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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



29.8.18

441. En la bodega


          Hay un trampantojo en el muro que se encuentra frente a mi ventana. Allí alguien ha pintado con extraordinario realismo a mí mismo asomado a la ventana con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con realismo admirable, representara mi precisa figura asomada a mi propia ventana con la expresión facial propia de quien observa, a través de la ventana, el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado con realismo digno de encomio mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud. No sé el tiempo que la pintura lleva ahí, nunca abro la ventana, por tanto, nunca me asomo y nunca, por tanto, veo el muro; es más, nunca sospeché que un muro se disponía frente a mi ventana, porque nunca la abro y, por tanto, nunca me asomo. Cierro la ventana. Me siento en la silla única bajo la única bombilla y reflexiono. Mis libros se hallan inestables en la librería; mi cama está desvencijada; la vieja cómoda se tuerce hacia un lado. En realidad son mis libros los que son inestables, es mi cama la que en su esencia es desvencijada, como torcida es en sí misma la vieja cómoda. Pero delante de mí tengo una mesa muy estable, sólida y derecha. Su potencia formal desluce aún más la escasa formalidad de los escasos muebles que la rodean. También es escasa la luz de la bombilla. En mi mundo de escasez voluntaria esta mesa desentona. No sé cómo llegó aquí. Una pátina de polvo gris le da incluso una prestancia de objeto venerable, como las sienes plateadas a un venerable prócer. He dicho que me he sentado para mejor reflexionar. Mi reflexión pretende dar luz a un enigma, o a dos. En primer lugar, si nunca abro mi ventana, ¿por qué, entonces, la he abierto hoy? En segundo lugar, ¿por qué nunca abro mi ventana? La mesa parece que incrementa sus dimensiones, la veo no sólo más ancha y más alta, sino que aumenta su sensación de solidez. Respiro con cierta dificultad, siento opresión en el pecho y mi pulso se acelera. Entro en pánico. Las perspectivas se alteran, los ángulos de los rincones del suelo y del techo se desequilibran en un estallido expresionista que solivianta un miedo escondido pero irrefrenable, que albergaba sin saberlo dentro de mi cabeza. Sudo inmóvil, la mesa sigue aumentando su escala en dimensión y densidad. Un zumbido de solenoide nace en el interior de mis oídos y progresa hasta la exasperación. La inmovilidad se hace pétrea y mi ropa adquiere la naturaleza de la misma roca en la que me voy convirtiendo. La luz de la bombilla solitaria va aumentando su luminiscencia hasta alcanzar cotas cegadoras. Cierro los ojos con la hermética violencia del aterrado y mantengo una tensión mandibular que hace impensable la futura emisión de una palabra o un grito. Soy una piedra que suda aterrada y muda en una habitación ocupada por un duende perverso, que juega con las proporciones, perspectivas y dimensiones de todo lo que me rodea. Y ahora es un temblor lo que deviene de este mundo de espanto, mínimas trepidaciones que nacen de cualquier punto interno o externo. Todo vibra en una suerte de crispamiento febril, muy fino al principio, hasta que desemboca en un calambre de espasmo único y universal. El mundo, mi mundo, revienta sus costuras y deja a la luz, descubiertas, las violáceas vísceras de un submundo tronante, dislocado, demente, infernal. En un instante, dentro del caos, pienso que todo esto, este fin de mundo que se cierne sobre mí, no puede dilatarse más en el tiempo, la esencia de esta locura ha de ser finita, porque su dimensión temporal vislumbrada un poco más allá, no podría ser concebida ni por una potencia divina. Y es así cómo otro de los prodigios estalla en derredor en forma de suspensión inmediata de todas y cada una de las anomalías. En una décima de segundo el orden cósmico y doméstico se adueña de todo. Forma y fondo, continente y contenido, cuerpo y espíritu se someten sumisos al canon y a la regula. El cuadro o el fotograma expresionista que conformaban los ángulos de mi habitación se sosiegan en una estampa de naturalismo íntimo, congelado en su quietud y en su silencio súbito. El torbellino cesa, el marasmo se difumina veloz, como veloz fue su aparición. Miro a mi alrededor y todo vuelve a estar en calma, miro en mi interior y todo vuelve a estar en calma, siento como la fuerza vital invade mi cuerpo lo suficiente para poder incorporarme y dar unos pasos, me veo capaz de cargar con mi caja de pinturas, con mis pinceles, porque yo soy artista, soy pintor, soy un muralista, un artista urbano. Bajo la escalera, salgo al callejón donde vivo y doblo la esquina, subo al andamio y me dispongo a componer en el muro de enfrente a mi ventana un trampantojo que, con realismo extraordinario, representa la figura de mí mismo asomado a la ventana, con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con extraordinario realismo representara mi exacta figura asomada a mi propia ventana, con la expresión facial propia de quien observa a través de la ventana el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado, con realismo digno de encomio, mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa, al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud.

14.8.18

440. Y


          En algún momento haré amigos. Hasta ahora no he podido conseguir nada más que algún que otro conocido, pero amigos de verdad, aquéllos que te prestan a su mujer o a sus hijas aún mocitas, aquéllos que matarían por ti o se inmolarían en pira pública si tú se lo pidieras, no, de esos no tengo ninguno. Sé que tengo un concepto muy elevado de la amistad, condición o virtud que considero muy por encima del amor. Éste florece y marchita en ámbitos enzimáticos, endorfínicos y glandulares, en donde no podemos manejarnos con soltura y donde la voluntad o la libertad personal fallece por consunción temprana. Sin embargo la amistad se deja sedimentar, surge ausente y limpia, sin impurezas venéreas ni turbulentos sesgos. Deseo, es mi deseo, sentir la emoción de la amistad, sentir la pureza de intereses comunes y proyectos compartidos, sentir la unión o comunión de soledades y sentir, por último, la irrupción en mi vida de una preocupación enraizada fuera de mí. El amor, que siempre anhela la posesión, lo rechazo y marcho en pos de la amistad, que nada posee y sólo busca un pequeño vínculo, quizás efímero, pero soberano en la menudencia de lo que realmente somos. El amor es para los dioses, que rigen con soltura la tormenta cruel de sus pasiones, el tumulto inconfesable de su ardor primigenio. No creer en el amor me ha traído consecuencias, alguna de ellas muy difícil de sobrellevar en esta sociedad tan taxativa para ciertos órdenes de cosas. No he tenido jamás contacto sexual alguno con ningún humano, animal o cosa. Ni conmigo mismo. Ni siquiera de pensamiento. Soy virgen doncel a mis sesenta años. Soy muy velludo y barrigón, también estrábico y el vitíligo arrasa el dorso de mis manos y mi frente. Soy socio fundador del Club de Amigos de la Boina de mi ciudad y soy también muy aficionado a la pesca en su modalidad de anzuelo con mosca. En algún momento, estoy seguro, haré amigos. Porque sí, porque mi cordialidad es muy notable. Poseo gracejo innato y sé contar chistes muy buenos y graciosos. Les contaré uno: Va uno de Logroño con su caña de pescar por la calle del Palito y se encuentra con otro de Logroño con una cesta llena de pasaportes viejos de Marruecos. Entonces el de la caña le dice al de la cesta: "Pero, hombre, Arsenio, ¿qué haces para que las canas que platean las ancianas sienes de la golfa de tu madre tiemblen en las lúgubres noches de plenilunio?". Y va el otro, el de la cesta con visados marroquíes, y le contesta: "No, paisano, no, si fuéramos ahora en busca del chatarrero, lo encontraríamos a cuatro patas dispuesto, bajo palio, en el lupanar que regenta la madre golfa que tú tienes". Bueno, pues como éste, me sé cien, si no mil. Ardo en deseos de compartir las risas y gozos que estos chascarrillos provocarían en mis futuros amigos. Pero a lo mejor resulta que no soy gracioso, que no sólo mi aspecto me hace repulsivo, sino que mi forma de ser es indecente, grosera y antipática hasta límites insoportables para los demás. Sin embargo, siempre que me escupen, nunca respondo y cuando me lanzan botes de mermelada, no se me ocurre ni tan siquiera protegerme ni acudir al encargado del súper, porque es él, generalmente, el que me escupe y me lanza el bote de confitura. Creo, pues, en la amistad, aunque nunca la haya experimentado. Agredo poco o nada, nunca hiero, nunca recito versos de Bukowski a doncellas o a sus ayas, nunca aborrezco a los sarasas en su presencia, nunca disparo, porque no creo en las armas de fuego ni en las otras, nunca camino sobre lonchas de salami ajeno, nunca meo bajo aleros de casa obrera, nunca abono con mi caca la jardinería laica de Capitanía, nunca digo la palabra "jamás" dos veces en el mismo día. Soy, por tanto y en consecuencia, un hombre bueno, digno de amistad y camaradería, de confianza e intimismos de barra, de abrazos y mojicones de jolgorio compañeril. Pero vivo tan solo como sólo puede vivir un etíope en el sur de Nagasaki. Todo esto no es tragedia para nadie, ni siquiera lo es para mí, solo que algo tengo que contarles. Me consta que nadie se ha reído con el chiste que conté con anterioridad. Yo, tampoco. La verdad es que me lo inventé sobre la marcha, para sorprender más que nada, a ustedes y a mí. Pero no lo he conseguido. Tengo cicatrices numerosas en el cuero cabelludo, son muchos los frascos y botes de mermelada, de latas de berberechos, de envases familiares de ColaCao® los que me ha tirado a la cabeza el encargado del súper, lleva años haciéndolo. Él también está solo, no tiene amigos. Lo he seguido muchas veces y sé que vive solo, no saluda nunca a nadie, pasa los fines de semana en el zoo observando al rojizo orangután malayo, que le arroja al rostro muchas veces bolas de excremento y le muestra groseramente el culo con lascivia inopinada. Come en un barucho cerca de su casa mirando el televisor y luego se va, con paso dudoso, a la baranda del puente, a veces pienso que con intenciones autolíticas, al menos es lo que parece, si damos crédito a la oscura sombra que enturbia en esos momentos sus pupilas casi amarillas. He notado últimamente que los envases que me tira a la cabeza son cada vez más pequeños y lanzados con una fuerza cada vez menor. Ayer, algo muy extraño, me lanzó un paquete de Kleenex®, y atisbé en su cara, antes del golpe, una especie de amigable sonrisa o algo muy parecido.

