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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



16.12.09

91. El teatro de Lola Membrives


          Los cementerios, cuando llueve, huelen a muerto húmedo. Los muertos, cuando nieva, huelen a aguijón helado, a témpano afilado y remoto. El frío conserva y arropa la muerte, el frío es amigo del fin. Se muere para acceder al mundo gélido del más allá, al invierno sin final y sin principio, donde nos encontramos unos con otros en una nube helada de desconsuelo. Los muertos se acumulan dentro de nosotros en cuevas inhóspitas, y debemos dejarlos así, nunca abrigarlos, ni tan siquiera con recuerdos luminosos. El calor de la añoranza los descompone, el olvido, en sutil paradoja, los eterniza en su aura ártica e invernal. En la escarcha de sus ojos vacíos, de sus cuencas oxidadas, los muertos conservan el légamo lejano de la última imagen de su vida; es un mínimo cristal de una fragilidad extrema que anima su quietud eterna y que, al romperse por una brizna de calor, los disipa en una carroña inefable, en polvo de nieve innominada. Por eso es bueno para nosotros y para ellos no sustraerlos de su aterida nada. Cuando más pronto que tarde ocupemos su lugar, querremos la paz inmóvil y mineral que nos corresponde, y que la vida remota de los que quedan no invada con sus remembranzas el frío ganado con todo el sudor de nuestra alma mortal.