Por tanto, vivo sin preguntarme, sin la curiosidad intelectual de saber lo que no me corresponde saber, con el agnosticismo confortable de saber que no saber es saber. Me permito ese confort una vez haber llorado sangre de angustia dura, muy dura en noches de invierno, de corrosivo vértigo auscultando el alba en busca de una respuesta a preguntas imposibles. Seguimos humanizando a Dios y suponiendo humanos sus tropismos, queriendo comunicarnos en una especie de esperanto teológico en el que nivelar alturas, hasta ese extremo llega nuestra gigantesca soberbia. Corfomémonos con delinear derivados dialectos de ese idioma divino muy poco o nada comunicativo, engañémonos con series de sagas mitológicas, con vocablos evocadores de estructuras supraterrenales, hagamos cualquier cosa por superar el pasmo de la incomunicación, no hagamos tampoco de cada suceso un acto teleológico encaminado al definitivo desarrollo de un lenguaje con el Creador. No es prudente devastarnos con la búsqueda de un diálogo divino, cuando hemos construido día a día el gran muro de la duda de su misma existencia.
Vivir con Dios, pero sin Él. No hay misterio dentro del misterio. La rosa seguirá siendo la rosa, aunque la rosa se pregunte por qué es ella la rosa. No hay preguntas fuera de la mente humana. No concedo el valor a la pregunta porque no concedo valor a la respuesta. La rosa no adquiriría un grado superior de perfección si adornara su belleza natural con un halo de preguntas sin respuestas. La perfección a la que el hombre quiere encumbrarse a través de esa curiosidad cósmica que le caracteriza, no es difícil observarla desde el otro lado del espejo, donde una realidad azogada y contraria lo dejaría inmerso en un lodo involutivo y cada vez más alejado de la Verdad que busca. Podemos vivir sin Él, pero su presente ausencia o su presencia ausente debería ser indiferente, porque para todo lo demás lo es.
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