Esa estupidez de que Dios no existe es la esencia misma de su existencia. Existe todo lo que se niega. Si una imagen queda en la instantánea fotográfica es porque existe un negativo que la conforma y la dirime indubitablemente en el campo de la existencia. La vida es pura antonimia, naturaleza especular mínima y cierta, en cuanto nos disponemos y deambulamos física y espiritualmente en tan solo tres de las innumerables dimensiones que con seguridad existen. Si nos imaginamos conformados en una idea vital de, por ejemplo, once dimensiones, la simple idea de la duda de la existencia de Dios sería inconcebible, porque casi lo veríamos por el rabillo del ojo, muy cerca ya de nuestro campo visual metafísico. Seamos, pues, todo lo agnósticos que nuestra pereza teológica nos permita, acomodémonos a la molicie del "yo no sé, ni sabré nunca nada", dormitemos en la vagancia agridulce del escepticismo, cual romano embebido de cínico estoicismo o epicúreo hedonismo. Pero cuando los hados no son favorables a nuestra inercia vital, cuando el mal y la desdicha nos recuerdan la catarsis alucinada del anfiteatro, cuando se reúne alrededor la plañidera hueste del corifeo, entonces no hacemos ascos a la existencia fehaciente del Maligno. Y es ahí donde, (aquí vendría un latinajo fundamental que iría del carajo a la idea que quiero exponer, pero no hay forma de ponerlo en pie, y eso que lo tengo en la punta de la lengua), bueno, pues eso, que es junto en ese instante en que notamos la presencia del Maligno cuando estamos dando carta de naturaleza a la existencia real del Benigno, es decir a la nomenclatura del bien eterno, al Verbo, a la Palabra, al Número, a la homeostasis de la vida, que se desarrolla en una dialéctica, nada marxista, por cierto, entre contrarios. Todo este introito conlleva a mi idea primigenia de que yo, Servando Butrón de la Yanza, decimoquinto Marqués de la Maresía, creo firmemente en la existencia del Mal, no en la abstracción romántica de la fuerza animista de entidades oscuras y tenebrosas, no, yo, en lo que creo es en la firme presencia cotidiana del Demonio, de ese ente catalizador de los procesos metabólicos que conducen a la excreción o segregación constante del Mal. Y esta presencia que admitimos sin rubor alguno es la que confirma de manera estrepitosa la existencia antitética del Bien Supremo, es decir, de un Dios que compensa la balanza metafísica y deja en un centro prodigioso el fiel teológico del equilibrio universal. Podremos vivir sin Dios, a Él le da igual, porque no nos necesita, pero Belcebú, Satanás, Lucifer o Pedro Botero no son nada, absolutamente nada sin nosotros, y por eso se dejan ver e impregnan con sus obras e intervenciones el ya, duro por sí, quehacer de nuestro paso por la vida. Creemos tanto en el Mal que no somos conscientes de lo que el Bien ejecuta desde la discreción inherente a su ser etéreo. Hasta creemos en la redención de la más hiriente de las abyecciones que genera la mente humana y no pensamos en la degradación hacia la maldad pura en una mente limpia y noble. Con el demonio pues, tomamos copas, nos acostamos con él, y le confesamos nuestras miserias más oscuras. De tanta trabazón con su figura, lo hacemos más fraterno, más presente en nuestras vidas, vivimos y compartimos esa vida con él sin darnos cuenta, como si no existiera, siendo en realidad parte más que consustancial de nuestro peregrinaje por el mundo. Y todo ello a expensas del Bien Supremo, al que de manera frívola le obsequiamos, con filosofías y metafísicas, su plena inexistencia, su inoperancia biológica, su inercia supersticiosa y su banalidad litúrgica y mítica. Estupideces palmarias y de graves consecuencias históricas, que sólo nos llevan a deambular por un páramo inhóspito, desesperanzado y eterno, sin meta ni objetivo, un caminar en círculos, engreídos y ensoberbecidos, orgullosos de haber superado la idea de Dios, caminando hacia ¿dónde?, cada vez más cansados y sin darnos cuenta, sin percibir la risa incontenible que el demonio intenta disimular escondido en la mochila que llevamos incómodos a la espalda desde hace ya mucho, muchísimo tiempo.
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FUMPAMNUSSES!
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
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