de manera innecesaria (frase divertida grado —fdg— 8). Si estornino fuera o fuere palíndromo érase o seríase estorninoninrotse; de no ser así, ni palimpsesto alcanzara su ser (fdg 9). De nuevo los monjes y las monigotas de medievales haldas ensortijando embudos confeccionados con estornináceos picos, sin admonición previa de profeta alguno (fdg 7). A la estornina de Murcia no la enjalbega ni la repantiga sino los provisionales alféreces de podrido ros y agrietada polaina (fdg 6,5). Damajuanas de tinto con casera y porrones de jugo de arlequín en las fiestas de matanza de estorninos dulces innecesarios, porque estorninos haylos para la matanza necesaria y para la otra, la consiguiente en horas precisas (fdg 7). Graznan ellos en torno a y alrededor de sin otra ausencia que la de y la veneciana concepción de su (fdg 10). El estor de Nina es muperoquemú, el dromedario de Palín es teladé y el armazón de embudos es deloquenó (fdg 9). Sinaloa o sin aloe es o son de veras cosas sin hache, sí lo son Sinachoa o la achoa verdadera veracruzana, testimoniales éstas, como conceptuales las otras si acaso, o no (fdg 8,5).

19.2.19

443. Latinajos y tinajas


          Luis José Gili Poyatos sufrió mucho durante su niñez y su adolescencia, sufrimiento inherente al hecho de arrastrar, como vergonzoso fardo, el peso de semejantes apellidos. Pero una vez que se hizo multimillonario, ya todo le dio igual, incluso se cambió, acortándolo, el segundo apellido, dejándolo en Poyas, y cambiando igualmente su nombre, que dejó de ser Luis José, para llamarse, a partir de entonces, Soyún, nombre árabe muy corriente en el sur del Yemen. Sus tarjetas de visita, por tanto, lucían orgullosas en huecograbado su nuevo nombre: Soyún Gili Poyas. Desde ese momento disfrutó y disfruta una enormidad al presentarse en lugares en los que su inmensa fortuna le otorga tal halo de prestigio y honorabilidad que hace imposible para todos los presentes la menor de las muecas de burla o el más leve comentario jocoso, so pena de caer en desgracia para siempre ante el presidente del holding y acabar la sesión con un fulminante despido.
          Mi nombre es Mario Marí Kohn y también sufrí lo mío en el colegio, en el instituto y en la Universidad, bueno, en todos lados, porque no me hice millonario como Luis José (Soyún), y a los que me presento en el lugar que sea se les afloja el muelle de la risa, e incluso algunas señoras mayores ha habido que se han orinado al oír cómo me llamo. Conocí a Soyún (Luis José) en un concierto de oboe, al que acudimos los dos equivocados, pues la sala a la que pretendíamos ir era la que ofrecía esa tarde un concierto de pífano a dos manos, instrumento éste al que los dos éramos y somos muy aficionados. Tras el equivocado concierto de oboe, Soyún me invitó a un expreso en la cafetería del conservatorio y luego a un cóctel (un Balalaika) en Casa Lupe, afamado prostíbulo metropolitano, al que sólo había oído hablar de oídas, bueno, al que sólo oía de habladurías que había oído, bueno, quiero decir que oía, de oídas, habladurías que sabía que oía, pero que eran habladurías. Yo no me explico bien, nunca me he explicado bien. Lo voy a intentar de nuevo, es que estoy nervioso, no sé por qué. 1º) Nunca he ido de putas. 