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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



9.2.19

442. Una nueva prosperidad


          Tengo en casa desde ayer a un caballero templario. Llamó al telefonillo y le abrí, creyendo que era un paquete que esperaba de Amazon. Mi atonía muscular, sobre todo la facial, duró los instantes necesarios y precisos para que se colara en casa. Vivo solo en un piso antiguo y enorme; sus techos son muy altos y tengo mucho dinero desde siempre, aunque no ejerzo de hombre rico en ninguna circunstancia y mis costumbres pasan por ser de una frugalidad y de una sencillez frailuna y cartujana. Como si conociera el camino el templario caballero se dirigió a la habitación más alejada de la casa, la situada al final del pasillo, a la izquierda, al lado del gabinete de la tita Brígida. En aquel cuarto sólo queda una desvencijada cama de matrimonio con dosel y un arcón apolillado con las casullas del Obispo Lebrón, mi tío. No ha salido de la habitación desde que llegó hace ya algo más de veinticuatro horas. No he dormido en toda la noche, conmocionado y paralizado por la súbita aparición del personaje y por la incertidumbre que me provoca el no saber qué conducta tomar, cómo proceder con un mínimo de cordura ante una situación tan anómala. Esta mañana le he acercado a la puerta una bandeja con algo de comida y un bacín de hojalata que encontré en el desván, pero no ha dado señal alguna de vida, y ya van a dar las campanadas de mediodía en la torre de la iglesia. Se me erizan los vellos de la nuca cuando me acerco a la puerta de las usurpadas dependencias de mi indeseado inquilino. Pero algo tengo que hacer, así que armándome de valor y rezando previamente una jaculatoria al Santo Tello, golpeo tenuemente con los nudillos en el batiente, y al momento la puerta se abre y me enfrento a la pétrea figura del caballero, con su manto blanco y su cruz roja en el pecho. Mi atonía muscular se adueña nuevamente de mí como en el primer encuentro y no puedo articular una sola palabra. Esta situación dura la eternidad de cinco segundos, tras la cual el caballero me estampa con furia la puerta en las narices y me sume en el reino de silencio de este enorme piso de altos techos, largos pasillos y ruidos amortiguados de espectros sugerentes. Los niños de labio leporino, mis primitos León y Ramona, los que ocuparon en vida la habitación de la antigua logia, la que está frente a la cocina, se me aparecen al final del pasillo. Llevan unos clavos en la boca y cada uno porta un gran martillo en sus manitas. Dan un poco de miedo. Suspiro y rezo a Santa Nadia de Siena mirando al techo, pero allí está tita Brígida, en una levitación demoniaca extrayéndose con las uñas de sus dedos afilados las vísceras de su vientre rojo y negro. Retrocedo con el lógico espanto que provoca la contemplación de estas escenas ciertamente infernales. En mi huida violenta tropiezo con el báculo del Obispo Lebrón, mi tío, de cuyas cuencas brota un río oscuro y vibrátil de negras larvas y de cuya boca nace una especie de homúnculo de teratología plena. Llamo desaforado y con la solidez de mi angustia a la puerta del caballero templario. Grito e imploro su ayuda, le exijo en nombre de Dios que ayude a un pobre cristiano perseguido por las fuerzas del mal. La puerta se abre. El caballero templario me mira con la iracundia medieval de sus ojos inyectados en sangre, desenvaina su espada, cuyo pomo luce la cruz paté y cuya hoja acanalada se alza al techo impulsada por su brazo fiero, y se lanza en mi persecución a lo largo del interminable pasillo. Corro con los ojos cerrados. Grito desaforado. Me lo hago todo encima. Suena de nuevo el telefonillo. Alcanzo la puerta y esta vez sí que aparece el empleado de Amazon con el paquete solicitado el pasado jueves. Pedí un estentor de seis badulios en prisma. Yo pensaba que ya no los fabricaban, así que la sorpresa fue mayúscula. Y tan solo por 9,95€. Con tremendo nerviosismo abro el paquete y emocionado sostengo entre mis manos el estentor soñado. El runrún de los badulios me adormece, me sosiega, me sirvo un vaso con dos dedos de Dalmore y dejo pasar la tarde entreviendo, a través de los visillos de la balconada del salón, las ramas fluctuantes de los tilos de la avenida.

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