13.8.18

439. Nueve huevos


          ...y sí, es evidente que el dinosaurio sigue ahí, arrancando los brotes tiernos de las ramas más altas de los fresnos que menudean alrededor del pozo y masticándolos con la parsimonia mandibular propia de estos descomunales animales. También es evidente que yo sigo aquí sentado, apoyada la espalda contra las piedras lisas del pozo y ya despierto, los ojos aún letárgicos en la última inercia del sueño, pero dispuestos a la nueva vigilia. No sé el tiempo que dormí, tampoco reconozco dónde estoy ni qué soy, pero me siento parte integrante de lo que veo, conozco el nombre de las cosas, pero no el mío. Me levanto con dolor y me cuesta mucho comenzar a andar, las rodillas crujen y los brazos pesan como si fueran de plomo. Intento recordar, pero el olvido que me invade me provoca algo parecido al placer, como si estuviera protegido, a salvo, confortablemente instalado en mi hábitat natural. Detrás del dinosaurio, a lo lejos, unas chimeneas muy altas expelen un humo amarillo que perturba la visión de los tres soles declinantes. Aromas de mirto y canela siembran el aire de vapores extraordinarios en un escenario de realidad impalpable o de palpable irrealidad, todo inmerso en una textura sensual y onírica. El decorado va cambiando mientras me desplazo, como un diorama que me rodease sin repetir escenas. Sin embargo el dinosaurio sigue allí, quizá sea otro dinosaurio. Bajo sus patas colosales la hierba azul desprende su savia odorífera y pegajosa y se mezcla con la tierra roja trufada de escarabajos pardos, negros y laboriosos. Cruzo amplias y desiertas autopistas, atisbo en el horizonte trenes desmedidos, veloces como pensamientos, silenciosos como el olvido. El olvido. Lo vivido. Mi vida que no siento. El tiempo fracturado, el tiempo que habrá terminado o que habrá comenzado, el espacio temporal de este interregno en que despierto de la vigilia y duermo el sueño de una inconsciencia definida y plena. Los pasos que doy explican distancias que mis piernas no entienden y sé que deambulo por estos confines en una suerte de designio estocástico, tan arbitrario como la dirección que toma la nube roja que persigue juguetona a aquella bandada de pájaros de cristal. Podría ser que aún sueño y que todo es la falsa realidad de la noche, la desconexión inconsciente de la conciencia, podría ser..., sin embargo el dinosaurio deja de mascar por un momento, gira con gran lentitud su cuello eterno y me mira con solemnidad. Camine por donde camine, él siempre está ahí. En su pupila se expande el cosmos, negro, con puntos de luz estelar, terrible y neutro. De sus fauces terrosas nace el aliento que todo cubre y que todo humedece. Así continúo absorto mi camino en esta singular naturaleza de espectros telúricos y visiones miríficas. Sin recuerdos, sin proyectos, ahogado en un presente de plenitud mensurable en un universo inconmensurable. Sin deseos ni anhelos, sin pasión alguna que enturbie mi sendero, sin vergüenza ni rencor que encienda mi pensamiento, sin ceder ni oponerme a nada ni a nadie. No hay combate, no hay denuedo, sólo sigo este camino que me asimila y al que me adhiero con obediencia, escribiendo la página en blanco de mi conciencia nueva con la tinta de lo que veo, de lo que oigo, de lo que huelo y saboreo, de lo que toco. Sospecho mi soledad, aunque detrás de aquella colina azul hay grúas que se mueven, y más allá veo la caída de grandes árboles que han sido talados, y construcciones gigantescas, y barcos en un horizonte náutico y acerado. Nubes multicolores forman un cielo caleidoscópico, cambiante, que hacen de la luz un juego de prismas, convertida en una fina lluvia de fotones infinita. Pero siempre que mi mente se concentra, el dinosaurio sigue allí. No me sigue ni persigue, simplemente está allí. Forma parte de mí o forma parte de la vida que llevo desde que desperté, o soy parte de su sueño, de su pensamiento, soy tan solo un punto móvil en su campo visual. Soy en la medida que él es. Sin él, yo no soy. He nacido o he renacido, de momento no puedo resolver esta cuestión. En este magma de inmanencias y trascendencias de las que no me siento partícipe, nada viene a mí y nada huye de mí, soy sin sentido en un sinsentido que, al ser pleno, contiene el germen de la razón pura. Las acometidas de forma y fondo que acompañan mi camino me hacen añorar dimensiones desconocidas, que sé cercanas, al alcance de mi mano, pero ingobernables para un ser adimensional como yo. Pienso "yo" y algo se resquebraja en una parte muy profunda de mí, como si al descubrir la combinación que abre la cripta, viera el cáliz de sangre quebrado y profanado. Ni persona ni hombre ni bestia, ni flor ni roca, sólo una bruma sutil en la sombra de un olvido, sólo bruma de recuerdo, de pasado, de muerte lejana y remoto nacimiento. Ideas con dureza de obsidiana, pensamientos férreos y sentimientos pesados como el mercurio en este mundo de decorado infinito, blando y tenue como el éter, al que rodea este cielo luminoso de planetas de algodón, de estrellas que pululan como luciérnagas alrededor de mundos irisados. Y lejos, muy lejos, la hecatombe de cometas deja un rumor como de sinfonía esencial, música de eternidad que dilata la pupila del alma y dulcifica el futuro inmediato. Un cansancio inmemorial enlentece todos los músculos de mi cuerpo, mis órganos aminoran su flujo enzimático, y el cerebro difumina la pasión de las sinapsis, dejándolas como una malla inerte que, muy despacio, me dispone a un letargo indefinido, poderoso, imbatible. Detengo mis pasos en el mismo pozo, o en otro quizás, apoyo mi espalda en él, sentado sobre un césped azulado, el sueño me vence, mis dedos se enredan en la hierba y un insecto de caparazón rojo sube por mi brazo. Aún me da tiempo de sentir a mi lado la presencia del dinosaurio, y creo que se está riendo.

16.6.18

438. Legislación bi-gente


          Las cosas del mundo que no comprendemos; los pensamientos que sin ningún motivo aparente se nos introducen en el cerebro y que no tienen ni pies ni cabeza; los actos que ejecutamos sin proyecto previo ni objetivo definido; el mundo improvisado que el azar esparce por todos y cada uno de los ámbitos de nuestra existencia; toda esa parte del mundo que no dominamos. Bien, todo esto es real, lo comprobamos día a día, sin embargo existen fuerzas empeñadas en controlar todas esas variables y mutarlas en magnitudes estables y constantes, aunque más tarde o más temprano esas mismas fuerzan habrán de asumir su fracaso, porque lo azaroso, lo disímil, lo aleatorio, lo arbitrario y el general sinsentido de la vida son y serán los verdaderos Masters del Universo. (Hago ahora un receso: un insecto, un ser diminuto y mínimo aparece en un extremo de la mesa, se acerca a mí, camina, da pequeños saltitos, vuela algún trecho, se acerca y se desplaza por el folio llegando a la punta inmóvil de mi bolígrafo, continúa después, sale del papel y se encarama a uno de mis dedos; ya está en la bocamanga de mi bata; me quito las gafas porque de cerca los miopes vemos de escándalo; medirá tres o cuatro milímetros, tiene seis patitas y en su cuerpo aparecen tres rayas blancas y tres rayas negras; se va trepando poco a poco hasta mi cuello y lo pierdo de vista, soy incapaz de disparar un chorlito y desaparecerle, que haga conmigo lo que quiera). Este receso se podría manejar como paradigma de lo onírico y azaroso que puede llegar a ser casi el cien por cien de todo lo que le ocurre al mundo a cada momento. Aún así, tendemos al orden, a cumplir todos y cada uno de los presupuestos de la ciencia y todos y cada uno de los postulados morales y éticos de la conciencia, a formar todos en filas y columnas, a resumirnos en unos y ceros, porque somos archivadores irredentos, contables perpetuos, sumos tenedores de libros, infinitos compendiadores sumidos todos en la geometría de las formas, esclavos del cubo y la esfera, todos encaminados a la eternidad agarrados de la mano por la serie numérica de Fibonacci. Por el orden hacia la lógica, por la lógica hacia Dios. Pero, no, nada de esto es verdad y ni mucho menos divertido, ni apasionante, ni subyugante, ni esplendoroso. Todo lo bueno se halla al otro lado del espejo, en la magia de los dientes de león, en el carnaval de las almas, en los trinos abisales de pájaros imposibles, en todo lo que se intuye, en los trenes de humo negro que salen de los orificios nasales del gigante Dimitrios. Todo lo excitante que la vida posee se halla detrás, escondido, fuera de la norma, alejado del orden establecido. Es la atracción ancestral que el hombre siente hacia la belleza lo que le dispone siempre a una constante vulnerabilidad, a constituirse en un ser continuamente agónico en el victimario de su influencia. La belleza como verdugo. De los múltiples rasgos que nos distinguen de los demás habitantes del planeta, me gusta pensar que el más radical y definitorio es la asunción, sólo humana, del concepto de arte. Dentro de él, tenemos la suerte hoy en día de no estar sujetos a las normas canónicas de ningún estamento académico que disponga lo que es y lo que no es arte. No ha ocurrido siempre así, no hace tanto tiempo, los artistas no disponían de la absoluta libertad con la que cuentan hoy, y sólo a raíz de la aparición de ciertos grupos disidentes, el arte y los artistas pudieron saltar las barreras impuestas por el férreo pensamiento ochocentista. El romanticismo sentó las bases y prendió la mecha de la pasión, la imaginación y el exceso con la estopa de las nuevas ideas políticas y sociales que se iban haciendo fuertes en los centros de poder burgués de todas las metrópolis centroeuropeas. La ideas libertarias, anarcoides y revolucionarias se aposentaron en todas las actividades humanas y la bestia de colores que todos llevamos dentro de liberó de los grilletes. Desde entonces todo ha sido posible, al menos en esa parcela humana tan inocua que constituye el arte. Porque el arte nunca ha sido peligroso, porque el artista nunca lo fue, como no lo fue el chamán, el arlequín, el bufón o el payaso. Por eso amo el arte que divierte, aquél que se halla tras el estorbo del virtuosismo, el arte que rememora y conturba, antes que aquél que irrita y reproduce (más vitriolo y menos óleo). Es por ello, y es a donde quería llegar, que amo el arte contemporáneo, el arte que a nada conduce porque conduce a cualquier sitio y dice todo sin decir nada, y sobre todo lo dice con un ánimo lúdico, imaginativo e ingenuo que no veo en ningún otro tipo de actividad artística: hombres-bola de bronce solos o en grupo diseminados en la enorme superficie de una estación de ferrocarril abandonada y desierta; cien casullas ornadas con dorados y lujosos trenzados de abigarrada filigrana manchados con sangre de vaca, cada una de ellas en su aséptica vitrina de metacrilato; una cama de matrimonio, vieja, sucia, maltrecha colgando de una de sus patas en el hueco de una elegante y futurista escalera del museo que acoge la obra; una mujer real contorsionándose lenta e ininterrumpidamente en un pequeño espacio blanco durante el tiempo de visita de la sala de exposiciones, unas doce horas al día; montones dispersos de pigmentos arenosos de colores puros en un espacio oscurecido por focos velados; la figura de un hombre de rodillas con el tronco flexionado y la cabeza hundida en un bloque de cemento; cincuenta máscaras antigás de la primera guerra mundial en una vitrina de cristal perfecta y compactamente dispuestas en su interior; un bebé hiperrealista de material plástico de 10 metros de altura; un cuadro de medianas proporciones en la que se ve una estructura lineal complicada dibujada con leche materna de mujer; dos jóvenes, hombre y mujer, embadurnados con pintura acrílica se utilizan a sí mismos como pinceles humanos sobre un lienzo adecuado a sus medidas; una sala con estanterías vacías en donde estarían colocadas las numerosas piezas de porcelana que yacen hechas añicos en el suelo; el suelo de otra sala lo cubre medio millón de pipas de girasol, cada una de las cuales se ha elaborado y pintado a mano por los habitantes de una pequeña aldea de China central; un cuadro de un metro cuadrado únicamente pintado de negro; una gran sala donde se entra y sólo se encuentra uno con un silencio profundo y espectral, además de un mástil sin bandera en el centro de dicho espacio; un Cadillac del 65 azul celeste que emerge de un bonito estanque a la entrada del museo; un gran ventilador hace que ondeen al aire veinte sogas de veinte horcas erigidas en una habitación circular en donde se pueden oír a gran volumen las canciones de la película El Mago de Oz; un reproductor de vídeo proyecta continuamente las olas que llegan a una playa, en el suelo hay arena real y húmeda que mancha nuestros zapatos; una montaña de cinco metros de altura formada por cientos de libros y en su cima la figura a tamaño real de un burro. Esto sólo lo puede ofrecer el arte moderno, la máxima expresión, el supremo exponente, de todo lo que no comprendemos y no vamos a comprender nunca, porque no hay absolutamente nada que comprender, y si lo hubiera, es evidente que el arte no existiría.