2º) Mi nuevo amigo, sí, porque todos los camareros en Casa Lupe le decían don Soyún, y las pupilas se le acercaban con sus bonitos abanicos y le daban discretos y coquetos golpecitos en la entrepierna. 3º) Yo había oído tres veces que existía un lugar así (una vez dos soldados hablaron de ello en un tranvía estando yo presente a pocos centímetros, otra vez dos señoras hablaros de ello en otro tranvía estando también yo presente a pocos centímetros, y una tercera vez dos seminaristas hablaron de ello en un submarino estando yo igualmente presente a pocos centímetros). Por tanto, ahora sí lo voy a decir bien: sólo conocía Casa Lupe de oídas. Fueron cuatro las balalaikas que ingerimos. Al ser éste un combinado agitado que lleva 75 mililitros de vodka, 45 de licor de naranja y 35 de zumo de limón, además de una guinda verde, trasegué en poco tiempo 300 mililitros de vodka y 180 de Cointreau (el limón y las guindas sólo sirvieron para dar una tonalidad verde-amarillenta al copioso vómito posterior). Una borrachera, pues, importante la que cogimos el Suyún y yo. Además, por primera vez en mi vida, accedí carnalmente a un numeroso ramillete de jóvenes y bellas meretrices, que me hicieron pasar una tarde memorable, sino fuera porque no me acuerdo de nada, es decir, así tuvo que ser, porque Soyún me lo contó la semana siguiente, así que sólo sé de oídas lo que pasó en Casa Lupe (y no empecemos de nuevo). Estuve dos días de resaca y cinco metido en un submarino antes de volver a ver a Soyún, porque mi empresa se dedica a la comercialización y venta directa de embarcaciones submarinas para órdenes religiosas. La semana no se dio mal y fueron tres las unidades vendidas: un submarino nuclear para los Hermanos Dominicos de Portonovo, un modelo básico (sin duelas ni sotalugo) para los Monjes Urticariantes de Cartagena, y uno equipado con armamento químico y batiscafo para las Hermanas Consolidadas de Panticosa. El sábado, muy temprano, me llamó Soyún, que sólo sabía de mí que me llamaba Mario, que gustaba de oír el pífano y que sólo había ido de putas una vez en la vida, hacía una semana precisamente. Cuando le vi llegar por la avenida de Los Templarios —habíamos quedado en la terraza del Café Saigón— me levanté para saludarle y nada más sentarse le confesé la cruda verdad de mis apellidos. Él no sólo no mostró ni el menor atisbo de burla, sino que incluso llegué a notar ciertas arruguitas de conmiseración en sus arcos cigomáticos y una como acuosidad en sus ojos muy cercana a la consistencia de la lágrima. Puso su mano sobre la mía y me dijo: "Me llamaba Luis José Gili Poyatos. Ahora me llamo, porque así lo quise, Soyún Gili Poyas y porque de perdidos, al río. Y al que se ría le jodo la vida de por vida". Mi admiración por Soyún creció exponencialmente en un instante. Su concisa declaración y el tono con la que la expuso me amistaron con él hasta el fin de los tiempos. Creo que a Soyún le ocurrió lo mismo. ¿Y qué otra cosa mejor se podría hacer en aquella extrema circunstancia que marchar a celebrar el comienzo de tan entrañable amistad a Casa Lupe, donde a ritmo de balalaikas nos refocilaríamos con el nutrido ballet de tiernas hetairas casalupanas hasta el amanecer? 
          Y eso hicimos, ¡vive Dios! Es, por consiguiente, la segunda vez que me voy de putas en mi vida, y en menos de diez días.

