Luis José Gili Poyatos sufrió
mucho durante su niñez y su adolescencia, sufrimiento inherente al hecho de
arrastrar, como vergonzoso fardo, el peso de semejantes apellidos. Pero una vez
que se hizo multimillonario, ya todo le dio igual, incluso se cambió,
acortándolo, el segundo apellido, dejándolo en Poyas, y cambiando igualmente su
nombre, que dejó de ser Luis José, para llamarse, a partir de entonces, Soyún,
nombre árabe muy corriente en el sur del Yemen. Sus tarjetas de visita, por
tanto, lucían orgullosas en huecograbado su nuevo nombre: Soyún Gili Poyas.
Desde ese momento disfrutó y disfruta una enormidad al presentarse en lugares
en los que su inmensa fortuna le otorga tal halo de prestigio y honorabilidad
que hace imposible para todos los presentes la menor de las muecas de burla o
el más leve comentario jocoso, so pena de caer en desgracia para siempre ante
el presidente del holding y acabar la sesión con un fulminante despido.
Mi nombre es Mario Marí Kohn y también sufrí lo mío en el colegio, en el
instituto y en la Universidad, bueno, en todos lados, porque no me hice
millonario como Luis José (Soyún), y a los que me presento en el lugar que sea
se les afloja el muelle de la risa, e incluso algunas señoras mayores ha habido
que se han orinado al oír cómo me llamo. Conocí a Soyún (Luis José) en un
concierto de oboe, al que acudimos los dos equivocados, pues la sala a la que
pretendíamos ir era la que ofrecía esa tarde un concierto de pífano a dos
manos, instrumento éste al que los dos éramos y somos muy aficionados. Tras el
equivocado concierto de oboe, Soyún me invitó a un expreso en la cafetería del
conservatorio y luego a un cóctel (un Balalaika) en Casa Lupe, afamado
prostíbulo metropolitano, al que sólo había oído hablar de oídas, bueno, al que
sólo oía de habladurías que había oído, bueno, quiero decir que oía, de oídas,
habladurías que sabía que oía, pero que eran habladurías. Yo no me explico
bien, nunca me he explicado bien. Lo voy a intentar de nuevo, es que estoy
nervioso, no sé por qué. 1º) Nunca he ido de putas. 2º) Mi nuevo amigo, sí,
porque todos los camareros en Casa Lupe le decían don Soyún, y las pupilas se
le acercaban con sus bonitos abanicos y le daban discretos y coquetos
golpecitos en la entrepierna. 3º) Yo había oído tres veces que existía un lugar
así (una vez dos soldados hablaron de ello en un tranvía estando yo presente a
pocos centímetros, otra vez dos señoras hablaros de ello en otro tranvía
estando también yo presente a pocos centímetros, y una tercera vez dos
seminaristas hablaron de ello en un submarino estando yo igualmente presente a
pocos centímetros). Por tanto, ahora sí lo voy a decir bien: sólo conocía Casa
Lupe de oídas. Fueron cuatro las balalaikas que ingerimos. Al ser éste un
combinado agitado que lleva 75 mililitros de vodka, 45 de licor de naranja y 35
de zumo de limón, además de una guinda verde, trasegué en poco tiempo 300
mililitros de vodka y 180 de Cointreau (el limón y las guindas sólo sirvieron
para dar una tonalidad verde-amarillenta al copioso vómito posterior). Una
borrachera, pues, importante la que cogimos el Suyún y yo. Además, por primera
vez en mi vida, accedí carnalmente a un numeroso ramillete de jóvenes y bellas
meretrices, que me hicieron pasar una tarde memorable, sino fuera porque no me
acuerdo de nada, es decir, así tuvo que ser, porque Soyún me lo contó la semana
siguiente, así que sólo sé de oídas lo que pasó en Casa Lupe (y no empecemos de
nuevo). Estuve dos días de resaca y cinco metido en un submarino antes de
volver a ver a Soyún, porque mi empresa se dedica a la comercialización y venta
directa de embarcaciones submarinas para órdenes religiosas. La semana no se
dio mal y fueron tres las unidades vendidas: un submarino nuclear para los
Hermanos Dominicos de Portonovo, un modelo básico (sin duelas ni sotalugo) para
los Monjes Urticariantes de Cartagena, y uno equipado con armamento químico y
batiscafo para las Hermanas Consolidadas de Panticosa. El sábado, muy temprano,
me llamó Soyún, que sólo sabía de mí que me llamaba Mario, que gustaba de oír
el pífano y que sólo había ido de putas una vez en la vida, hacía una semana
precisamente. Cuando le vi llegar por la avenida de Los Templarios —habíamos
quedado en la terraza del Café Saigón— me levanté para saludarle y nada más
sentarse le confesé la cruda verdad de mis apellidos. Él no sólo no mostró ni
el menor atisbo de burla, sino que incluso llegué a notar ciertas arruguitas de
conmiseración en sus arcos cigomáticos y una como acuosidad en sus ojos muy
cercana a la consistencia de la lágrima. Puso su mano sobre la mía y me dijo:
"Me llamaba Luis José Gili Poyatos. Ahora me llamo, porque así lo quise,
Soyún Gili Poyas y porque de perdidos, al río. Y al que se ría le jodo la vida de
por vida". Mi admiración por Soyún creció exponencialmente en un instante.
Su concisa declaración y el tono con la que la expuso me amistaron con él hasta el
fin de los tiempos. Creo que a Soyún le ocurrió lo mismo. ¿Y qué otra cosa
mejor se podría hacer en aquella extrema circunstancia que marchar a celebrar
el comienzo de tan entrañable amistad a Casa Lupe, donde a ritmo de balalaikas
nos refocilaríamos con el nutrido ballet de tiernas hetairas casalupanas hasta el amanecer?
Y eso hicimos, ¡vive Dios! Es, por consiguiente, la segunda vez que me voy de putas en mi vida, y en menos de diez días.
Y eso hicimos, ¡vive Dios! Es, por consiguiente, la segunda vez que me voy de putas en mi vida, y en menos de diez días.
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