20.5.18

437. El desliz


          Me escribe una larga carta alguien que dice ser vecino de mi bloque, más que carta memorándum, en el que enumera una interminable lista de agravios, de los que se siente víctima y de los que yo, y sólo yo, soy el causante. Vivo en un chalet exento, no adosado, construido en una parcela de 2.750 metros cuadrados, que linda por tres de sus lados con un sotobosque de chopos y rododendros y por el cuarto lado con la carretera comarcal AC-4071. La casa habitada más cercana es el Balneario de San Millán, que se encuentra a unos cinco kilómetros al oeste, siguiendo la comarcal referida. Por tanto, me sorprende la carta de "mi vecino del bloque", porque no vivo en un bloque ni, lógicamente, tengo vecinos. Entre otras cosas me dice que no soporta el runrún constante de mi obsesivo pensamiento; que le irrita sobre manera la forma que tengo de sonreír al alba y la de oler el aroma de mi ausente amada; que cuando sueño, crepitan las maderas de su alcoba; que mis suspiros conmueven y alteran su duermevela. Su letra es precisa, elegante, varonil, sin desfallecimientos, estructurada en frases y párrafos de un claro orden canónico en cuanto a su concreción y desarrollo. Me solicita con rotundidad que deje de regar a partir de las doce mis macetas de desconsuelos y mis tiestos de sosiegos marchitos; que una lágrima, que afirma es de mi propiedad, ha destruido con su humedad triste el baúl de ilusiones que guardaba en su desván. Sus palabras, cada vez más hirientes, suben de tono a cada línea. Me acusa de socavar y violar la normal convivencia entre vecinos (¡a mí, que no tengo vecinos ni amigos!, ¡que vivo solo en el campo!); afirma que rompo la paz con mis continuas luchas internas, con mis lamentos conminatorios y mis clamorosas súplicas al averno. Me acusa de que salpico sus balcones con la sangre despedida por mis nocturnas flagelaciones; que los humos de mis pócimas satánicas manchan de óxido su colada tendida en la azotea; que aturdo sus oídos con la salmodia profana que sale de mi boca blasfema; que sus hijos no han de leer los lamentos de soledad que pinto en las paredes del rellano con el grafismo diabólico de un ser demente y estrambótico. Me amenaza con denuncias a la autoridad, sino es que un día, en un arrebato de cólera, no toma él mismo las riendas del problema y acaba conmigo de manera terminante y sumaria. Es su esposa, me indica, la que lo retiene hasta ahora, pero llegará un momento en que el globo de su paciencia estallará. No puede entender el fervor de mis ternuras, la sonrisa que exhalo al contemplar las gasas de nubes que se inmolan en el ocaso, el rictus irónico que se posa en mis facciones de hombre viejo cuando mi perro le ladra a la luna. Y se ofusca ante las sorpresas que expreso ante la llegada de las estaciones, ante la llegada de los patos, ante la aparición del primer vencejo y la primera mariposa. Nada de lo que dice es del todo falso, sólo que "mi vecino" nada puede ver y nada puedo hacer por él, porque yo vivo solo. Mis sentimientos ambivalentes, contradictorios, humanos o diabólicos, sumisos o violentos son perfectamente expuestos por mi inexistente vecino. Acierta en todo y acrecienta el espanto que la observación a que me somete, desde no sé qué dimensión, me provoca. Su ausencia/presencia asume el papel que tendría que ocupar mi conciencia, o mi superyó, pero no consigo asumirlo como parte de mí; estas entidades abstractas, fantasmales, no envían cartas certificadas a mi dirección, no emiten dictámenes por escrito, mi conciencia tiene mil formas para hundirme o para salvarme, pero esto que me está pasando es real. Tan solo Dios y yo conocemos los sentimientos, las pasiones, los anhelos y esperanzan que se siembran en el jardín de mi alma, sólo Él y yo conocemos los sectores oscuros y los espacios luminosos que la ocupan. Mis demonios podrían disponer de cierta información e intentar mediante esta estratagema atraerme al borde peligroso del abismo. Pero yo sé que no importo tanto como para que una batalla al más alto nivel entre las fuerzas del mal y del bien se lleve a efecto. Todo esto del encolerizado inquilino de "mi bloque" creo que ha de tener una naturaleza más pedestre y menos metafísica. Tengo por costumbre, cuando algo no entiendo y jamás lo voy a entender, montarme en el mismo carro del asombro y continuar la senda del absurdo o de la fantasía que el destino me ha deparado. De este modo, localizo al azar el nombre y la dirección del primer comerciante de alfombras que aparece en el listín telefónico de la ciudad y le escribo lo siguiente: 
          "Desestimado Caballero o lo que quiera que sea: Recibo en la tarde de ayer el pedido que le hice el pasado lunes 30, de once alfombras persas trenzadas en torunda inversa con el estambre en lazada kurda y con las medidas acordadas de 225 x 125 centímetros, cinco de ellas con motivos simétricos en aljebíes con fondo verde y seis con motivos florales en alelíes con fondo bermellón. Y lo que recibo son treinta y dos esterillas de enea mal trenzada y llenas de polvo envueltas en papel de periódico cairota y expeliendo un insoportable olor a pies. Si es una broma, me merece todo el asco y el desprecio del que puedo disponer para casos de urgencia como éste, y si no lo es, también. La señal en dinero contante que se me exigió durante la transacción comercial quiero verla en mi mano en menos de horas veinticuatro, momento en el que de no ser reintegrada dicha cantidad, se pondrán en marcha los dispositivos conminatorios pertinentes, algo que, créame, no le gustaría experimentar. A las esterillas les he prendido fuego ya que el número considerabilísimo de chinches las hacía mágicas, moviéndose y casi volando por sí mismas, algo realmente tan asqueroso como asquerosa supongo a la madre de usted". 
          Espero que el vendedor de alfombras, después de la sorpresa inicial, reaccione y continúe la divertida cadena.

