He perdido el sentido de humor.
No sé dónde lo he puesto. Tampoco sé en qué momento lo he empezado a echar de
menos. Por cierto que a su vez, también he perdido mi talento literario o
aquello a lo que yo denominaba de tal modo, quizás en un imperdonable acceso de
vanidad. Existe la posibilidad de que los haya perdido ambos en el mismo lugar
y el mismo instante, podría ser. Lo cierto es que son dos pérdidas importantes
para mí. No tengo muchos sitios ni muchos instantes en los que buscar, y
ninguno de los dos, ni el talento ni el humor, tienen una forma reconocible
para dar con ellos de un simple vistazo. Me comunica mi director gerente que
ambas cosas se van diluyendo con el paso de los años, pero tengo por costumbre
poner en duda lo expresado por hombres zambos, y por entre las piernas de mi
director gerente pasaría sin roce alguno la gorda Graciana, la de recursos
humanos. La vejez vislumbrada no ha de conllevar forzosamente la merma del
humor y del talento, es más, los más acrisolados intelectuales de esta sociedad
que habito, aparte de ser unos vejestorios de mierda, permanecen anclados en su
sempiterno y fino humor así como en el más sólido y bruñido de los talentos. La
decadencia en mi caso ni tan siquiera la considero, tan solo ocurre que me he
convertido en un ser ciertamente perdulario. No es sólo el talento y el humor,
ejemplo de entidades inmateriales y abstractas, es que también he perdido en
los últimos cinco meses cinco objetos materiales de un valor mayor o menor, pero
importantes per se para la obtención de una mínima felicidad
en el planeta, quiero decir para la obtención de una mínima felicidad de mi
persona en este planeta Tierra en el que nos encontramos y no en otro, en el
que, obviamente no nos encontramos ni nos encontraremos. Entiendo que esto a
ustedes les interesa muy poco, apenas nada, les importa una higa, pero así y
todo voy a hacer la relación pormenorizada de estos objetos para mí tan
esenciales, voy allá:
01. Un relicario de plata
repujada con una cadenita igualmente de plata, que guarda en su interior once
pelos de mi primera novia, que se llamaba (ya murió) Nicasia P.: un pelo de su
rubio cabellito, una cejita, una pestañita y los otros ocho, de su enorme
pubis.
02. Un sello de Franco de una
peseta de 1945. Picasso con un lápiz Alpino® colorado le pintó cuernos (sólo
uno, porque el Caudillo está representado de perfil) y lo firmó. La escena
ocurría en el Café Procope de París. Mi abuelo estaba en la mesa de al lado.
Vio como el pintor le daba el sello a la linda camarera, que resultó ser de
Astorga, y que al punto guardó en su almidonado delantal la estampilla con
nerviosa sonrisilla y arrebol en sus mejillas, pero su poca diligencia y
nerviosismo hizo que el regalo postal de Picasso se cayera del bolsillo del
delantal sin que la astorgana o el pintor se dieran cuenta del hecho. Mi
abuelo, disimuladamente lo cubrió y lo arrastró con su pie y con el mismo
disimulo lo recogió. El sellito en cuestión sirvió para dos cosas: tener un
Picasso en casa y que mi abuelo se casara en segundas nupcias con la camarerita
de Astorga, mi abuelastra, Wendy P.
03. Una lata de atún blanco marca
"Lola" de 125 gramos del año 1982. Fue lo primero que compre con mi
primer sueldo en la ferretería de mi tío Silas P. allá en Fuencilla de
Torquemada, provincia de Guadalajara. Al poco, tío Silas murió de sífilis
terciana. Yo usaba la lata de pisapapeles en mi despacho.
04. Un ojo de vidrio de la muñeca
"Polly Doll", que perteneció a mi prima, Visitación P., muñeca
a la que enucleé uno de sus ojos con una navaja Vitorinox® que me regaló mi padre
por mi decimotercer cumpleaños. La Visi, lo que es la vida, perdió un ojo de
mayor durante una clase de costura, al enredársele un acerico entre sus bonitos
y sedosos bucles rubios.
05. Un llavero con el escudo de
la Cultural Leonesa, mi equipo de fútbol favorito. El llavero portaba
enganchada una sola llave, que abría un artilugio de complicada mecánica y que
no interesa a nadie saber más de este asunto.
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