9.2.19

442. Una nueva prosperidad


          Tengo en casa desde ayer a un caballero templario. Llamó al telefonillo y le abrí, creyendo que era un paquete que esperaba de Amazon. Mi atonía muscular, sobre todo la facial, duró los instantes necesarios y precisos para que se colara en casa. Vivo solo en un piso antiguo y enorme; sus techos son muy altos y tengo mucho dinero desde siempre, aunque no ejerzo de hombre rico en ninguna circunstancia y mis costumbres pasan por ser de una frugalidad y de una sencillez frailuna y cartujana. Como si conociera el camino el templario caballero se dirigió a la habitación más alejada de la casa, la situada al final del pasillo, a la izquierda, al lado del gabinete de la tita Brígida. En aquel cuarto sólo queda una desvencijada cama de matrimonio con dosel y un arcón apolillado con las casullas del Obispo Lebrón, mi tío. No ha salido de la habitación desde que llegó hace ya algo más de veinticuatro horas. No he dormido en toda la noche, conmocionado y paralizado por la súbita aparición del personaje y por la incertidumbre que me provoca el no saber qué conducta tomar, cómo proceder con un mínimo de cordura ante una situación tan anómala. Esta mañana le he acercado a la puerta una bandeja con algo de comida y un bacín de hojalata que encontré en el desván, pero no ha dado señal alguna de vida, y ya van a dar las campanadas de mediodía en la torre de la iglesia. Se me erizan los vellos de la nuca cuando me acerco a la puerta de las usurpadas dependencias de mi indeseado inquilino. Pero algo tengo que hacer, así que armándome de valor y rezando previamente una jaculatoria al Santo Tello, golpeo tenuemente con los nudillos en el batiente, y al momento la puerta se abre y me enfrento a la pétrea figura del caballero, con su manto blanco y su cruz roja en el pecho. Mi atonía muscular se adueña nuevamente de mí como en el primer encuentro y no puedo articular una sola palabra. Esta situación dura la eternidad de cinco segundos, tras la cual el caballero me estampa con furia la puerta en las narices y me sume en el reino de silencio de este enorme piso de altos techos, largos pasillos y ruidos amortiguados de espectros sugerentes. Los niños de labio leporino, mis primitos León y Ramona, los que ocuparon en vida la habitación de la antigua logia, la que está frente a la cocina, se me aparecen al final del pasillo. Llevan unos clavos en la boca y cada uno porta un gran martillo en sus manitas. Dan un poco de miedo. Suspiro y rezo a Santa Nadia de Siena mirando al techo, pero allí está tita Brígida, en una levitación demoniaca extrayéndose con las uñas de sus dedos afilados las vísceras de su vientre rojo y negro. Retrocedo con el lógico espanto que provoca la contemplación de estas escenas ciertamente infernales. En mi huida violenta tropiezo con el báculo del Obispo Lebrón, mi tío, de cuyas cuencas brota un río oscuro y vibrátil de negras larvas y de cuya boca nace una especie de homúnculo de teratología plena. Llamo desaforado y con la solidez de mi angustia a la puerta del caballero templario. Grito e imploro su ayuda, le exijo en nombre de Dios que ayude a un pobre cristiano perseguido por las fuerzas del mal. La puerta se abre. El caballero templario me mira con la iracundia medieval de sus ojos inyectados en sangre, desenvaina su espada, cuyo pomo luce la cruz paté y cuya hoja acanalada se alza al techo impulsada por su brazo fiero, y se lanza en mi persecución a lo largo del interminable pasillo. Corro con los ojos cerrados. Grito desaforado. Me lo hago todo encima. Suena de nuevo el telefonillo. Alcanzo la puerta y esta vez sí que aparece el empleado de Amazon con el paquete solicitado el pasado jueves. Pedí un estentor de seis badulios en prisma. Yo pensaba que ya no los fabricaban, así que la sorpresa fue mayúscula. Y tan solo por 9,95€. Con tremendo nerviosismo abro el paquete y emocionado sostengo entre mis manos el estentor soñado. El runrún de los badulios me adormece, me sosiega, me sirvo un vaso con dos dedos de Dalmore y dejo pasar la tarde entreviendo, a través de los visillos de la balconada del salón, las ramas fluctuantes de los tilos de la avenida.