16.5.18

436. Esperanto a gogó



          Al final, o al principio, siempre acabo hablando de la muerte, o huyendo de hablar de ella, que es como realmente se habla sobre ella. No hay más personaje protagonista que Godot en la obra de Beckett, porque Godot nunca está y nunca lo vemos. Cuanto menos la mencionamos, más presente se encuentra entre nosotros y dentro de nosotros. De la muerte sí se ha dicho todo, de otras vicisitudes de la vida aún quedan cosas por decir, pero de ella todo se ha determinado con carácter exhaustivo, lo que ocurre es que lo dicho por los hombres por los siglos de los siglos sobre el hecho de la muerte no se halla estructurado y compendiado debidamente en un corpus único y cerrado. Cada hombre, cada facción, cada confesión, cada escuela, cada bifurcación cismática ha compilado un buen número de características verdaderas sobre la muerte, pero no ha existido el hábito sincrético de unir todos y cada uno de los elementos diversos en un sistema axiomático uniforme, límpido y hermoso, para posteriormente ensamblarlo con la belleza simétrica que en la Naturaleza une el comienzo y el fin de todas las cosas. La muerte siempre la definimos a la baja, como la ausencia infinita, como la intromisión del vacío en nuestro pensamiento, la epifanía de la nada, concepto éste que estamos incapacitados para comprender. Desde que nacemos, incluso desde antes, desde nuestro estado bicelular, somos materia alejada del vacío y de la nada, desde ese momento ya somos presencia, al estar al otro lado de la nada, por eso el concepto de muerte nos abisma, porque nos enfrenta al vacío, a la nada, y surge entonces el miedo como espada de fuego que nos expulsa flamígera y terminante del paraíso de la materia, conduciéndonos al infierno que no es más que la nada. Frente a la nada, el sudor helado que recorre nuestra espalda, frente al vacío, la crispación crujiente de todos y cada uno de los nervios. Pero el conocimiento de la muerte es, como seres humanos que somos, nuestro parco triunfo evolutivo. En la carrera biológica con el resto de los seres hemos obtenido el "preciado" galardón del conocimiento de nuestro propio fin; este premio, este don nos lo otorgamos a nosotros mismos, no estaba previsto en la Naturaleza agasajar de tal modo a aquel homínido testarudo, que se empeñó en bajar de los árboles, para luego caminar erguido, para después oponer los pulgares y poder asir piedras y ramas, y hacerse luego gregario, carroñero, nómada, cazador, agricultor, ganadero, constructor y guerrero. La entrega real del premio, consistente en la asunción epifánica de la propia muerte, corrió pareja a la edificación megalómana y megalítica en un afán, llamado al fracaso, de anular ese no querido conocimiento brutal de la muerte, y adornarlo de un más allá más benévolo que la propia vida. Cuando el hombre se constituye como tal, lo hace sabiendo ya que camina hacia su propia destrucción. La antigua alegría o abulia de vivir cuaja y solidifica en una mescolanza de horror, incredulidad, violencia y misticismo a partes iguales. Sabemos que vamos a morir y eso nos hunde en una sima de angustia que ya nos acompañará siempre. Así, en el materialismo conceptual de ese incomprensible sistema que llamamos vida, cualquier desmán del ser humano sería amortiguado, incluso justificado, ateniéndonos a su aciago final: "ya que voy a morir irremisiblemente haré que la vida restañe el excedente de angustia". Somos, pues, seres profundamente tristes, estúpidamente melancólicos, siempre añorando quimeras y esperanzados en fantasías enfermizas y banales, que nos conducen a espacios metafísicos en donde el alma sale llagada y el espíritu amortajado con necias soflamas y místicos soniquetes. Yo, desde un nihilismo militante, invoco para mi muerte un escenario diferente, exento de todo dramatismo y lleno de una infantil curiosidad. Desde un agnosticismo también militante me desnudo de prejuicios y pre-concepciones, de teorías y creencias. Nada sé y nada sabré, y a lo mejor es que nada me importa o es que nada importa en sí, sólo me fascinará o me hechizará abrir la puerta secreta cuando dicha puerta esté ante mí, no antes. Mientras tanto pienso en la muerte como la suma estupidez de la Creación, si es que la cosa aconteció como tal. Sólo en el desconocimiento ontológico del propio final de la materia tendría sentido este bucle infinito y casi obsceno de nacimiento, desarrollo y muerte de todo el Universo, nacer para adquirir el impulso necesario para la reproducción y que después ese impulso decaiga y devenga la decadencia y la muerte. Y así hasta el infinito en un aburridísimo juego en el que nadie conocido se divierte. Por tanto, tenemos que la vida, sistema o proceso que jamás vamos a poder interpretar o comprender, es una estupidez en estado puro, en la que vamos a permanecer un tiempo (concepto éste del tiempo también inherentemente estúpido) en un ínfimo espacio cósmico (otro concepto éste del espacio también esencialmente estúpido) y todo ello sin saber jamás al designio de qué o de quién responde. Lo que ocurre es que a mí nada de esto me asusta, más bien me hace sonreír, pero sonreír con mueca, que es como sonreímos los que no nos asustamos con la muerte. Déjenme al menos mostrar cierta valentía ante esto, porque ante otros aspectos de la vida soy profundamente cobarde. Y no tengamos miedo a lo que no existe, tampoco nuestras vidas existen, nos movemos o reptamos en estas tres escasas dimensiones de las muchas, quizás infinitas, que seguro existen. La mínima hormiga que deambula entre las dos losetas resquebrajadas del zaguán de esta casa solariega, en este otoño desvencijado de ocres y grises, vive sin espacio y sin tiempo, y sin esos dos pesados bloques, la vida, aun siendo estúpida en sí, no sería objeto de especulación constante, estaríamos viviendo casi sin presente, definitivamente sin pasado y sin futuro, sin distancias. Pero no es así, y es por todo lo dicho por lo que damos carta de naturaleza a Dios, al diablo, al amor, a la esperanza, al terror, a la amistad, a la ciencia, al sexo, a la salud, a la avaricia... y sobre todo, a la poesía.

6.5.18

435. La norma como norma


01. En 1928 se pusieron 2.756.326 telegramas en la oficina de telégrafos de Harrisburg, Pensilvania, un 8% más que en 1927.
02. Leo Baekeland, descubridor de la baquelita, fruncía su pequeña boca cada vez que oía la palabra "orinal".
03. Los cantos rodados del Volga son objeto de deseo de ciertos coleccionistas de la margen izquierda del Dniéster.
04. La ausencia de vocales en el alfabeto bantú genera la singular conformación palatina de sus hablantes en forma de cono truncado invertido, así como la bifurcación de la úvula ("úvula bífida").
05. "Los breviarios de Circe" es el único documento que nos queda de la estructura, distribución y desarrollo de los falansterios de Fourier creados en el sur de Francia a finales del siglo XVIII y principios del XIX.
06. Tan solo 1 de cada 11 españoles sabe a qué provincia pertenece la localidad de Langreo. Nadie supo responder a qué provincia pertenece Calascaños, incluidos dos vecinos de Calascaño.
07. La última bienal de arte contemporáneo de Venecia, celebrada en 2016, supuso un gran éxito para su organizador Nicola Petrozzio, nieto de "el gran Petrozzio", fundador del cuarteto de viento "Il Soplitto" en la década de los 50 del pasado siglo.
08. "La Calesera", célebre zarzuela del maestro Chapí, fue denunciada tras su estreno por plagio, al comprobarse el enorme parecido de su libreto con "El Cantar del Negro Canghó", obra póstuma de Sor Gilda de las Nieves.
09. Las morenas son murénidos anguiliformes de aguas salobres difíciles de pescar, comer, digerir y excretar, pero fáciles de querer.
10. Nadie en la abadía de Saint Villon des Pérthès sospechaba que el fraile panadero era mujer, nigromante y la asesina de los niños siameses Jean-Luc y Lucien, crimen acaecido en Honfleur en 1917.
11. Truman Capote era descendiente de irlandeses por parte paterna y de una tribu india muy oscura y misteriosa radicada al norte de las Cathills, la apenas conocida tribu de los Piuiu.
12. A tres millones de euros ascendió el botín que unos niños de Copenhague obtuvieron con su robo a mano armada en la mejillonería Blänggenfurst, a las afuera de la ciudad, al norte, cerca del centro logístico Arrasfungen Föhl.
13. Una novela corta de Marguerite Duras, titulada La Square, editada en 1956, fue adquirida en una librería de viejo sesenta y dos años después por un facultativo médico de mediana edad en una localidad al sur, muy al sur de París.
14. Plomo y tantalio son los dos únicos elementos de la tabla periódica que combinados con una sal yodada, cualquier sal yodada, provocan el "storm effect" ("efecto tormenta") en una cubeta de galvanoplastia.
15. El Niño Ricardo fue un cantaor de flamenco, que se casó in articulo mortis con la primera mujer torera de la historia, la novillera lusitana Ophelia Maria da Silva Ocampo, "La Portuguesita", tras la mortal cogida que sufrió en el coso de reses bravas de Portocastello.
16. Internet fue el primer sistema cibernético que comunicó estructuras de metadatos nodales siguiendo los principios de las redes numéricas y espectrales de Mandelbrot.
17. Dos cuentos de Clarín podrían insertarse, compaginando sus páginas impares y sus páginas pares, formando una tercera obra sin perder un ápice de sentido la narración resultante, siempre considerando la edición princeps de estos dos cuento, que son: "Adiós, Cordera" y "El dúo de la tos".
18. El formato en "tetrabrick" se utilizó por vez primera en la guerra de Crimea, y no como contenedor de líquidos o alimentos para la tropa, sino para betún para el lustrado de las botas de los oficiales británicos.
19. El domingo es el día de la semana que más veces se menciona en toda la lírica francesa de los siglos XVIII y XIX. Con el lunes ocurre lo mismo y en las mismas centurias en la poesía japonesa. 
20. Unos de los mayores accionista particulares de la Philip Morris International fue Johnny Weissmuller, el famoso Tarzán de la gran pantalla.
21. "Mi primera katana" fue un libro de poemas escrito por el último de los samuráis de Kobe, Yoshai Imamura, a la edad de 102 años.
22. El decimotercer film dirigido por John Ford fue, a su vez, su primer western, "Río Dorado", protagonizado por Randolph Scott.
23. A mi bautizo acudieron entre otros, Pepe Marchena, Porrina de Badajoz y Perlita de Huelva.
24. El páncreas de un adulto caucásico pesa aproximadamente 37,5 gramos; en la Edad Media, durante el Concilio de Nicea, se consideró que el alma pesaba exactamente 11 gramos (1/4 de onza romana).
25. Mi primo Luis José vive en el nº 84 de la calle Abad Gordillo, cerca del Museo Diocesano de Murcia.
26. El político socialista portugués Mário Soares fue propietario de la mayor colección particular de figuras de venus neolíticas esteatopígicas de Europa, colección que en 1998 donó al Museo de Historia Natural de Coimbra, su ciudad natal.
27. De los cuatro estilos canónicos de natación, el crol es el único que desarrolla y fortalece el músculo tensor de la fascia lata, músculo imprescindible para realizar la torsión interna o pronación y la aducción medial de los miembros inferiores.
28. El color cobalto de las aguas del lago Titicaca se debe a la proliferación de oxiuros tetrasúridos en su lecho y a la sedimentación basáltica de las rocas en su orilla sur. 
29. Brenda Mayerson era el verdadero nombre de Marguerita von Trotta, célebre trapecista del Circo Ringland en la década de los 50 del siglo pasado, casada con el famoso mago y satanista Aleister Crowley.
30. El famoso contador o aritmópata uruguayo, Dámaso Merloni, contabilizó los versos editados en vida por Pablo Neruda; la cifra era sumamente divertida: 222.222 versos.
31. De los 424 apellidos catalanes, sólo dos, Bofarull y Navigord, provienen de la comarca tarraconense de Besalú. 
32. Existe una enfermedad endémica de la isla de Pascua que consiste en la aparición súbita de esferas quísticas de contenido seroso, muy dolorosas, detrás de los pabellones auditivos, acompañándose el proceso de tinnitus progresivo y lengua saburral; el nombre de la enfermedad es retroauriculitis quística, más conocida en la región como pascualitis o mal de Pascua.
33. Según Osmond Parmentier, alumno de Sigmund Freud en Viena, el sueño más recurrente entre la población judía vienesa entre 1900 y 1930 era aquél en el que el individuo se ve aparecer en el centro de la ciudad desnudo de medio cuerpo hacia abajo y con un globo amarillo de propano atado al cuello con una guitita.
34. De todas las sentencias de este escrito, tan solo una de ellas es verdadera, bueno, dos, contando esta última.

