Las tijeras brillan semi-abiertas sobre el tapete azul.
La jarra de agua.
La jarra de agua, cubierta con una tenue servilleta de hilo, al lado de las tijeras, deforma, desde mi posición, quebrándolas, la longitud y horizontalidad de las partes niqueladas. El líquido deforma la geometría del cortante objeto en una metálica dismetría de óptica quebrada y turbia refracción. La alquimia de la imagen rota, el sustrato mágico del filtro acuoso que suscita la metáfora de cuantas cosas vemos en el mundo real y que nos engañan y sugieren otras realidades en los mundos que no vemos.
La garganta de Brenda.
La garganta de Brenda, pienso en su cercana garganta, las tijeras semi-abiertas me obligan a fantasear con su cuello inmóvil, durmiente, ligeramente inclinado, la cabeza apoyada en un ángulo del sillón. Un ligero latido subyace en la piel, cerca de esa zona donde confluyen y anudan venas y arterias suavemente fluctuantes, serenas, de un dinamismo tenue y maquinal. Sería tan fácil hundir allí las tijeras y admirar cómo el bronco géiser tiñe de rojo las cortinas, la alfombra y el viejo quinqué de la mesita. Brenda transitaría de la vida a la muerte entre mínimos estertores, dos ligeras convulsiones a lo sumo, y se hundiría en la oscuridad plena sin saber siquiera lo que estaba ocurriendo.
El instante.
El instante, porque sólo ha sido éso, un instante, ha revertido toda la pasión, toda la poesía y el ardor romántico de la escena casi gótica del asesinato que iba a tener lugar. Mi mano ya asía con fuerza las tijeras cuando Brenda desliza su brazo y con la palma de su mano desplaza ligeramente una de sus nalgas y expele una ventosidad tronante, mefítica al instante, de duración desoladora. En mi carrera hacia la puerta se me caen las tijeras y tropiezo con la tuba dorada del abuelo Elmintio. El corazón se sosiega poco a poco en el rincón de las agalias del jardín, recupero el hálito pulmonar adecuado y relajo el espíritu encendiendo una Abdullah emboquillado. Pero, de todas formas, el llanto está ahí y las lágrimas ya brotan insurrectas de mis ojos y anegan mi incipiente barba de asesino fracasado. Oigo la cantarina voz de Brenda que me llama desde la puerta y me reclama para que la acompañe a merendar los mojicones con cacao que ha preparado. Espero que se haya lavado las manos.
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