Cuanto más leo más abjuro de lo que escribo. Por la ventana asoma una luz que nace en una mañana cualquiera de enero, una luz que da miedo porque insiste en recordarme los momentos inhóspitos del pasado. Cuántas veces no habré leído las sensaciones expresadas por el autor ante la luz que penetra en su habitación, pero mostradas con la profundidad necesaria y la lógica implacable de la idea subyacente, que con sublimidad inherente a su talento nos expone en límpidas frases y sencilla belleza. La luz que se infiltra en el autor no difiere de la que se infiltra en mí. Pero a diferencia de aquélla, la luz que me atraviesa no dispara el subsecuente hecho creativo que sí genera en el escritor admirado. Un simple recuerdo—un trozo de magdalena mojado en té—le sirvió a Proust para culminar su magna obra "A la recherche du temps perdu", obra que teje un infinito entramado de recuerdos superpuestos más tupido que la propia vida, en un constante movimiento perpetuo que va generando estructuras de pensamientos e ideas enlazados unos a otros por esa sustancia inerme que constituye el talento literario. La luz de esta mañana me produce sensaciones, me trae recuerdos, alguna que otra emoción antigua, pero no me deja el sustrato necesario para desarrollar el relato que satisficiera mi propensión a escribir. Tras esta luminosidad mortecina que avanza por un día plomizo de un enero que no acaba, debería esa parte de mi cerebro—creo que se llama hipocampo—generar una continuación ya fuera recordada, imaginada o inventada que enlazara aquella luz con un suceso real o ficticio, es decir, me hiciera abrir las puertas de la narración, ese paraíso de mentiras verdaderas y verdades falaces que tan felices nos hace o tan útil nos resulta para sobrellevar la feroz rutina de esta vida.
Lo seguiré intentando:
En un intento de acabar con mi vida en esta mañana de un enero atroz de nostalgias, la luz mortal del amanecer me apuñala en la desprevenida duermevela de la aurora. La noche me ha dejado sumido en un amargo sudor de insomnio y el desierto de la garganta me hace levantarme para apurar los dos dedos de whisky que aún quedan en la botella. Enciendo un cigarrillo y repaso mentalmente todos los pormenores del plan. Me visto, no me afeito y compruebo que la seis balas del tambor de mi revólver se hallan dispuestas ordenadamente en sus nichos de muerte. Salgo a la calle que me recibe con puñales helados dispersos en un viento que augura la nieve. De camino al café me cruzo con una mujer joven que va llorando emborronando de rímel unos ojos que intuyo de un azul claro...
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