El ejercicio de escribir es semejante a la tortura, sí señor; es como la tortura en sus dos vertientes: la del torturador y la del torturado. En mí caso además, el papel de víctima es aún más dramático que el de los demás escritores al uso, porque ellos plasman lo que piensan o imaginan y, aunque sea desgarradora y complicada la materialización en palabras de esos pensamientos, de esas imágenes creadas en su mente, el escritor sabe a dónde se dirige, y ese dolor conlleva implícito el disfrute y la satisfacción que otorgan la frase precisa, el párrafo logrado, la perfección del concepto pergeñado en el magín más o menos talentoso del escribiente. En mi caso, en cambio, el abismo es más profundo y la angustia más amarga por cuanto no sé a dónde me dirijo ni lo que quiero expresar, porque no parto de ningún supuesto y puedo asegurar que segundos antes de empezar no tengo la menor idea de lo que voy a escribir. Es la muy manida imagen del terror del escritor frente al papel en blanco que, en mi caso, se duplica, al sumarse el terror del pensamiento en blanco. Aun así, los dedos (mis dedos) se disponen para asir el instrumento de escritura, que deviene pronto en instrumento de tortura y comienzan a arañar el papel o a golpear el teclado con presteza profesional en un portentoso acto de impostura literaria, que me hace poner una mueca mezcla de sonrisa y vergüenza. Ahora bien, en vez de huir o salir con la elegancia que me caracteriza de la habitación y ponerme a largar el hilo de mi cometa o a dar de comer a los guppys y escalarius de mi acuario, resulta que me quedo, que incido en flagelarme ante el papiro infame y vacío, escribiendo como un resorte de alma autómata y verbo gárrulo y cacofónico. Verdugo y reo en un sólo ente obtuso de edad más que provecta para andar haciendo tonterías de tribulete intonso, de amanuense de doctas imbecilidades o de escribidor de la infamia psicótica y verbenera que se agazapa y se diluye por mi alzheimérico cerebrito de corcho y humo. No obstante debo reconocer que escribo porque me sale de los cojones y escribo lo que me sale de los cojones. Quizá sea la única cosa que hago cuyo origen físico de nacimiento sea esa parte de mi organismo, las demás cosas que realizo en la vida tienen otro origen no necesariamente corporal. Por ejemplo, ahora voy a escribir lo que sigue por la razón ya expuesta:
Los ejercicios de minusvalía moral, la excelencia en los trabajos de ética tetrapléjica, la conformación de neo-ideologías esquizoides han dado sus frutos en forma de horda de ardorosos hombrecitos, cada uno de los cuales desarrolla un tipo específico y unívoco de podredumbre, aunque todos participan en parte en las demás podredumbres de sus camaradas de horda; podríamos decir que cada componente se especializa en una aberración social, pero conoce y practica las otras aberraciones del grupo. El laboratorio clandestino donde se implementaron los ensayos pertinentes para el nacimiento de estos homúnculos estaba ahí mismo, no lo veíamos de tan evidente y cercano que estaba. Resulta que, como la carta misteriosa de Poe, estaba encima de la mesa, frente a nosotros, nuestros ojos fijos en el rincón oscuro, en el trasfondo del secreter, en los abismos del sótano. Pero de nada sirve la queja. Ya están aquí y han llegado para quedarse. Vamos a tener que convivir con ellos mientras nos llenan de babas malolientes e infectan con sus voces el aire que respiramos y respiran nuestros hijos. Cada día soltarán una diatriba incendiaria, un mefítico desdén, un venablo de desvergüenza y acracia absurda, un ventoseo de malas intenciones y peores deseos.
Efectivamente, estoy hablando de ellos, hablando mal de ellos, porque nadie habla bien, algo curioso y a la vez difícil de entender.
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