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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



29.8.18

441. En la bodega


          Hay un trampantojo en el muro que se encuentra frente a mi ventana. Allí alguien ha pintado con extraordinario realismo a mí mismo asomado a la ventana con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con realismo admirable, representara mi precisa figura asomada a mi propia ventana con la expresión facial propia de quien observa, a través de la ventana, el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado con realismo digno de encomio mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud. No sé el tiempo que la pintura lleva ahí, nunca abro la ventana, por tanto, nunca me asomo y nunca, por tanto, veo el muro; es más, nunca sospeché que un muro se disponía frente a mi ventana, porque nunca la abro y, por tanto, nunca me asomo. Cierro la ventana. Me siento en la silla única bajo la única bombilla y reflexiono. Mis libros se hallan inestables en la librería; mi cama está desvencijada; la vieja cómoda se tuerce hacia un lado. En realidad son mis libros los que son inestables, es mi cama la que en su esencia es desvencijada, como torcida es en sí misma la vieja cómoda. Pero delante de mí tengo una mesa muy estable, sólida y derecha. Su potencia formal desluce aún más la escasa formalidad de los escasos muebles que la rodean. También es escasa la luz de la bombilla. En mi mundo de escasez voluntaria esta mesa desentona. No sé cómo llegó aquí. Una pátina de polvo gris le da incluso una prestancia de objeto venerable, como las sienes plateadas a un venerable prócer. He dicho que me he sentado para mejor reflexionar. Mi reflexión pretende dar luz a un enigma, o a dos. En primer lugar, si nunca abro mi ventana, ¿por qué, entonces, la he abierto hoy? En segundo lugar, ¿por qué nunca abro mi ventana? La mesa parece que incrementa sus dimensiones, la veo no sólo más ancha y más alta, sino que aumenta su sensación de solidez. Respiro con cierta dificultad, siento opresión en el pecho y mi pulso se acelera. Entro en pánico. Las perspectivas se alteran, los ángulos de los rincones del suelo y del techo se desequilibran en un estallido expresionista que solivianta un miedo escondido pero irrefrenable, que albergaba sin saberlo dentro de mi cabeza. Sudo inmóvil, la mesa sigue aumentando su escala en dimensión y densidad. Un zumbido de solenoide nace en el interior de mis oídos y progresa hasta la exasperación. La inmovilidad se hace pétrea y mi ropa adquiere la naturaleza de la misma roca en la que me voy convirtiendo. La luz de la bombilla solitaria va aumentando su luminiscencia hasta alcanzar cotas cegadoras. Cierro los ojos con la hermética violencia del aterrado y mantengo una tensión mandibular que hace impensable la futura emisión de una palabra o un grito. Soy una piedra que suda aterrada y muda en una habitación ocupada por un duende perverso, que juega con las proporciones, perspectivas y dimensiones de todo lo que me rodea. Y ahora es un temblor lo que deviene de este mundo de espanto, mínimas trepidaciones que nacen de cualquier punto interno o externo. Todo vibra en una suerte de crispamiento febril, muy fino al principio, hasta que desemboca en un calambre de espasmo único y universal. El mundo, mi mundo, revienta sus costuras y deja a la luz, descubiertas, las violáceas vísceras de un submundo tronante, dislocado, demente, infernal. En un instante, dentro del caos, pienso que todo esto, este fin de mundo que se cierne sobre mí, no puede dilatarse más en el tiempo, la esencia de esta locura ha de ser finita, porque su dimensión temporal vislumbrada un poco más allá, no podría ser concebida ni por una potencia divina. Y es así cómo otro de los prodigios estalla en derredor en forma de suspensión inmediata de todas y cada una de las anomalías. En una décima de segundo el orden cósmico y doméstico se adueña de todo. Forma y fondo, continente y contenido, cuerpo y espíritu se someten sumisos al canon y a la regula. El cuadro o el fotograma expresionista que conformaban los ángulos de mi habitación se sosiegan en una estampa de naturalismo íntimo, congelado en su quietud y en su silencio súbito. El torbellino cesa, el marasmo se difumina veloz, como veloz fue su aparición. Miro a mi alrededor y todo vuelve a estar en calma, miro en mi interior y todo vuelve a estar en calma, siento como la fuerza vital invade mi cuerpo lo suficiente para poder incorporarme y dar unos pasos, me veo capaz de cargar con mi caja de pinturas, con mis pinceles, porque yo soy artista, soy pintor, soy un muralista, un artista urbano. Bajo la escalera, salgo al callejón donde vivo y doblo la esquina, subo al andamio y me dispongo a componer en el muro de enfrente a mi ventana un trampantojo que, con realismo extraordinario, representa la figura de mí mismo asomado a la ventana, con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con extraordinario realismo representara mi exacta figura asomada a mi propia ventana, con la expresión facial propia de quien observa a través de la ventana el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado, con realismo digno de encomio, mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa, al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud.

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