29.4.18

434. Oficio de santidad


          Cuando el poeta escribe: "La brisa aturde con su clamor tenue el fragor de tu silueta", está disimulando, mintiendo, quizá ni sepa que disimula y miente, pero el poeta, el poeta de verdad, no puede, en su inmensa sabiduría, hacer otra cosa que disimular y mentir, lo sepa o no, sea o no consciente de la superchería que supone componer ropajes pomposos, diversos, anacrónicos o elegantes a la vida y a su bagaje de sentimientos, anhelos y desesperanzas. Sastre del inconsciente, el poeta cubre las vergüenzas del hombre y adorna sus pasiones con palabras que ajustan con mayor o menor perfección, y revocan en lo posible los deterioros en la fachada y, a veces, en la estructura nuclear del cuerpo y alma. No es otra su función. La presencia del poeta es su ausencia, su esencia es la trascendencia de esa ausencia. Es un gremio útil debido a la inutilidad de su quehacer, de sus metáforas nadie se alimenta, pero sin ellas algo deja de fluir, un granito de arena se entremete en el interior de algún engranaje y nos determina a la baja en alguna de las once dimensiones. Cuando el poeta escribe: "Un sinfín de alondras teje el velo de la aurora", parece que nada cambia, la vida continúa, la vorágine de la ciudad sigue taladrando nuestro presente, los niños siguen aprendiendo a matar con suavidad y a mirar hacia otro lado, las fábricas persisten exhaustas en el horizonte productivo, y la policía de Miami se hace cada día más impotente y contemplativa. Los poetas no son semáforos ni faros ni sirenas (en ninguna de sus acepciones), pero sí actúan como una especie de demiurgos en la sombra con poder escaso, un poder que será esotérico, velado, ciertamente oscuro, sigiloso y a cubierto. Alcanzan con premura la pobreza y el deterioro físico y espiritual. Los poetas no triunfan, no inciden en nada, pero son a los primeros que fusilan o cuelgan en todas las revoluciones, porque éstas no pueden domeñar lo que los poetas manejan: la inmanencia de la poesía. Porque es la poesía lo que sí es real, lo que sí existe; los poetas pueden o no existir, ¿a quién le importa?, pero la poesía es el universo paralelo que controla y equilibra los desmanes del otro universo, el que aturde los planetas y ejecuta los designios de los dioses arbitrarios. Cuando un poeta escribe: "Luz que enhebra miradas y anhelos entre labios demediados", separa dos mundos por el suave afán de separarlos, no nos requiere para tan titánica operación, el poeta es la acción pura, practicante de una geometría eufórica, de un baile sideral que, igual que separa, funde esos mundos antagónicos en una sílaba, en un acento, en un hemistiquio pertinente y prodigioso. No reclama historias porque la poesía no la tiene, como no la tiene el rayo o la nube o la imagen última en la retina muerta del guerrero. Y en este unir y desunir los mundos paralelos o divergentes progresa el poeta en su arte ilusorio, en su eterna combinatoria matemática que ejecuta todas las posibilidades existentes para el alma humana. Cuando el poeta escribe: "Un oriente de algodón en el gélido lago del olvido", subvierte, con todo el ímpetu que Calíope y Erato le permiten, la semántica y el alcance que tienen las palabras, define otras reglas para el juego de la comprensión de los conceptos, enarbola estandartes de nuevo cuño, para que nuevas ideas afronten con belleza y elegancia nuevos senderos. No intenta descubrir, pero descubre, no se propone objetivos ni metas. El poeta sólo es el instrumento de un estamento superior que le utiliza desesperadamente, como un nudo en la cuerda que cuelga de la estela de un cometa inaudito y vital. Hoy los poetas, que ya no se esconden, son, en cambio, seres escondidos de tanto oscurecer su actividad se han convertido en seres invisibles, ya no pululan en cenáculos ni se disponen bajo espejos apolillados en decadentes cafés. Su misión instrumental emana en solos quebradizos, univalentes, propioceptivos, nacen de su pluma, pero vuelan a su interior, versos y metáforas que, como vencejos en primavera, regresan en bucle infinito a la torre de la iglesia. En ese magma de palabras que el poeta mana y bebe como un uróboros constante, van filtrándose minúsculas partículas de oro puro que ejercerán de puntos luminosos, iridiscentes y estelares en la oscuridad que inunda la visión del ser humano. Esta negra visión se ilumina de hito en hito, cada uno de ellos derivado del latir indubitable del corazón de un poeta. Cuando un poeta escribe: "Un sismo nebuloso, un lóbrego temblor, un luctuoso furor en tus pupilas", define, más allá de las esencias semántica, un mundo vibrante de significados, que buscan con candiles de belleza una senda para alcanzar el extremo exacto de la palabra y su neta definición. Es la poesía como ciencia exacta ("la poesía es exactitud", decía Jean Cocteau), es la verdad y su estructura, es la entelequia hecha verbo, es el sentido de la carne asaeteada por todos los venablos de misterio que la vida propone y dispone. Sentido y sentimiento unidos por el lenguaje, amalgama multiforme, multicolor, caleidoscópica, que atraviesa los muros del cuerpo y del espíritu al ritmo de esa música pitagórica de planetas y entes celestiales. El poeta, ese hombre tan cercano a Dios, que a su vez asume el antagónico papel de anti-Dios, porque trata, sin saberlo, de entender sus designios con la simple forma de las palabras y la mínima variación del encuadre en la mirada. Figura venerada sin veneración, respetada a veces, a veces consentida, depositaria muchas otras de un trato displicente y otras muchas veces figura ultrajada y perseguida, el poeta atraviesa la existencia como un faro de luz poderosa, luz viva, luz siempre libre.

28.4.18

433. Holidays in La Habana


          La noche es oscura como una carbonizada paloma, sin luna, sin cielo, cubierto éste por una sola nube, negra como una paloma carbonizada que se extiende de oriente a occidente en una eternidad espacial ominosa. Mi caballo, blanco como la paloma de antes antes de la carbonización, piafa indeciso, nervioso y expectante, parado en este cruce de caminos. El jinete, yo, Sabino Tulio Benítez, me encuentro también indeciso, nervioso y expectante, pero no piafo. De los tres caminos que puedo tomar, todos me parecen inquietantes y me hacen recordar a demetrio con minúscula Benítez, un medio pariente de mi tercera esposa que suele decir: "el que tiene elección tiene tormento". Y que razón lleva el hombre. Un camino toma la senda de la derecha, el farol de carburo así me lo indica; otro camino se dirige a la izquierda, el farol de bismuto me alumbra lo suficiente para confirmarlo; y una tercera senda se encuentra al frente, entre ambos caminos citados, éste, más que verlo lo intuyo, porque el farol de querosén se halla inservible por la falta de abastecimiento de querosén que asola la comarca desde la Pascua Florida. El arúspice de la Diputación, Silas Benítez, tras el análisis y minuciosa observación al que sometió las vísceras de una lagarta, me indicó que al llegar a la trifurcación en la que me encuentro tendría que elegir una de las tres opciones que se me presentaran: una de ellas me conduciría directamente a los brazos de mi amada, otra lo haría a la guarida del oso, y la última, a la termas de Persépolis. Mi intención al pedir consejo y augurio al arúspice Silas no era para esto, era para que me vaticinara la evolución del mal de bubas que tortura mi entrepierna y mis axilas desde que experimenté los goces del amor libre con Bruna Benítez, la hija del propio arúspice de la Diputación, otra lagarta, ésta sin vísceras, pero depositaria de un surtido letal de síndromes venéreos altamente transmisibles, muestrario vivo de las consecuencias que traen consigo las alocadas incursiones por los senderos de Venus. Pero el padre de la niña sólo me presagió (¿me aruspició?) la duda ontológico/metafísica del cruce de caminos en la que me encuentro sumido, varado y perplejo (además de nervioso, expectante e indeciso, como ya quedó expresado con anterioridad). Mi caballo también. Esta noche sin luna me llena de pensamientos impropios de un caballero, esta noche alunada, deslunada, ausente de luna, carente de luna la noche, esta noche oscura como paloma carbonizada (metáfora varias veces utilizada ya en este codicilo, pero que dada su excepcional belleza, me agrada volver a utilizar, y así lo hago y lo haré las veces que considere oportuno), esta noche, decía... Ya no me acuerdo lo que iba a decir, no puedo recordar qué tipo de pensamientos impropios de un caballero se me han venido hace un rato a la cabeza, así es imposible llegar a ser escritor, tengo la memoria que pueda tener mi caballo. En fin, que de los tres caminos sólo me apetece, tonto no soy, el del oso, porque no sé dónde queda Persépolis, y los brazos de mi amada me llevarían inexorablemente a la toma de antibióticos y a sufrir más curas dolorosas, vergonzosas y crueles. Y a mí los osos, no sé, me provocan cierta ternura. De cualquier forma, mi caballo y yo estamos nerviosos. Mi caballo se llama Benítez y es oriundo de Marchena, provincia de Sevilla. Densa nube de lluvia oscurece aún más la noche y la campiña. Súbitos rayos agrietan el cielo con arborizados destellos entre sordos y lejanos y tenebrosos estruendos, que anuncian la meteórica y estrepitosa tormenta. Benítez piafa asustado y cabecea. Intentamos alcanzar el refugio del guardagujas, Sito Benítez, pero cuando sólo falta un par de yardas para alcanzar la desvencijada casucha, un súbito rayo traicionero nos echa por tierra a Benítez (el caballo) y a mí. Tras unos segundos, quizá minutos, despierto de un estado de semi-inconsciencia para comprobar la completa parálisis del lado izquierdo de mi cuerpo. Benítez (el caballo) ha muerto aniquilado por el dardo mortal de Zeus. ¡Vaya noche! Para colmo, mi cuerpo inerte está desparramado sobre las vías del tren sin capacidad ni fuerza alguna para trasladarlo a una zona más segura, y el tren, lógicamente, se acerca, veo su luz atravesando la cortina acuosa de la primera lluvia. Los truenos han cesado. Intento con todo mi escaso vigor moverme, pero lo único que consigo es expeler una tremenda y estentórea ventosidad, impropia de las gentes con mi abolengo, prosapia y apellido, pero que tiene como feliz consecuencia que se despierte Sito Benítez, el guardagujas, del que mi ventoseo estentóreo ha conseguido arrancar del sueño, cosa que no han logrado los rayos y centellas que han adornado esta noche singular. Se conduele Sito del caballo, ínstole y aprémiole a que retire raudo mi cuerpo inútil, pero doliente, de las vías ominosas, dado el hecho incontestable de que la locomotora se acerca rápidamente y con ansia cercenadora de miembros. Sito reflexiona, se ve en la triple encrucijada de elegir qué hacer: enterrar a Benítez (el caballo); salvar la vida de S.T. Benítez, el jinete, o sea, yo; o que él, Benítez, el guardagujas, deje las cosas como están y vuelva a la cama olvidándose del mundo y sus cuitas. El arúspice Benítez va en el tren, Sito lo sabe, porque Sito vende los billetes en la estación por las mañanas. Esta mañana, temprano, le vendió un billete de ida y vuelta al arúspice, su destino era el límite del bosque, al comienzo de las estribaciones de la cordillera, un paraje inhóspito lleno de cavernas, cavernas a su vez llenas de osos, osos negros como carbonizadas palomas, osos que abrazan con sus zarpas poderosas, destrozándolos, a todos los habitantes de Persépolis que por allí se aventuran. El tren no se detiene, no se detendrá. Sito, el guardagujas, persiste en su duda. Me acuerdo tanto de demetrio con minúscula Benítez...

