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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



16.6.18

438. Legislación bi-gente


          Las cosas del mundo que no comprendemos; los pensamientos que sin ningún motivo aparente se nos introducen en el cerebro y que no tienen ni pies ni cabeza; los actos que ejecutamos sin proyecto previo ni objetivo definido; el mundo improvisado que el azar esparce por todos y cada uno de los ámbitos de nuestra existencia; toda esa parte del mundo que no dominamos. Bien, todo esto es real, lo comprobamos día a día, sin embargo existen fuerzas empeñadas en controlar todas esas variables y mutarlas en magnitudes estables y constantes, aunque más tarde o más temprano esas mismas fuerzan habrán de asumir su fracaso, porque lo azaroso, lo disímil, lo aleatorio, lo arbitrario y el general sinsentido de la vida son y serán los verdaderos Masters del Universo. (Hago ahora un receso: un insecto, un ser diminuto y mínimo aparece en un extremo de la mesa, se acerca a mí, camina, da pequeños saltitos, vuela algún trecho, se acerca y se desplaza por el folio llegando a la punta inmóvil de mi bolígrafo, continúa después, sale del papel y se encarama a uno de mis dedos; ya está en la bocamanga de mi bata; me quito las gafas porque de cerca los miopes vemos de escándalo; medirá tres o cuatro milímetros, tiene seis patitas y en su cuerpo aparecen tres rayas blancas y tres rayas negras; se va trepando poco a poco hasta mi cuello y lo pierdo de vista, soy incapaz de disparar un chorlito y desaparecerle, que haga conmigo lo que quiera). Este receso se podría manejar como paradigma de lo onírico y azaroso que puede llegar a ser casi el cien por cien de todo lo que le ocurre al mundo a cada momento. Aún así, tendemos al orden, a cumplir todos y cada uno de los presupuestos de la ciencia y todos y cada uno de los postulados morales y éticos de la conciencia, a formar todos en filas y columnas, a resumirnos en unos y ceros, porque somos archivadores irredentos, contables perpetuos, sumos tenedores de libros, infinitos compendiadores sumidos todos en la geometría de las formas, esclavos del cubo y la esfera, todos encaminados a la eternidad agarrados de la mano por la serie numérica de Fibonacci. Por el orden hacia la lógica, por la lógica hacia Dios. Pero, no, nada de esto es verdad y ni mucho menos divertido, ni apasionante, ni subyugante, ni esplendoroso. Todo lo bueno se halla al otro lado del espejo, en la magia de los dientes de león, en el carnaval de las almas, en los trinos abisales de pájaros imposibles, en todo lo que se intuye, en los trenes de humo negro que salen de los orificios nasales del gigante Dimitrios. Todo lo excitante que la vida posee se halla detrás, escondido, fuera de la norma, alejado del orden establecido. Es la atracción ancestral que el hombre siente hacia la belleza lo que le dispone siempre a una constante vulnerabilidad, a constituirse en un ser continuamente agónico en el victimario de su influencia. La belleza como verdugo. De los múltiples rasgos que nos distinguen de los demás habitantes del planeta, me gusta pensar que el más radical y definitorio es la asunción, sólo humana, del concepto de arte. Dentro de él, tenemos la suerte hoy en día de no estar sujetos a las normas canónicas de ningún estamento académico que disponga lo que es y lo que no es arte. No ha ocurrido siempre así, no hace tanto tiempo, los artistas no disponían de la absoluta libertad con la que cuentan hoy, y sólo a raíz de la aparición de ciertos grupos disidentes, el arte y los artistas pudieron saltar las barreras impuestas por el férreo pensamiento ochocentista. El romanticismo sentó las bases y prendió la mecha de la pasión, la imaginación y el exceso con la estopa de las nuevas ideas políticas y sociales que se iban haciendo fuertes en los centros de poder burgués de todas las metrópolis centroeuropeas. La ideas libertarias, anarcoides y revolucionarias se aposentaron en todas las actividades humanas y la bestia de colores que todos llevamos dentro de liberó de los grilletes. Desde entonces todo ha sido posible, al menos en esa parcela humana tan inocua que constituye el arte. Porque el arte nunca ha sido peligroso, porque el artista nunca lo fue, como no lo fue el chamán, el arlequín, el bufón o el payaso. Por eso amo el arte que divierte, aquél que se halla tras el estorbo del virtuosismo, el arte que rememora y conturba, antes que aquél que irrita y reproduce (más vitriolo y menos óleo). Es por ello, y es a donde quería llegar, que amo el arte contemporáneo, el arte que a nada conduce porque conduce a cualquier sitio y dice todo sin decir nada, y sobre todo lo dice con un ánimo lúdico, imaginativo e ingenuo que no veo en ningún otro tipo de actividad artística: hombres-bola de bronce solos o en grupo diseminados en la enorme superficie de una estación de ferrocarril abandonada y desierta; cien casullas ornadas con dorados y lujosos trenzados de abigarrada filigrana manchados con sangre de vaca, cada una de ellas en su aséptica vitrina de metacrilato; una cama de matrimonio, vieja, sucia, maltrecha colgando de una de sus patas en el hueco de una elegante y futurista escalera del museo que acoge la obra; una mujer real contorsionándose lenta e ininterrumpidamente en un pequeño espacio blanco durante el tiempo de visita de la sala de exposiciones, unas doce horas al día; montones dispersos de pigmentos arenosos de colores puros en un espacio oscurecido por focos velados; la figura de un hombre de rodillas con el tronco flexionado y la cabeza hundida en un bloque de cemento; cincuenta máscaras antigás de la primera guerra mundial en una vitrina de cristal perfecta y compactamente dispuestas en su interior; un bebé hiperrealista de material plástico de 10 metros de altura; un cuadro de medianas proporciones en la que se ve una estructura lineal complicada dibujada con leche materna de mujer; dos jóvenes, hombre y mujer, embadurnados con pintura acrílica se utilizan a sí mismos como pinceles humanos sobre un lienzo adecuado a sus medidas; una sala con estanterías vacías en donde estarían colocadas las numerosas piezas de porcelana que yacen hechas añicos en el suelo; el suelo de otra sala lo cubre medio millón de pipas de girasol, cada una de las cuales se ha elaborado y pintado a mano por los habitantes de una pequeña aldea de China central; un cuadro de un metro cuadrado únicamente pintado de negro; una gran sala donde se entra y sólo se encuentra uno con un silencio profundo y espectral, además de un mástil sin bandera en el centro de dicho espacio; un Cadillac del 65 azul celeste que emerge de un bonito estanque a la entrada del museo; un gran ventilador hace que ondeen al aire veinte sogas de veinte horcas erigidas en una habitación circular en donde se pueden oír a gran volumen las canciones de la película El Mago de Oz; un reproductor de vídeo proyecta continuamente las olas que llegan a una playa, en el suelo hay arena real y húmeda que mancha nuestros zapatos; una montaña de cinco metros de altura formada por cientos de libros y en su cima la figura a tamaño real de un burro. Esto sólo lo puede ofrecer el arte moderno, la máxima expresión, el supremo exponente, de todo lo que no comprendemos y no vamos a comprender nunca, porque no hay absolutamente nada que comprender, y si lo hubiera, es evidente que el arte no existiría.

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