Sonó el gong como si fuera un páncreas enfermo. Era la hora. Desatornillé el bastidor, me soné en el bordado lienzo y enfrenté la testuz del carcelero, que abrió la celda con la parsimonia paquidérmica del carcelero viejo. Me ató las manos y los pies con soga fina y me rapó el cogote con una navaja nueva. Me acercó un puro habano que rechacé y un higo seco que comí entero con delectación golosa. El sacerdote, el reverendo Padre Dalmacio, esperaba en el umbral para acompañarme con latinajos y aroma a colonia canalla. A pasitos cortos y entre dos guardias morenos recorrí los pasillos húmedos y correosos hasta el portalón de acceso al patio. Allí me esperaba, vestida de novia como el día de nuestra boda, mi joven esposa para acompañarme hasta donde se erigía el túmulo del garrote. Lloraba quedamente. A mitad del caminó vi a mi padre sujetando a la abuela, que gritaba y profería maldiciones e insultos al Rey y a la Reina. Al pie del cadalso estaban el alguacil, el alcaide, el coronel y el notario. Con el regusto del higo seco en la boca me acorde de cuando era niño y robaba con mis compinches de pandilla nísperos y peras de San Juan en el hontanar de Lucio, y cómo cazábamos oscuros y gordos sapos en la hondonada de la fuente seca. En el segundo escalón me oriné, dejando una mancha en forma de forçado portugués en mi pantalón de sarga gris. Un reguero amarillento goteaba del maderamen. En el noveno de los once escalones, me cagué, como era a todas luces predecible. El Padre Dalmacio se retrajo en su labor de acompañamiento, mi joven esposa, que quedó desconsolada al pie de la escalera, se dio media vuelta como escondiendo su angustia, y el grupo de funcionarios aprovecharon el vahído de mi abuela para salir raudos a socorrerla. Los dos guardias se alejaron de mi cuerpo lo que sus brazos podían extenderse sin dejar de aprisionar los míos. El verdugo que me esperaba, hombre enjuto, macilento y con aspecto de nigromante bosnio, me miró con una mueca de asco insondable. Agarrando mis sienes con una mano enorme me hizo sentar en el recto taburete adosado al palo, y mientras me disponía los correajes de sujeción, vomité con plenitud, no sólo el higo seco, sino todo lo que mi sistema digestivo contenía en su parte superior desde hacía algún tiempo. Entre arcadas, el Padre Dalmacio aligeró un responso apresurado y bajó con excesiva presteza la escala de madera, no sin antes de llegar al suelo resbalar, pegar una sonora culada y ponerse perdida la sotana con el tibio producto de mi micción. El verdugo, que se llamaba, Amancio, se las tuvo que entender con las correas que sujetaban mi cuello y la parte superior del tórax, ambos anegados de grumos avinagrados de vómito, y con los grilletes metálicos que inmovilizaban mis tobillos, lugares por los que desembocaban de las perneras los dos ríos de blandas y humeantes heces. Ya con todo dispuesto, Amancio, sudando y poniendo en duda la honestidad de mi madre y demás miembros femeninos de mi familia, y sugiriendo la feliz posibilidad para él de que acabara yo en lo más profundo del infierno, con todo dispuesto, pues, Amancio ajusto el mortal perno a mi bulbo raquídeo, miró al coronel, y en el momento en que el coronel asentía con la cabeza, dando su aquiescencia para que el verdugo cumpliera con su misión, sonó el trompetín del heraldo real que, a lomos de un veloz alazán, hacía su entrada a través de las puertas de la prisión, trayendo en una especie de aljaba no sólo el indulto del Rey y la Reina, también la constatación testificada de mi inocencia. Quedaba libre y exonerado de culpa. Mi abuela, mi padre, mi joven esposa, el carcelero, los dos guardias, el alguacil, el alcaide, el notario, el Padre Dalmacio, todos menos Amancio, el verdugo, expresaban una profunda alegría en sus rostros, aunque ninguno se acercó para abrazarme, para estrecharme entre sus brazos, algo que necesitaba con intensidad ahora que había salido literalmente de las garras de la muerte.
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FUMPAMNUSSES!
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
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