27.4.18

432. Lautréamont vs. Menéndez Pidal


          Como es costumbre en mí, comienzo a escribir sin tener la menor idea sobre qué voy a escribir. Al final siempre surge algo, casi siempre acabo sorprendiéndome. Esta mañana he estado leyendo a un escritor rumano: Mircea Cǎrtǎrescu. Es de una solidez intelectual y de una imaginación tan densa que apabulla, pero con cariño y mesura. Impregna sin demoler, afianza convenciendo, no se hace cómplice, sino que se erige en juez, pero sin vocación. Si lo traigo a colación es fundamentalmente por su disidente idea de lo que es o debe ser la literatura. Siendo escritor, abomina de la novela y de los escritores en general, no comparte ni entiende la fama y el éxito que a algunos acompañan y que para casi todos son la meta y el objetivo se sus vidas. Rechaza todo escrito que pueda o se atreva a tener alguna utilidad moral. Para este escritor de Bucarest sólo es preciso escribir para uno mismo, nunca pensando en el hipotético lector. Esta vieja y manida idea denota por su parte una enorme ironía, si no mera contradicción, o quizá un oscuro sarcasmo, al surgir de la mente de uno de los intelectuales rumanos más exitosos y afamados, que siempre está en las prospecciones anuales de la Academia Sueca y al que los premios le llueven desde hace tiempo, por mucho que conceptualmente le duela recibirlos. Para Cǎrtǎrescu, la búsqueda interior en el pozo del inconsciente, con todo el sufrimiento que esto conlleva, es la única vía de realización para la misión existencial del que se siente impelido por el destino a expresar su alma y su cuerpo sobre un papel en blanco. Adora a Kafka y a todos aquellos literatos alejados en vida del boato, de la parafernalia de la gloria y reconocimiento social y artístico. Es la vuelta al consabido relato del escritor atormentado y sufriente, a la letra que nace en un tintero de sangre y lágrima, a la escritura como sacrificio y penitencia, al concepto del escritor oscuro y loco asediado por los locos y oscuros mundos de su mente atribulada. Dentro de la contradicción que supone la condición del mensajero, comprendo, acepto y comparto la realidad del mensaje. Digamos que acepto el casi lugar común del "infierno creativo del artista", esclavo de su arte, abrumado por conseguir la perfección en su obra, ajeno a la felicidad de los hechos logrados. Nombra muchas veces nuestro autor a Kafka, pero el checo ocupa una categoría aparte. En Kafka es el sufrimiento quien escribe, el sufrimiento que no aumenta ni aminora, Kafka sufriría igual amasando harina o torneando una pieza de madera. Cǎrtǎrescu da por supuesto que la escritura es sufrimiento en sí y en estado puro. Bueno, dejemos en que cada cual sufre o goza con lo que puede o debe. Yo comparto los aspectos de ambos, pero sólo desde un punto de vista teórico, mi pozo existencial es poco profundo: lanzada al vacío de este pozo una onza de chocolate Elgorriaga®, dicha onza tardaría en tocar fondo 0,11 nanosegundos, lo que tras los cálculos físicos pertinentes arroja una profundidad de pozo existencial de aproximadamente 0,13 micras, lo que ofrece poco, muy poco bagaje de material interior para casi nada, por supuesto nada para sufrir, aparte de que tengo ya una edad en la que cada día me apetece menos sufrir. Yo escribo, y en eso sí estoy de acuerdo con Cǎrtǎrescu, sólo para mí, esto ya lo he expresado once veces con anterioridad, y mi mujer ya me ha dicho que repito mucho las cosas, claro que ella también, mucho más que yo, dónde va a parar. Al escribir (no quiero perder el hilo) hay muchas posibilidades de perder la libertad si se tiene la seguridad de que uno va a ser leído, y no por dos o tres docenas de ciudadanos, sino por cientos o miles, no digo nada si además la obra es traducida a otras lenguas, incluida el tagalo. Qué gran responsabilidad. No se puede ser libre en la creación literaria con tanta gente expectante, con tantos ojos pendiente de la siguiente frase, del siguiente párrafo, del inexorable desenlace de la historia. Sólo la libertad es plena desde la soledad del escribiente no leído, incluso en ese caso se siente uno inerme ante la imposibilidad de destruir el manuscrito en presencia de la muerte súbita, pues siempre cabe esta posibilidad, que sucederá en tu despacho mientras tu mujer o tu marido está adobando las codornices que tanto te gustan y tú estás acabando de componer un soneto erótico a tu amante nº 11, es entonces cuando tu cabeza cae fulminada por una rotura aneurismática en la arteria cerebral anterior, tu mujer o tu marido acude al poco rato para decirte que las codornices ya están listas y debidamente emplatadas y que abras una botella de Beaujolais, y es entonces cuando te encuentra muerto o muerta, desplomado o desplomada sobre las últimas líneas del soneto, y te descubre (te descubres) póstumamente como un o una contumaz libertino o libertina. (La moderna ordenanza cultural progresista en cuanto a la no utilización de lenguaje sexista redunda en la idea de la falta de libertad del escritor y, como ejemplifican las líneas anteriores, convierten un pequeño párrafo en una soberana majadería). Por tanto (sigamos sin perder el hilo), la libertad plena en la escritura no existe, como no existe en ninguna de las circunstancias de la vida. Siempre existirá un pudor inmanente del cual el que escribe nunca podrá despojarse, igual que siempre hay un lector escondido y al acecho donde menos lo pensemos. Incluso Cǎrtǎrescu, que tan libre se siente (incluso comienza una de sus obras hablando de sus propios piojos) refiere la presencia de ciertas "piezas negras" en su propio puzle existencial, una serie de episodios de su propia vida que demandarían un incremento de libertad y de sangre vertida para su expresión literal y literaria, que nuestro autor no se encuentra de momento capaz de enfrentar. Yo, pues, seguiré y tomaré por el camino de en medio, juntando letras y palabras y frases y párrafos de la manera más divertida y acorde con mis aptitudes y habilidades, siempre con la vista puesta en ese inexistente lector del que tanto dependo y al que tanto estimo.

21.4.18

431. Disturbios en Paymogo



        Hoy recibo un paquete postal remitido por una librería de viejo de Segovia. Hace unos días les solicité me enviaran un breve poemario de una joven poetisa, una obra difícil de conseguir en las librerías habituales. Al abrir el paquete y hojear las páginas del pequeño libro, advierto entre ellas la presencia de una foto: es la imagen de una mujer cercana a la madurez, sentada en una hamaca en un jardín umbroso; viste un camisón blanco de tirantas, mira y sonríe hacia su izquierda, el sol, entrevisto, declina (o nace) entre las ramas de unos árboles que se hallan tras ella; su pelo, recogido en un coletero, es castaño como sus ojos, los hombros son bonitos y elegantes, sus rodillas también. Es hermosa esta mujer, hermosa sin estridencias, belleza sosegada que desprende un aroma crepuscular, un aura que fluye de su sonrisa ajena a quien la mira, pero pendiente de quien la intuye. En el reverso de la fotografía, una fecha y unos versos de Antonio Machado, que le hablan a "Laura" de los álamos del río con sus ramajes yertos, y le pide la mano para que, juntos, vayan a pasear. Un verso en el reverso de la imagen de la mujer sonriente en el jardín. La mujer, ¿se llama Laura?, quizás. La letra es masculina, descuidada, no escrita para que Laura la lea, no es una postal, es un recuerdo, no está firmada, pero sí fechada. Una mujer y un verso sólo se conjugan en el ámbito del amor. Por eso me ha emocionado el hallazgo de la foto, ¡y en un libro de poemas! Un mundo, una vida, una historia diferente como regalo envuelto en palabras, en versos, amor rodeado en poesía, poesía arropando amor, todo un bucle erótico escondido y resguardado, posiblemente para siempre, que me ha sido descubierto en una de esas casualidades que te ofrece la vida. Si ella es Laura, la persona que escribe el verso, que lo transcribe, debe ser el enamorado que, quizás, no se atreve a expresar sus sentimientos, y por ello, los esconde en el reverso de la foto. Lo supongo de la edad de Laura, conoce a Machado, le son familiares, al menos, estos versos hermosos, pero no tan conocidos; es, pues, hombre sensible a la belleza y culto. Atendiendo a la luz que emana de la fotografía, no sé si lo que ilumina a Laura es un amanecer o una tarde crepuscular, me desorienta el blanco camisón; si fuera de mañana, cubriría sus hombros con un ligero chal o una rebeca, si fuera el declinar de la tarde, sería pronto para el camisón; quizás no sea un camisón, y si lo fuera, ¿tanta confianza o familiaridad tiene con el enamorado fotógrafo como para soslayar un razonable y pequeño pudor? Esto enlaza con mi teoría. El hombre que hace la foto a Laura, el enamorado, es un amigo, un amigo de toda la vida, un amigo con el que siempre se debe contar; ha hecho la foto en un momento de descuido, Laura no mira a la cámara; esa foto Laura nunca la verá, él la ha robado, ha conseguido hurtar un instante de la vida de Laura, y ese instante será sólo para él. Laura sólo intuye el afecto, el amor de él, pero sólo como un halago de cortesía, como la seducción caballerosa y atávica que ni sonroja ni atemoriza, sino que envanece y reconforta. Es el amigo perfecto y perpetuo, el que siempre está cuando se le necesita, el que nunca muestra su presencia cuando la considera superflua o perturbadora. Es seguro que Laura está casada. Él será el amigo, el compañero del marido, pero también el enamorado secreto. Quizás él los presentó y hasta sería testigo de su boda. Hoy es un invitado de fin de semana a la casita o al chalet de la sierra. Acude solo, claro, el eterno soltero, atractivo todavía, pero ajado por una melancolía cuyo origen sólo él conoce y sólo Laura intuye. Ávido lector de poesía, ha usado la foto de Laura como punto de lectura y en un vaivén de la vida, un olvido, una mudanza, un trastorno financiero, el libro, junto a otros cientos, ha ido a parar con su tesoro oculto, a una librería de viejo de Segovia, en donde lo hallé y desde donde me fue remitido al lugar donde vivo, a muchos kilómetros de allí. Sé que detrás de cada objeto, de cada gesto, de cada acto pequeño o grande hay una historia, o una ficción, o una fantasía, o un sueño, o un anhelo, siempre hay una impregnación de vida en todo lo que perciben nuestros sentidos. Cada historia, con ser imaginada, como lo es ésta de Laura y su fotógrafo enamorado, es verdadera porque es posible, tan posible como otra, como la verdadera, pero es ésta la que mi imaginación ha elaborado con los materiales que ha encontrado en el taller de mi mente. Siento cerca a esta lejana mujer de la foto, siento cerca a Laura, compadezco y comprendo a su eterno admirador, asumo su desazón y su ansia frustrada, el anhelo truncado de no poder acariciar esos hombros torneados en la brisa primaveral del jardín, de no poder rozar con sus labios la esbelta rectitud de su cuello displicente. Desde un punto lejano en el tiempo y en el espacio me uno gustoso y alzo mi copa en honor a esta escena inesperada de pasión y belleza que el amor a la lectura me ha deparado.