29.8.18

441. En la bodega


          Hay un trampantojo en el muro que se encuentra frente a mi ventana. Allí alguien ha pintado con extraordinario realismo a mí mismo asomado a la ventana con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con realismo admirable, representara mi precisa figura asomada a mi propia ventana con la expresión facial propia de quien observa, a través de la ventana, el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado con realismo digno de encomio mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud. No sé el tiempo que la pintura lleva ahí, nunca abro la ventana, por tanto, nunca me asomo y nunca, por tanto, veo el muro; es más, nunca sospeché que un muro se disponía frente a mi ventana, porque nunca la abro y, por tanto, nunca me asomo. Cierro la ventana. Me siento en la silla única bajo la única bombilla y reflexiono. Mis libros se hallan inestables en la librería; mi cama está desvencijada; la vieja cómoda se tuerce hacia un lado. En realidad son mis libros los que son inestables, es mi cama la que en su esencia es desvencijada, como torcida es en sí misma la vieja cómoda. Pero delante de mí tengo una mesa muy estable, sólida y derecha. Su potencia formal desluce aún más la escasa formalidad de los escasos muebles que la rodean. También es escasa la luz de la bombilla. En mi mundo de escasez voluntaria esta mesa desentona. No sé cómo llegó aquí. Una pátina de polvo gris le da incluso una prestancia de objeto venerable, como las sienes plateadas a un venerable prócer. He dicho que me he sentado para mejor reflexionar. Mi reflexión pretende dar luz a un enigma, o a dos. En primer lugar, si nunca abro mi ventana, ¿por qué, entonces, la he abierto hoy? En segundo lugar, ¿por qué nunca abro mi ventana? La mesa parece que incrementa sus dimensiones, la veo no sólo más ancha y más alta, sino que aumenta su sensación de solidez. Respiro con cierta dificultad, siento opresión en el pecho y mi pulso se acelera. Entro en pánico. Las perspectivas se alteran, los ángulos de los rincones del suelo y del techo se desequilibran en un estallido expresionista que solivianta un miedo escondido pero irrefrenable, que albergaba sin saberlo dentro de mi cabeza. Sudo inmóvil, la mesa sigue aumentando su escala en dimensión y densidad. Un zumbido de solenoide nace en el interior de mis oídos y progresa hasta la exasperación. La inmovilidad se hace pétrea y mi ropa adquiere la naturaleza de la misma roca en la que me voy convirtiendo. La luz de la bombilla solitaria va aumentando su luminiscencia hasta alcanzar cotas cegadoras. Cierro los ojos con la hermética violencia del aterrado y mantengo una tensión mandibular que hace impensable la futura emisión de una palabra o un grito. Soy una piedra que suda aterrada y muda en una habitación ocupada por un duende perverso, que juega con las proporciones, perspectivas y dimensiones de todo lo que me rodea. Y ahora es un temblor lo que deviene de este mundo de espanto, mínimas trepidaciones que nacen de cualquier punto interno o externo. Todo vibra en una suerte de crispamiento febril, muy fino al principio, hasta que desemboca en un calambre de espasmo único y universal. El mundo, mi mundo, revienta sus costuras y deja a la luz, descubiertas, las violáceas vísceras de un submundo tronante, dislocado, demente, infernal. En un instante, dentro del caos, pienso que todo esto, este fin de mundo que se cierne sobre mí, no puede dilatarse más en el tiempo, la esencia de esta locura ha de ser finita, porque su dimensión temporal vislumbrada un poco más allá, no podría ser concebida ni por una potencia divina. Y es así cómo otro de los prodigios estalla en derredor en forma de suspensión inmediata de todas y cada una de las anomalías. En una décima de segundo el orden cósmico y doméstico se adueña de todo. Forma y fondo, continente y contenido, cuerpo y espíritu se someten sumisos al canon y a la regula. El cuadro o el fotograma expresionista que conformaban los ángulos de mi habitación se sosiegan en una estampa de naturalismo íntimo, congelado en su quietud y en su silencio súbito. El torbellino cesa, el marasmo se difumina veloz, como veloz fue su aparición. Miro a mi alrededor y todo vuelve a estar en calma, miro en mi interior y todo vuelve a estar en calma, siento como la fuerza vital invade mi cuerpo lo suficiente para poder incorporarme y dar unos pasos, me veo capaz de cargar con mi caja de pinturas, con mis pinceles, porque yo soy artista, soy pintor, soy un muralista, un artista urbano. Bajo la escalera, salgo al callejón donde vivo y doblo la esquina, subo al andamio y me dispongo a componer en el muro de enfrente a mi ventana un trampantojo que, con realismo extraordinario, representa la figura de mí mismo asomado a la ventana, con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con extraordinario realismo representara mi exacta figura asomada a mi propia ventana, con la expresión facial propia de quien observa a través de la ventana el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado, con realismo digno de encomio, mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa, al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud.