Al final, o al principio, siempre acabo hablando de la muerte, o huyendo de hablar de ella, que es como realmente se habla sobre ella. No hay más personaje protagonista que Godot en la obra de Beckett, porque Godot nunca está y nunca lo vemos. Cuanto menos la mencionamos, más presente se encuentra entre nosotros y dentro de nosotros. De la muerte sí se ha dicho todo, de otras vicisitudes de la vida aún quedan cosas por decir, pero de ella todo se ha determinado con carácter exhaustivo, lo que ocurre es que lo dicho por los hombres por los siglos de los siglos sobre el hecho de la muerte no se halla estructurado y compendiado debidamente en un corpus único y cerrado. Cada hombre, cada facción, cada confesión, cada escuela, cada bifurcación cismática ha compilado un buen número de características verdaderas sobre la muerte, pero no ha existido el hábito sincrético de unir todos y cada uno de los elementos diversos en un sistema axiomático uniforme, límpido y hermoso, para posteriormente ensamblarlo con la belleza simétrica que en la Naturaleza une el comienzo y el fin de todas las cosas. La muerte siempre la definimos a la baja, como la ausencia infinita, como la intromisión del vacío en nuestro pensamiento, la epifanía de la nada, concepto éste que estamos incapacitados para comprender. Desde que nacemos, incluso desde antes, desde nuestro estado bicelular, somos materia alejada del vacío y de la nada, desde ese momento ya somos presencia, al estar al otro lado de la nada, por eso el concepto de muerte nos abisma, porque nos enfrenta al vacío, a la nada, y surge entonces el miedo como espada de fuego que nos expulsa flamígera y terminante del paraíso de la materia, conduciéndonos al infierno que no es más que la nada. Frente a la nada, el sudor helado que recorre nuestra espalda, frente al vacío, la crispación crujiente de todos y cada uno de los nervios. Pero el conocimiento de la muerte es, como seres humanos que somos, nuestro parco triunfo evolutivo. En la carrera biológica con el resto de los seres hemos obtenido el "preciado" galardón del conocimiento de nuestro propio fin; este premio, este don nos lo otorgamos a nosotros mismos, no estaba previsto en la Naturaleza agasajar de tal modo a aquel homínido testarudo, que se empeñó en bajar de los árboles, para luego caminar erguido, para después oponer los pulgares y poder asir piedras y ramas, y hacerse luego gregario, carroñero, nómada, cazador, agricultor, ganadero, constructor y guerrero. La entrega real del premio, consistente en la asunción epifánica de la propia muerte, corrió pareja a la edificación megalómana y megalítica en un afán, llamado al fracaso, de anular ese no querido conocimiento brutal de la muerte, y adornarlo de un más allá más benévolo que la propia vida. Cuando el hombre se constituye como tal, lo hace sabiendo ya que camina hacia su propia destrucción. La antigua alegría o abulia de vivir cuaja y solidifica en una mescolanza de horror, incredulidad, violencia y misticismo a partes iguales. Sabemos que vamos a morir y eso nos hunde en una sima de angustia que ya nos acompañará siempre. Así, en el materialismo conceptual de ese incomprensible sistema que llamamos vida, cualquier desmán del ser humano sería amortiguado, incluso justificado, ateniéndonos a su aciago final: "ya que voy a morir irremisiblemente haré que la vida restañe el excedente de angustia". Somos, pues, seres profundamente tristes, estúpidamente melancólicos, siempre añorando quimeras y esperanzados en fantasías enfermizas y banales, que nos conducen a espacios metafísicos en donde el alma sale llagada y el espíritu amortajado con necias soflamas y místicos soniquetes. Yo, desde un nihilismo militante, invoco para mi muerte un escenario diferente, exento de todo dramatismo y lleno de una infantil curiosidad. Desde un agnosticismo también militante me desnudo de prejuicios y pre-concepciones, de teorías y creencias. Nada sé y nada sabré, y a lo mejor es que nada me importa o es que nada importa en sí, sólo me fascinará o me hechizará abrir la puerta secreta cuando dicha puerta esté ante mí, no antes. Mientras tanto pienso en la muerte como la suma estupidez de la Creación, si es que la cosa aconteció como tal. Sólo en el desconocimiento ontológico del propio final de la materia tendría sentido este bucle infinito y casi obsceno de nacimiento, desarrollo y muerte de todo el Universo, nacer para adquirir el impulso necesario para la reproducción y que después ese impulso decaiga y devenga la decadencia y la muerte. Y así hasta el infinito en un aburridísimo juego en el que nadie conocido se divierte. Por tanto, tenemos que la vida, sistema o proceso que jamás vamos a poder interpretar o comprender, es una estupidez en estado puro, en la que vamos a permanecer un tiempo (concepto éste del tiempo también inherentemente estúpido) en un ínfimo espacio cósmico (otro concepto éste del espacio también esencialmente estúpido) y todo ello sin saber jamás al designio de qué o de quién responde. Lo que ocurre es que a mí nada de esto me asusta, más bien me hace sonreír, pero sonreír con mueca, que es como sonreímos los que no nos asustamos con la muerte. Déjenme al menos mostrar cierta valentía ante esto, porque ante otros aspectos de la vida soy profundamente cobarde. Y no tengamos miedo a lo que no existe, tampoco nuestras vidas existen, nos movemos o reptamos en estas tres escasas dimensiones de las muchas, quizás infinitas, que seguro existen. La mínima hormiga que deambula entre las dos losetas resquebrajadas del zaguán de esta casa solariega, en este otoño desvencijado de ocres y grises, vive sin espacio y sin tiempo, y sin esos dos pesados bloques, la vida, aun siendo estúpida en sí, no sería objeto de especulación constante, estaríamos viviendo casi sin presente, definitivamente sin pasado y sin futuro, sin distancias. Pero no es así, y es por todo lo dicho por lo que damos carta de naturaleza a Dios, al diablo, al amor, a la esperanza, al terror, a la amistad, a la ciencia, al sexo, a la salud, a la avaricia... y sobre todo, a la poesía.
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