15.4.18

430. La túrmix de Brigidita


          "Para empezar una novela de quinientas páginas es necesario intentar no llamarse Leopoldo; para terminarla es necesario no sólo no llamarse Leopoldo, sino haber participado en algún concurso radiofónico del tipo 'Merienda con un famoso' o 'Cancionero secreto'. Aunque parezca contradictorio, no es necesario saber escribir, sólo hay que saber empezar y terminar una novela, la confección de la estructura y el desarrollo del argumento o la historia a narrar es algo superfluo". 
          Esto, que parece una estupidez, lo es, ciertamente, pero sólo en un 85%. Una estupidez al 100% no existe. En cada estupidez siempre subyace, sobrenada o sobrevuela un, aunque sea mínimo, porcentaje de razonamiento lógico, aunque esta lógica se materialice en otro contexto idiomático o en alguna semántica ajena a nuestra cultura vernácula. Cualquier estúpido, por tanto y en consecuencia, no lo es tampoco al cien por cien, estadísticamente lo es sólo al 85%. Y también se deriva de lo anterior otra consecuencia, ésta, de carácter social, muy interesante y digna de análisis: un estúpido lo es, sin duda, pero sólo para el 85% de la población; para el 15% restante no lo es. Se podría deducir, entonces, que este 15% de la población es o sería estúpida en esencia, sin embargo los últimos estudios de campo avalan que esto no es así. En resumen, estos últimos avances en la materia vienen a decir lo siguiente: las estupideces van por un lado y los estúpidos pueden, o no, ir por la misma senda. En los flecos de las campanas de distribución estadística, en los extremos gaussianos, se hallan las excepciones a las reglas, que otorgan el dinamismo a los acontecimientos y prodigios de la Naturaleza, necesarios para el avance de la ciencia y el conocimiento del mundo como hecho fenomenológico. Esto último, también, puede o puede que no, ser en sí mismo una estupidez, pero nos lleva en volandas al siguiente escalón de esta exposición mitad epistemológica, mitad psicodialéctica. Intentaré explicarme: ¿conocemos la estupidez al primer vistazo?, ¿cuántas veces consideramos razonamientos lógicos, que en el fondo y tras un ponderado análisis, son flagrantes y encubiertas estupideces?, ¿cuánta estupideces primarias (evidentes) esconden axiomas lógicos y filosóficos (si no metafísicos) de muy importante calado intelectual?, ¿cuántos estúpidos pasan por ser no-estúpidos y viceversa? Hoy en día es más fácil que nunca en la Historia del hombre (y de la mujer, of course) hacer pasar a un estúpido por un coloso del pensamiento, o a un cerebro privilegiado remodelarlo y convertirlo en un soberano majadero. En esta vergonzosa etapa que vivimos, el culto a la mentira, disfrazada con ese manto de moda al que llaman posverdad, nos están conduciendo a todos de manera inexorable a una nueva idolatría, en la que veneraremos (si es que no lo estamos haciendo ya) y con pleno conocimiento, al embaucador que más se nos parezca. Ya nadie engaña a nadie, los nuevos dictadores mienten y seguirán mintiendo a micrófono abierto con la certeza absoluta de que las masas disfrutan con el engaño; estos líderes ya no serán considerados como adalides de un futuro esperanzador o hacedores de proyectos ecuménicos para el bien común. Serán considerados lo que realmente son: payasos filibusteros, estos sí estúpidos al cien por cien. Porque ya la estupidez no se esconde en esos porcentajes de los que hablábamos, sino que el porcentaje va tendiendo poco a poco a la plenitud, a la totalidad. Son muchas las ideas que se me vienen a la cabeza y me resulta muy difícil concentrarlas, contenerlas y ordenarlas con un mínimo de ilación lógica. Quizá esto se deba, sin duda, a que soy estúpido. Hace unos años, de ser esto cierto, me hubiera apenado e incluso hubiera caído en una profunda depresión al comprobar mi condición de estulticia moderada, pero hoy, al contrario, se me abre un abanico extraordinario de posibilidades y oportunidades para destacar y triunfar entre la alta membresía de esta sociedad que nada, sin saberlo, en el más profundo y oscuro de los nihilismos. Comencé esta homilía laica hablando de unos porcentajes estadísticos sobre la estupidez y el colectivo social de estúpidos. Me acaba de llegar por valija diplomática el último consenso de la Sociedad Europea para la Cuantificación de Estúpidos (SECE) en el que quedan obsoletas las cifras del anterior ejercicio. La estupidez, en término absoluto, y la masa pura per capita de la espitupidez per se, se acercan peligrosamente a la cifra terminal de 100, es decir, que ya cualquier estupidez no conlleva un 15% de material razonable, sino, apenas un 1 o 2%, cifra que se relaciona de una manera directamente proporcional a la concentración de estupidez pura del individuo estúpido y al porcentaje de estúpidos de cualquier sociedad respectivamente. Con estas cifras ya no se puede huir, la huida sólo acontece en la pantalla y en las novelas de aventuras. Los tontos han ganado, les dimos tal cantidad de juguetes (muchos de ellos impropios para su edad mental), les condonamos tantas responsabilidades, les otorgamos tantos derechos, que han llegado a desterrarnos de la casa que apaciblemente compartíamos con ellos, y lo peor de todo es que han contagiado mucho. Hace no tantos años se podían contabilizar uno o dos tontos por familia, actualmente la cifra se ha incrementado de manera exponencial. Además, ya han ocupado el poder, ya nos gobiernan y nos disgregan, ya el ambiente huele a abominación y miedo. Sólo nos queda la huida que no existe o el exilio interior, donde nuestra estupidez innata y existencial conviva en paz y armonía con nuestra inteligencia lógica y emocional, como siempre sucedió en épocas de bonanza espiritual, cuando el hombre se hacía eco de sus logros culturales, filosóficos y artísticos. Perdida la batalla y posiblemente la guerra, la recuperación ni siquiera se contempla. Las catástrofes pequeñas parecen grandes y viceversa, los odios cotidianos se entronizan junto a los odios históricos, la barbarie edulcora con artificio las beatíficas tardes de los asilos, sangre más en la palabra que en la espada, y la mentira que lo envuelve todo entre risas y sarcasmos catódicos y venenosos. Yo ya no sé si me llamo o me llamaré Leopoldo alguna vez, ni si tengo o no capacidad para escribir el comienzo o el final de una novela de quinientas páginas. Lo que todavía sí sé es que mi porcentaje de estupidez es bastante moderado (y que Dios perdone este arrebato de arrogancia, pero también de sinceridad), es más pienso que mi estupidez se diferencia, y mucho, de la estupidez de mis coetáneos.
          Recuerdo ahora, no sé por qué, la definición que de sí mismo hizo un amigo de la niñez: "Mira, J., me dijo, yo sé lo que soy, soy un gilipollas dulce".

8.4.18

429. Breves escándalos europeos


          Escribamos, Senén, escribamos, que la escritura es lo único que nos va a diferenciar de la gran mayoría, porque, como bien sabes, nadie lee y, aún menos, escribe. Escribamos, pues, Senén, porque diferenciarse de la masa dicen que es bueno, que nos lleva a la individualidad, a la independencia y a la libertad interior, cosas todas ellas que tienen mucho prestigio y conducen a la admiración y a la envidia generalizadas (¡a que te admiren y envidien, Senén!). Sé que no somos escritores, somos escribientes, simples diletantes situados en la más baja categoría de la literatura, aficionadillos a juntar palabras, la mayoría de las veces palabras rimbombantes y vacías, pero ciertamente eufónicas y con cierta melodía en su estructura fraseológica, fruto de la experiencia y del denuedo diario con el que llenamos páginas y páginas, muchas de las veces sin alcanzar sentido alguno, sino es el de ocupar de manera "creativa" el tiempo que seguramente utilizaríamos en la elaboración de pensamientos y quizás conductas de carácter neurótico o en prácticas solitarias de anulación y aniquilamiento. Así es, Senén, escribimos porque, si no, ¿qué haríamos?, ¿qué sería de nosotros? A veces digo a ciertas personas (tú lo sabes) la (para ellos) incongruente frase siguiente: "Si fuera escritor, no escribiría". Piensan ellos que me esfuerzo en una frase brillante, original, con ínfulas de genialidad, y se equivocan de pleno. Es absolutamente cierto que escribo sólo por escribir, rara vez me impulsa el prurito de comunicar, casi nunca tengo nada que decir, no sé contar historias, ni siquiera imaginarlas, sólo sé que escribo porque debo hacerlo, de la misma manera que Bartleby "preferiría no hacerlo". Es en realidad lo que soy: el espejo de Bartleby, hago sin saber por qué sí, lo que él no hace sin saber por qué no. Mi vocación de escribidor me anula la vocación de escritor (en el caso de que tal vocación existiera en mí). Creo, Senén, que entiendes lo que digo, que al definirme, te defino también a ti, conformando así la idea de que no estoy, (de que no estamos) solos. Es por ello que reivindico mi actividad escribidora, disponiéndola no jerárquicamente más allá (o más acá) de la literatura, sino segregándola como ente distinto y diferenciado. No nos sentiríamos cómodos en el papel de escritores, por el simple hecho de que no lo somos, y no digo que no lo pudiéramos ser, sino que esa actividad es ajena a nuestras inquietudes. Pertenecemos al mundo de la letra, pero habitamos la letra en sí, no habitamos su semántica ni nos esclaviza su significado. En el mundo de la cifra seríamos amanuenses de ecuaciones bella o divertidamente inconclusas, hacedores de formulaciones abigarradas e inconcretas, aritméticos sin meta. Generamos, pues, escritura sempiterna, aquélla que tiene comienzo, pero no tiene fin, porque en su naturaleza no se halla el hecho de tener un desenlace o un corolario moral, ético o didáctico, tan solo, si acaso, subyace o sobrevuela, simple, una pulsión estética. Por tanto, sólo es escritura, pura escritura en sí misma, quizás vacua e inane, porque sólo es escritura. Disiento incluso de que lo que escribimos pudiera considerarse una abstracción simbólica o una paráfrasis freudiana; aquí no existen ni tendrían cabida los símbolos ni las proyecciones oníricas, tan solo los resortes sinápticos que, de manera voluntaria, se accionan para que generen estructuras de comprensión lingüística o idiomática que puedan ser plasmadas en papel. ¿En total libertad?, lo dudo, y no me importa nada que fuera así o no lo fuera. La libertad es uno de los conceptos más huecos que manejamos, aunque para nuestra actividad, la oquedad de términos y conceptos nos atañe muy poco. Ahí sí que gozamos de gran libertad o algo que la recuerda sobradamente, ¿verdad, Senén? Es, por tanto, posible que atendamos temas filosóficos, metafísicos, taurinos, militares, agropecuarios, folclóricos, políticos, sin necesidad alguna de conocimientos previos de dichas materias, porque lo que nos motiva es sólo su exposición, no su comprensión y muchísimo menos su utilidad; nos llegará a fascinar, eso sí, y como ya ha quedado expresado, la divertida y bella forma de hacerlo. Creo, Senén, que lo que hasta aquí te comunico (ya sé que nosotros "no" comunicamos, pero es que "tú" tampoco existes), lo que aquí te comunico, decía, puede constituir, una vez ordenadas todas las ideas expuestas, el borrador de un futuro manifiesto, la estructura fundacional de un movimiento al que podríamos dar una formulación y un cuerpo estructural de carácter colegiado. Sé, Senén, que no somos muchos, pero somos, creo, los suficientes. Nos beneficia el hecho básico de no tener objetivo alguno, nuestro carácter apolítico, aconfesional, nuestro inveterado nonsense, nuestra falta de adscripción a grupos o entidades culturales o artísticas, nuestra falta de ambición, y el hecho que debe considerarse piedra angular (o clave de bóveda) de este nuestro neófito movimiento: el incontestable hecho de que no nos lee ni Dios. Porque Senén, esto ha de quedar muy claro, debemos escribir siempre, pero con la atención perseverante de hacerlo en soportes difícilmente visibles para la ciudadanía. No somos escritores, entes que se desvanecen en el éter de su propia prosapia si no son editados, publicitados, leídos, criticados, analizados, debatidos. Nosotros somos escribidores, entes que se desvanecen en el éter de su inopinada inopia si son leídos, juzgados, vituperados o ensalzados por un mortal cualquiera. Creo haber llegado al final de esta breve alocución  o semi-panegírico sobre nuestra proverbial condición, al que podríamos titular: "Epístola amoral a Senén", así que, si no te parece incorrecto, podríamos centralizar las futuras conversaciones sobre la formación y estructura orgánica del grupo en casa de la Tía Julia, tú la conoces de aquellas reuniones que organizó hace algunas temporadas en su casa de labranza de las afueras. Ella, como su sobrino preferido que soy, siempre me ha animado en mis proyectos por muy estrafalarios que al principio le parecieran, y económicamente hace lustros que me mantiene. Yo la quiero bastante, y eso me enaltece y me ennoblece también bastante, porque bien sabes, Senén, que yo no quiero a nadie, que el amor es pura literatura, que la literatura y la libertad son conceptos vacuos, que lo importante y único es la acción, la pura y mera acción, el mecanismo, el pistón y el émbolo, la máquina en sí, la producción seriada, el consumo innecesario de enseres, la destrucción de la eficiencia, el futuro brillante y mecanizado dignamente soñado por Filippo Tommaso Marinetti.

