Me escribe una larga carta alguien que dice ser vecino de mi bloque, más que carta memorándum, en el que enumera una interminable lista de agravios, de los que se siente víctima y de los que yo, y sólo yo, soy el causante. Vivo en un chalet exento, no adosado, construido en una parcela de 2.750 metros cuadrados, que linda por tres de sus lados con un sotobosque de chopos y rododendros y por el cuarto lado con la carretera comarcal AC-4071. La casa habitada más cercana es el Balneario de San Millán, que se encuentra a unos cinco kilómetros al oeste, siguiendo la comarcal referida. Por tanto, me sorprende la carta de "mi vecino del bloque", porque no vivo en un bloque ni, lógicamente, tengo vecinos. Entre otras cosas me dice que no soporta el runrún constante de mi obsesivo pensamiento; que le irrita sobre manera la forma que tengo de sonreír al alba y la de oler el aroma de mi ausente amada; que cuando sueño, crepitan las maderas de su alcoba; que mis suspiros conmueven y alteran su duermevela. Su letra es precisa, elegante, varonil, sin desfallecimientos, estructurada en frases y párrafos de un claro orden canónico en cuanto a su concreción y desarrollo. Me solicita con rotundidad que deje de regar a partir de las doce mis macetas de desconsuelos y mis tiestos de sosiegos marchitos; que una lágrima, que afirma es de mi propiedad, ha destruido con su humedad triste el baúl de ilusiones que guardaba en su desván. Sus palabras, cada vez más hirientes, suben de tono a cada línea. Me acusa de socavar y violar la normal convivencia entre vecinos (¡a mí, que no tengo vecinos ni amigos!, ¡que vivo solo en el campo!); afirma que rompo la paz con mis continuas luchas internas, con mis lamentos conminatorios y mis clamorosas súplicas al averno. Me acusa de que salpico sus balcones con la sangre despedida por mis nocturnas flagelaciones; que los humos de mis pócimas satánicas manchan de óxido su colada tendida en la azotea; que aturdo sus oídos con la salmodia profana que sale de mi boca blasfema; que sus hijos no han de leer los lamentos de soledad que pinto en las paredes del rellano con el grafismo diabólico de un ser demente y estrambótico. Me amenaza con denuncias a la autoridad, sino es que un día, en un arrebato de cólera, no toma él mismo las riendas del problema y acaba conmigo de manera terminante y sumaria. Es su esposa, me indica, la que lo retiene hasta ahora, pero llegará un momento en que el globo de su paciencia estallará. No puede entender el fervor de mis ternuras, la sonrisa que exhalo al contemplar las gasas de nubes que se inmolan en el ocaso, el rictus irónico que se posa en mis facciones de hombre viejo cuando mi perro le ladra a la luna. Y se ofusca ante las sorpresas que expreso ante la llegada de las estaciones, ante la llegada de los patos, ante la aparición del primer vencejo y la primera mariposa. Nada de lo que dice es del todo falso, sólo que "mi vecino" nada puede ver y nada puedo hacer por él, porque yo vivo solo. Mis sentimientos ambivalentes, contradictorios, humanos o diabólicos, sumisos o violentos son perfectamente expuestos por mi inexistente vecino. Acierta en todo y acrecienta el espanto que la observación a que me somete, desde no sé qué dimensión, me provoca. Su ausencia/presencia asume el papel que tendría que ocupar mi conciencia, o mi superyó, pero no consigo asumirlo como parte de mí; estas entidades abstractas, fantasmales, no envían cartas certificadas a mi dirección, no emiten dictámenes por escrito, mi conciencia tiene mil formas para hundirme o para salvarme, pero esto que me está pasando es real. Tan solo Dios y yo conocemos los sentimientos, las pasiones, los anhelos y esperanzan que se siembran en el jardín de mi alma, sólo Él y yo conocemos los sectores oscuros y los espacios luminosos que la ocupan. Mis demonios podrían disponer de cierta información e intentar mediante esta estratagema atraerme al borde peligroso del abismo. Pero yo sé que no importo tanto como para que una batalla al más alto nivel entre las fuerzas del mal y del bien se lleve a efecto. Todo esto del encolerizado inquilino de "mi bloque" creo que ha de tener una naturaleza más pedestre y menos metafísica. Tengo por costumbre, cuando algo no entiendo y jamás lo voy a entender, montarme en el mismo carro del asombro y continuar la senda del absurdo o de la fantasía que el destino me ha deparado. De este modo, localizo al azar el nombre y la dirección del primer comerciante de alfombras que aparece en el listín telefónico de la ciudad y le escribo lo siguiente:
"Desestimado Caballero o lo que quiera que sea: Recibo en la tarde de ayer el pedido que le hice el pasado lunes 30, de once alfombras persas trenzadas en torunda inversa con el estambre en lazada kurda y con las medidas acordadas de 225 x 125 centímetros, cinco de ellas con motivos simétricos en aljebíes con fondo verde y seis con motivos florales en alelíes con fondo bermellón. Y lo que recibo son treinta y dos esterillas de enea mal trenzada y llenas de polvo envueltas en papel de periódico cairota y expeliendo un insoportable olor a pies. Si es una broma, me merece todo el asco y el desprecio del que puedo disponer para casos de urgencia como éste, y si no lo es, también. La señal en dinero contante que se me exigió durante la transacción comercial quiero verla en mi mano en menos de horas veinticuatro, momento en el que de no ser reintegrada dicha cantidad, se pondrán en marcha los dispositivos conminatorios pertinentes, algo que, créame, no le gustaría experimentar. A las esterillas les he prendido fuego ya que el número considerabilísimo de chinches las hacía mágicas, moviéndose y casi volando por sí mismas, algo realmente tan asqueroso como asquerosa supongo a la madre de usted".
Espero que el vendedor de alfombras, después de la sorpresa inicial, reaccione y continúe la divertida cadena.
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