De los nombres de las cosas se derivan las diversas ecuaciones que diseñan las estelas de los barcos. Los trirremes que surcaban el Mediterráneo, las canoas del Orinoco, los bajeles del Tigris, los champanes del Mekong, sus estelas derivaban hasta esta misma noche de complicados silogismos matemáticos. Pero el último equinoccio ha deshecho el álgebra de los cálculos estelares de la náutica clásica para siempre. Los navegantes, azorados, se hunden en rimeros de astrolabios y sextantes, sonreídos en la noche por constelaciones giradas, cambiantes, objetos de un tiovivo sideral, que aturde embarcaciones y mareas, que disgrega cardúmenes de medusas y calamares, que asola playas e islas desconocidas y remotas.
De los nombres de las cosas también derivan los errores de las plantas, los desplantes animales, la vulgar animalidad del hombre, la humanidad de las rocas, la solidez y dureza de ciertas auroras, las felices amanecidas de los guerreros que no han muerto en la batalla, la belicosidad de tu mirada cuando el placer no alcanzado se derrama en la mentira, la falsedad de la Historia cuando se narra en los espejos convexos del odio, la convexidad de la verdad desnuda cuando deviene en espanto.
De los nombres de las cosas también derivan ocasos primaverales, que destrozan cartografías celestes, lúgubres oquedades en el alma de los niños que no saben pronunciar la palabra soledad, alegrías infundadas en los cuarteles y en las iglesias, sosiegos monacales en la casa de los hombres muy ricos y muy tristes, los olores nauseabundos en las cloacas del pensamiento único y compartido, el batir de las armas en el nuevo renacimiento de la fe múltiple y hostil, la enfermedad terminal del planeta que no termina, la asunción como epifanía de la muerte de Dios que, al final, murió asesinado por nuestras propias manos.
De los nombres de las cosas también deriva la negación de las potencias y poderes del hombre, la entronización de la idolatría en las células germinales del ser humano, la abolición de la música en lo inhóspito de la cárcel del alma, la belleza perpetrada y culpable que aniquila la pureza verdadera de lo simple, la estupidez de hierro de los próceres de goma, de los líderes acneicos, de los sátrapas de salón.
¿Y de mi nombre? ¿Qué surge de mi nombre? De los nombres de los hombres, ¿qué surge? Sé que de mi nombre surgen efluvios de jirafas que miran con descortesía a los detectives de la sabana, bandadas de cuchillos volantes que hieren columnas de humo fabril, miriadas de seminaristas esperanzados bajando por colinas de electrodomésticos varados. También surgen de mi nombre elementos innombrables que determinan conceptos sediciosos, conductas traidoras, modos maléficos, posturas que incitan a lo obsceno del pensamiento, e ideas que hacen quebrar el cristal interno y primordial de la vida de los gatos.
De los nombres de las cosas se deriva la muerte de las cosas que nunca mueren.
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