Estimada Clarita:
Los nenúfares ya florecen en la inmunda Charca de los Desconsuelos. Todavía perdura el aroma de la sangre fresca derramada en tu honor y devoran todavía las moscas gordas los entresijos de la matanza y los últimos recuerdos de tu paso por el jardín. Lotos o nenúfares, nunca los distingo, da igual, todos ellos salpicados de tu sangre, de mi sangre, de la sangre de los presenciales e incluso de la sangre de los no presenciales, de todos, Clarita, de todos. Te escribo desde el rigor de esta celda monacal en la que comparto la desesperanza y el llanto con un mandril manflorita y rijoso, que no cesa de mostrarme su culo multicolor en sicalíptica metáfora de diana profanadora y nefanda. Preso desde aquella tarde de amor y muerte, donde nos juramos amor eterno y perdición conjunta y también eterna. Reo me veo por el amor y por la lujuria lacerante que conlleva el beso de la muerte, tu beso, Clarita, que llenó de feroz oprobio y vesania sin fin las células de mi sangre, todas y cada una de ellas. El beso que me diste, el beso que te imploré y que no me negaste. Las flechas fugaces, los despavoridos disparos, el relámpago del látigo, la veloz cuchillada, el mordiente mandoble, el fino sablazo, el estruendo de la pólvora, la lanzada brutal, el escarnio del hacha, la pica fatal, la bomba letal. Todo por un beso, Clarita, por un casto beso de tus labios enrosados en dos pétalos de satén, labios húmedos y ligeros, trémulos y tensos, irisados y dulcificados por tu aliento de virgen primordial. Una Troya desatada por un beso, ¿a qué dios herimos? Aquella tarde de nubes en forma de reostato, con un sol ya declinante con forma de huevo de oca, y un viento suave y aromado de coníferas y helechos, aquella tarde de muerte y sexo tenue reviví en mi memoria los días de trinchera y gas mostaza en Dobro Polje, cuando la metralla atravesaba los cuerpos de mis camaradas y los vapores ominosos los asfixiaban entre jadeos de agonía y barro bituminoso. ¿Quién nos vio juntos en la Charca de los Desconsuelos? La soledad del bosque solapaba nuestra aventura, el enano ciego no pudo ser, el monje estilita es sordomudo, y la Bruja Montaraz murió a las pocas horas de escrófula súbita, y nadie más, por tanto, Clarita, pudo percibir nuestra presencia. Y de pronto, no dejo de pensarlo, tras el efímero beso, aparecen los soldados lansquenettes, los pintorescos bandoleros, la tribu maorí, los indios mohicanos, los partisanos, los requetés, la guardia mora,... Nos hirieron las postas de los cazadores de recompensa, tu mejilla reventó a la vez que mi globo ocular izquierdo como dos capullos de sangre florecidos de improviso. Caímos en la Charca de los Desconsuelos y desde allí contemplamos entumecidos de dolor y miedo la carnicería que delante de nosotros tenía lugar. Tan solo sabíamos que toda aquella barahúnda belicosa se debía a algo que nosotros, Clarita, tú o yo, habíamos hecho. El contacto de nuestros labios hizo trizas el mundo a nuestro alrededor; a ti te arrastraron unos espantosos gurkhas y te arrancaron de mis brazos con la cara aniquilada y a mí, medio ciego, me condujeron a rastras unos siniestros legionarios y me encerraron en este sofocante recinto de piedra de aspecto conventual que comparto con este asqueroso e inquietante mandril. Esta carta, que nunca te podré enviar, bella Clara, la escribo con mi propia linfa que la cuenca de mi ojo inexistente segrega sin parar, cuenca infesta de gusanitos que pronto gangrenará mi cara; pues con esa linfa, te decía, escribo sobre tiras de mi propia piel que se desprende poco a poco, con facilidad y cada vez más, de mi cuerpo sediento y deshidratado. Sólo dan de comer y beber al mandril. Ya no intenta seducirme, ve que la vida se me escapa con la rapidez del que se halla muy enfermo y sin sustento, apenas me muestra su culo de arco iris, hasta, a veces, siento que me mira con cierta conmiseración. No sé el tiempo que llevo aquí, quizás un mes, pero tengo que contárselo a alguien, aunque sea de esta manera tan al límite, utilizando mi propio cuerpo como recado de escribir. Tengo que contarlo, porque creo que pronto voy a morir, o, tal vez, no tan pronto. Hoy ha amanecido con una lluvia lechosa, helada y con vocación de eterna. El escalofrío enerva mis miembros en un calambre continuo y extenuante. El mandril me observa, se acerca, extiende su mano lentamente, roza mi frente, con su dedo índice toca la cuenca infectada, regresa a su rincón y con una boñiga seca de sus propios excrementos, amasada con la paja húmeda que le sirve de lecho y con la saliva espesa que escupe sobre la bola, se acerca de nuevo a mí, y con delicadeza inusitada, deposita la bola sobre la cuenca enferma y se apresta raudo en su rincón a observar, como un niño, los efectos causados por su travesura. No podría moverme aunque quisiera, la fiebre entorpece ya el más leve de mis movimientos y me abismo en un sueño lóbrego y profundo, muy cercano al fin de las cosas, muy cercano a la muerte. Cuando despierto, la lluvia persiste, pero la fiebre mortal me ha abandonado. Siento que la bola excrementicia sigue posada en mi rostro y veo cerca, muy cerca la cara del mandril, noto su aliento caliente y su olor extraño. Me acerca a la boca un cuenco mugriento con agua, que bebo con ansia animal, y después, un mohoso mendrugo que mastico fogoso y feliz como si degustara el más suculento de los manjares. Lo que fue mi ojo sigue supurando un líquido blanco, pero cada vez en menor cantidad y consistencia, creo que lo suficiente para acabar esta carta escrita sobre mi piel, que también, lentamente, va adquiriendo y normalizando su natural textura cotidiana. El mandril comparte su alimento conmigo, me ha salvado la vida y ha puesto un punto de emoción y esperanza en esta condena atroz y sin sentido en la que me hallo o, más bien, en la que nos hallamos los tres, tú, yo y el mandril. ¿Qué hicimos para merecer este castigo, Clarita amada? ¿Qué hecho delictivo cometió la pobre bestia que me acompaña en el suplicio? ¿Por qué nadie me dice dónde estás, cómo ha evolucionado tu herida tremebunda, qué reglamento o qué ley violentamos, qué cosa mala ha cometido el mono de culo colorido, qué hacían huestes de todos los ejércitos pasados y presentes combatiendo entre ellos, y todos ellos contra nosotros, con máximo denuedo junto a la Charca de los Desconsuelos, quién y por qué nos quiere tan mal? Sea como fuere, Clarita mía, la vida es corta, muy corta, y en esta celda angosta y fría la esperanza de una vida feliz y plena se va desvaneciendo, dando paso a una sensación de abandono de la propia conciencia y a vislumbrar o adivinar en lontananza el advenimiento de la locura, la sinrazón sólida y presente de un cambio en los conceptos, en las creencias, en los principios... y, sí, Clarita, también en los sentimientos. El nuevo candor, la nueva luz en la mirada del mandril, la turbadora paz que emana, su espera inocente, su maternal consideración, sus suspirosas duermevelas me están conquistando el corazón. Creo, Clarita, y perdóname, que lo amo, mucho más de lo que te amé a ti nunca, qué le vamos a hacer, por no hablar de su culo, claro.
Así que chao, Clarita, es que se me acaba la linfa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario