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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



9.4.16

380. Memphis Train


          —Si es que es para morirse de risa, Tomás. Si es que no te puedes imaginar la cara que puso el menestral cuando se le vino encima el rimero de papel secante que Luisito había colocado, mal que bien, en los anaqueles al lado de la ventana del fondo. Fue un jolgorio en la oficina que ni te cuento. Hasta la señorita Montse, que nunca se ríe, casi se desmaya de la risa. Don Ricardo no estaba, menos mal, aunque si hubiera estado, la cosa hubiera sido igual. El menestral se llamaba Dioniso Ruibó y, según dijo, pesaba 111 libras escocesas. También nos informó que era oriundo de Calahorra la Chica, y no supimos que había muerto hasta bien entrada la tarde. Pensamos al principio que se había dormido o que se había estado haciendo el muerto para evitar el ridículo de saberse derrumbado bajo pliegos y pliegos de papel secante. El médico lo confirmó (mejor dicho, certificó su muerte, puesto que quien lo confirmo fue Monseñor Larraona en 1942, en la parroquia de San Totufo, en Calahorra la Mediana). Buenos, pues eso, que el médico dijo que efectivamente estaba muerto, y la verdad es que nos dio un poco de lástima, pero nosotros, qué íbamos a hacer, seguimos con nuestro trabajo, aunque al recordar lo sucedido, nos faltaba el resuello para aguantar la risa que nos provocaba la forma en que aconteció el luctuoso hecho de la muerte del menestral Ruibó. A las 14.30 cada uno se fue a su casa, y como era viernes, los rictus de todos estaban alegres y relajados, no cabizbajos y amargos, como al siguiente lunes, gris y lluvioso, en que fuimos entrando a la oficina como reos en el corredor de la muerte, oficina que presentaba el mismo aspecto lóbrego que el pasado viernes, aunque un dulzón y desagradable tufillo nos hizo miran a la ventana del fondo, donde yacía, algo hinchado y tumefacto, el cadáver del menestral Dionisio. Cuando don Ricardo se presentó a eso de las 12, se lo comunicamos de inmediato y rápidamente nos conminó a meternos en nuestros asuntos y a que no perdiéramos tiempo en cosas ajenas al trabajo que nos competía, así que eso hicimos. Cuando pasaron veintiún días el hedor ya era casi sólido, ocho horas de trabajo en pleno enero con los ventanales abiertos de par en par no se las deseo a nadie. Tres caímos con pulmonía, Ferrusola, Gavíñez y yo. Un charquito hueante y gris rodeaba a Ruibó, al que de sus cuencas oculares le salían una suerte de hilillos blancos vermifomes y muy móviles que nos causaba gran espanto, y una pertinaz diarrea a la señorita Montse que, embozada, como todos, con pañuelos impregnados en colonia, lloraba casi todas las horas desconsolada. A mediados de verano la gusanada era ya pandémica en la oficina. Don Ricardo tuvo por escrito en dos ocasiones nuestras quejas, asegurándonos, también por escrito, que el "problema" quedaría resuelto en pocos días, un par de semanas como mucho. Un mes después trajimos un saco de cal, al saber que Ferrusola se había pegado un tiro en la sien izquierda con un revólver para zurdos, que obtuvo bajo licencia (era alférez provisional) en la Armería Arriana Confederada de Terrassa. Una pena, una gran pérdida. Ferrusola era de los buenos, pero muy sensible de olfato. Aun así, es de recibo agradecerle su gesto, pues gracias a su acto feroz de repulsa a las tropelías que nos tiene reservada la vida, nos vimos con el valor suficiente para comprar la cal que, en contacto con el agua, obra milagros en la calcinación (obvio) y desaparición de menestrales fallecidos por aplastamiento bajo el peso de cientos, tal vez miles, de pliegos de papel secante. Descansen en paz Ruibó y Ferrusola. Y a don Ricardo, que li donin per cul.

P.D.: Nunca pudo llevarse a efecto el merecido sepelio de don Dionisio Ruibó en Calahorra la Grande, localidad de donde no era oriundo, pero que por veleidades de una vanidad confesa, siempre quiso que fuera el lugar de su inhumación.

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