"Para empezar una novela de quinientas páginas es necesario intentar no llamarse Leopoldo; para terminarla es necesario no sólo no llamarse Leopoldo, sino haber participado en algún concurso radiofónico del tipo 'Merienda con un famoso' o 'Cancionero secreto'. Aunque parezca contradictorio, no es necesario saber escribir, sólo hay que saber empezar y terminar una novela, la confección de la estructura y el desarrollo del argumento o la historia a narrar es algo superfluo".
Esto, que parece una estupidez, lo es, ciertamente, pero sólo en un 85%. Una estupidez al 100% no existe. En cada estupidez siempre subyace, sobrenada o sobrevuela un, aunque sea mínimo, porcentaje de razonamiento lógico, aunque esta lógica se materialice en otro contexto idiomático o en alguna semántica ajena a nuestra cultura vernácula. Cualquier estúpido, por tanto y en consecuencia, no lo es tampoco al cien por cien, estadísticamente lo es sólo al 85%. Y también se deriva de lo anterior otra consecuencia, ésta, de carácter social, muy interesante y digna de análisis: un estúpido lo es, sin duda, pero sólo para el 85% de la población; para el 15% restante no lo es. Se podría deducir, entonces, que este 15% de la población es o sería estúpida en esencia, sin embargo los últimos estudios de campo avalan que esto no es así. En resumen, estos últimos avances en la materia vienen a decir lo siguiente: las estupideces van por un lado y los estúpidos pueden, o no, ir por la misma senda. En los flecos de las campanas de distribución estadística, en los extremos gaussianos, se hallan las excepciones a las reglas, que otorgan el dinamismo a los acontecimientos y prodigios de la Naturaleza, necesarios para el avance de la ciencia y el conocimiento del mundo como hecho fenomenológico. Esto último, también, puede o puede que no, ser en sí mismo una estupidez, pero nos lleva en volandas al siguiente escalón de esta exposición mitad epistemológica, mitad psicodialéctica. Intentaré explicarme: ¿conocemos la estupidez al primer vistazo?, ¿cuántas veces consideramos razonamientos lógicos, que en el fondo y tras un ponderado análisis, son flagrantes y encubiertas estupideces?, ¿cuánta estupideces primarias (evidentes) esconden axiomas lógicos y filosóficos (si no metafísicos) de muy importante calado intelectual?, ¿cuántos estúpidos pasan por ser no-estúpidos y viceversa? Hoy en día es más fácil que nunca en la Historia del hombre (y de la mujer, of course) hacer pasar a un estúpido por un coloso del pensamiento, o a un cerebro privilegiado remodelarlo y convertirlo en un soberano majadero. En esta vergonzosa etapa que vivimos, el culto a la mentira, disfrazada con ese manto de moda al que llaman posverdad, nos están conduciendo a todos de manera inexorable a una nueva idolatría, en la que veneraremos (si es que no lo estamos haciendo ya) y con pleno conocimiento, al embaucador que más se nos parezca. Ya nadie engaña a nadie, los nuevos dictadores mienten y seguirán mintiendo a micrófono abierto con la certeza absoluta de que las masas disfrutan con el engaño; estos líderes ya no serán considerados como adalides de un futuro esperanzador o hacedores de proyectos ecuménicos para el bien común. Serán considerados lo que realmente son: payasos filibusteros, estos sí estúpidos al cien por cien. Porque ya la estupidez no se esconde en esos porcentajes de los que hablábamos, sino que el porcentaje va tendiendo poco a poco a la plenitud, a la totalidad. Son muchas las ideas que se me vienen a la cabeza y me resulta muy difícil concentrarlas, contenerlas y ordenarlas con un mínimo de ilación lógica. Quizá esto se deba, sin duda, a que soy estúpido. Hace unos años, de ser esto cierto, me hubiera apenado e incluso hubiera caído en una profunda depresión al comprobar mi condición de estulticia moderada, pero hoy, al contrario, se me abre un abanico extraordinario de posibilidades y oportunidades para destacar y triunfar entre la alta membresía de esta sociedad que nada, sin saberlo, en el más profundo y oscuro de los nihilismos. Comencé esta homilía laica hablando de unos porcentajes estadísticos sobre la estupidez y el colectivo social de estúpidos. Me acaba de llegar por valija diplomática el último consenso de la Sociedad Europea para la Cuantificación de Estúpidos (SECE) en el que quedan obsoletas las cifras del anterior ejercicio. La estupidez, en término absoluto, y la masa pura per capita de la espitupidez per se, se acercan peligrosamente a la cifra terminal de 100, es decir, que ya cualquier estupidez no conlleva un 15% de material razonable, sino, apenas un 1 o 2%, cifra que se relaciona de una manera directamente proporcional a la concentración de estupidez pura del individuo estúpido y al porcentaje de estúpidos de cualquier sociedad respectivamente. Con estas cifras ya no se puede huir, la huida sólo acontece en la pantalla y en las novelas de aventuras. Los tontos han ganado, les dimos tal cantidad de juguetes (muchos de ellos impropios para su edad mental), les condonamos tantas responsabilidades, les otorgamos tantos derechos, que han llegado a desterrarnos de la casa que apaciblemente compartíamos con ellos, y lo peor de todo es que han contagiado mucho. Hace no tantos años se podían contabilizar uno o dos tontos por familia, actualmente la cifra se ha incrementado de manera exponencial. Además, ya han ocupado el poder, ya nos gobiernan y nos disgregan, ya el ambiente huele a abominación y miedo. Sólo nos queda la huida que no existe o el exilio interior, donde nuestra estupidez innata y existencial conviva en paz y armonía con nuestra inteligencia lógica y emocional, como siempre sucedió en épocas de bonanza espiritual, cuando el hombre se hacía eco de sus logros culturales, filosóficos y artísticos. Perdida la batalla y posiblemente la guerra, la recuperación ni siquiera se contempla. Las catástrofes pequeñas parecen grandes y viceversa, los odios cotidianos se entronizan junto a los odios históricos, la barbarie edulcora con artificio las beatíficas tardes de los asilos, sangre más en la palabra que en la espada, y la mentira que lo envuelve todo entre risas y sarcasmos catódicos y venenosos. Yo ya no sé si me llamo o me llamaré Leopoldo alguna vez, ni si tengo o no capacidad para escribir el comienzo o el final de una novela de quinientas páginas. Lo que todavía sí sé es que mi porcentaje de estupidez es bastante moderado (y que Dios perdone este arrebato de arrogancia, pero también de sinceridad), es más pienso que mi estupidez se diferencia, y mucho, de la estupidez de mis coetáneos.
Recuerdo ahora, no sé por qué, la definición que de sí mismo hizo un amigo de la niñez: "Mira, J., me dijo, yo sé lo que soy, soy un gilipollas dulce".
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