Oigo el deleznable rebuzno, sonido atroz, miserable y de largo reverbero, que me persigue en casa, y en el trabajo, y en el protésico, y en la mancebía de la esquina. Tengo un burro metido en mi interior, entre las entretelas de mi corazón sereno y dadivoso, en lo más recóndito de mi alma saducea. Lo tengo explayado, disuelto, tengo al burro espolvoreado en los poros y recovecos de mi piel gitana. Nazco cada mañana con el insoportable olor a burro hambriento. Me cocea de dentro afuera como si quisiera escapar de donde yo no lo retengo. ¡Que se vaya el burro asqueroso de mí!, ¡Que proceda a la migración, a la transubstanciación, a la metempsicosis, pero que salga de mí! Me sé burro y siento al burro inmanente en mí. Yo, que sólo he creído en la filosofía pragmática; yo, que he amado hasta la ternura las ideas situacionistas; yo, que he amamantado en mi academia a los últimos restos de jóvenes rebeldes, a los últimos e irreductibles soldados del pensamiento posmoderno... Y aquí yazgo yo, en la sumisión al burro interior, sodomizado desde dentro por un asno belicoso y nocivo, que aturde las vísceras y las glándulas y los órganos que no le pertenecen y de los que se ha apoderado como un colono loco e insaciable.
El burro se llama Platero, es peludo, pequeño y suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón.
¡Sus muertos!