7.4.18

428. Latidos (Lati2)


         Estimada Clarita: 
                    Los nenúfares ya florecen en la inmunda Charca de los Desconsuelos. Todavía perdura el aroma de la sangre fresca derramada en tu honor y devoran todavía las moscas gordas los entresijos de la matanza y los últimos recuerdos de tu paso por el jardín. Lotos o nenúfares, nunca los distingo, da igual, todos ellos salpicados de tu sangre, de mi sangre, de la sangre de los presenciales e incluso de la sangre de los no presenciales, de todos, Clarita, de todos. Te escribo desde el rigor de esta celda monacal en la que comparto la desesperanza y el llanto con un mandril manflorita y rijoso, que no cesa de mostrarme su culo multicolor en sicalíptica metáfora de diana profanadora y nefanda. Preso desde aquella tarde de amor y muerte, donde nos juramos amor eterno y perdición conjunta y también eterna. Reo me veo por el amor y por la lujuria lacerante que conlleva el beso de la muerte, tu beso, Clarita, que llenó de feroz oprobio y vesania sin fin las células de mi sangre, todas y cada una de ellas. El beso que me diste, el beso que te imploré y que no me negaste. Las flechas fugaces, los despavoridos disparos, el relámpago del látigo, la veloz cuchillada, el mordiente mandoble, el fino sablazo, el estruendo de la pólvora, la lanzada brutal, el escarnio del hacha, la pica fatal, la bomba letal. Todo por un beso, Clarita, por un casto beso de tus labios enrosados en dos pétalos de satén, labios húmedos y ligeros, trémulos y tensos, irisados y dulcificados por tu aliento de virgen primordial. Una Troya desatada por un beso, ¿a qué dios herimos? Aquella tarde de nubes en forma de reostato, con un sol ya declinante con forma de huevo de oca, y un viento suave y aromado de coníferas y helechos, aquella tarde de muerte y sexo tenue reviví en mi memoria los días de trinchera y gas mostaza en Dobro Polje, cuando la metralla atravesaba los cuerpos de mis camaradas y los vapores ominosos los asfixiaban entre jadeos de agonía y barro bituminoso. ¿Quién nos vio juntos en la Charca de los Desconsuelos? La soledad del bosque solapaba nuestra aventura, el enano ciego no pudo ser, el monje estilita es sordomudo, y la Bruja Montaraz murió a las pocas horas de escrófula súbita, y nadie más, por tanto, Clarita, pudo percibir nuestra presencia. Y de pronto, no dejo de pensarlo, tras el efímero beso, aparecen los soldados lansquenettes, los pintorescos bandoleros, la tribu maorí, los indios mohicanos, los partisanos, los requetés, la guardia mora,... Nos hirieron las postas de los cazadores de recompensa, tu mejilla reventó a la vez que mi globo ocular izquierdo como dos capullos de sangre florecidos de improviso. Caímos en la Charca de los Desconsuelos y desde allí contemplamos entumecidos de dolor y miedo la carnicería que delante de nosotros tenía lugar. Tan solo sabíamos que toda aquella barahúnda belicosa se debía a algo que nosotros, Clarita, tú o yo, habíamos hecho. El contacto de nuestros labios hizo trizas el mundo a nuestro alrededor; a ti te arrastraron unos espantosos gurkhas y te arrancaron de mis brazos con la cara aniquilada y a mí, medio ciego, me condujeron a rastras unos siniestros legionarios y me encerraron en este sofocante recinto de piedra de aspecto conventual que comparto con este asqueroso e inquietante mandril. Esta carta, que nunca te podré enviar, bella Clara, la escribo con mi propia linfa que la cuenca de mi ojo inexistente segrega sin parar, cuenca infesta de gusanitos que pronto gangrenará mi cara; pues con esa linfa, te decía, escribo sobre tiras de mi propia piel que se desprende poco a poco, con facilidad y cada vez más, de mi cuerpo sediento y deshidratado. Sólo dan de comer y beber al mandril. Ya no intenta seducirme, ve que la vida se me escapa con la rapidez del que se halla muy enfermo y sin sustento, apenas me muestra su culo de arco iris, hasta, a veces, siento que me mira con cierta conmiseración. No sé el tiempo que llevo aquí, quizás un mes, pero tengo que contárselo a alguien, aunque sea de esta manera tan al límite, utilizando mi propio cuerpo como recado de escribir. Tengo que contarlo, porque creo que pronto voy a morir, o, tal vez, no tan pronto. Hoy ha amanecido con una lluvia lechosa, helada y con vocación de eterna. El escalofrío enerva mis miembros en un calambre continuo y extenuante. El mandril me observa, se acerca, extiende su mano lentamente, roza mi frente, con su dedo índice toca la cuenca infectada, regresa a su rincón y con una boñiga seca de sus propios excrementos, amasada con la paja húmeda que le sirve de lecho y con la saliva espesa que escupe sobre la bola, se acerca de nuevo a mí, y con delicadeza inusitada, deposita la bola sobre la cuenca enferma y se apresta raudo en su rincón a observar, como un niño, los efectos causados por su travesura. No podría moverme aunque quisiera, la fiebre entorpece ya el más leve de mis movimientos y me abismo en un sueño lóbrego y profundo, muy cercano al fin de las cosas, muy cercano a la muerte. Cuando despierto, la lluvia persiste, pero la fiebre mortal me ha abandonado. Siento que la bola excrementicia sigue posada en mi rostro y veo cerca, muy cerca la cara del mandril, noto su aliento caliente y su olor extraño. Me acerca a la boca un cuenco mugriento con agua, que bebo con ansia animal, y después, un mohoso mendrugo que mastico fogoso y feliz como si degustara el más suculento de los manjares. Lo que fue mi ojo sigue supurando un líquido blanco, pero cada vez en menor cantidad y consistencia, creo que lo suficiente para acabar esta carta escrita sobre mi piel, que también, lentamente, va adquiriendo y normalizando su natural textura cotidiana. El mandril comparte su alimento conmigo, me ha salvado la vida y ha puesto un punto de emoción y esperanza en esta condena atroz y sin sentido en la que me hallo o, más bien, en la que nos hallamos los tres, tú, yo y el mandril. ¿Qué hicimos para merecer este castigo, Clarita amada? ¿Qué hecho delictivo cometió la pobre bestia que me acompaña en el suplicio? ¿Por qué nadie me dice dónde estás, cómo ha evolucionado tu herida tremebunda, qué reglamento o qué ley violentamos, qué cosa mala ha cometido el mono de culo colorido, qué hacían huestes de todos los ejércitos pasados y presentes combatiendo entre ellos, y todos ellos contra nosotros, con máximo denuedo junto a la Charca de los Desconsuelos, quién y por qué nos quiere tan mal? Sea como fuere, Clarita mía, la vida es corta, muy corta, y en esta celda angosta y fría la esperanza de una vida feliz y plena se va desvaneciendo, dando paso a una sensación de abandono de la propia conciencia y a vislumbrar o adivinar en lontananza el advenimiento de la locura, la sinrazón sólida y presente de un cambio en los conceptos, en las creencias, en los principios... y, sí, Clarita, también en los sentimientos. El nuevo candor, la nueva luz en la mirada del mandril, la turbadora paz que emana, su espera inocente, su maternal consideración, sus suspirosas duermevelas me están conquistando el corazón. Creo, Clarita, y perdóname, que lo amo, mucho más de lo que te amé a ti nunca, qué le vamos a hacer, por no hablar de su culo, claro.
          Así que chao, Clarita, es que se me acaba la linfa.