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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



11.8.20

462. ¿Cómo vamos de vientre?


         Dentro de algún tiempo estaré algo muerto, y será entonces cuando empiece a oler mal. Cuando ese momento llegue, es casi seguro que no habrá nadie allí para olerme, o para lo que fuera menester en tan aciaga circunstancia, y si ocurriera lo contrario, es decir, si hubiera alguien allí en esos tristes momentos, sería que habría muerto de una muerte mala, de una mala muerte, de una muerte con cuerpos presentes, individuos que les cogió cerca y que, por ende, olerían las primeras vaharadas de mi putrefacción, y que pondrían las consecuentes caras de desamor, asco e impaciencia, o de sendos estados a la vez. Ahora, no obstante, huelo que da gloria, huelo a esencias almizcleñas de verbena y cardamomo, a néctares untuosos de ámbar gris y anís sarraceno, a mirra natural y espliego turco, y a lágrimas de tapir maceradas en cardenillo. Mi profesión de perfumista me da para eso y más: soy el perfumista oficial de todos y cada uno de los presidentes habidos desde el comienzo de esta Quinta República, y entro y salgo del Elíseo como si fuera mi propia y habitual casa de lenocinio. De de Goulle a Macron, de Pompidou a Sarkozy, a todos he dirigido el flush-flush de mi perfumero egregio y a todos ellos les he escaldado un poquito la sotabarba con mis etéreos ungüentos, que les aplico con gusto sumo e incontestable placer. Todos los presidentes de Francia son o fueron eximios manfloritas no practicantes, a excepción de Hollande, que era no sólo practicante sino promotor de muchas y novísimas maniobras de sexo multimodal. Al carecer de olfato para todo (padecía y padece el síndrome de Pallette, consistente en la falta de los sentidos del olfato y del gusto, acompañado de desgaste óseo acelerado en las tibias), al carecer, decía, pues, de olfato, Hollande y yo apenas nos saludábamos, porque utilizaba tan solo un perfume ("Traición Oscura" de Dolce & Gabanna®) para enceguecer a sus amantes, a los que gustaba (y gusta, según me cuentan) irrigar sus conjuntivas en el momento del éxtasis con dicha esencia en espray, esencia conformada a base de bergamota y pimienta rosa. Yo, por supuesto deambulo por otras órbitas muy superiores y no mancillo la prosapia de mi arte con sustancias tan pedestres y aromas tan de barrio como la pátina grimosa esa de D&G. Todas mis creaciones son originales, nacidas de mi ingenio perfumista, tan cercano al espíritu alquímico que presidió la vida y obra de muchos de mis ancestros. París, ciudad de la luz, siempre ha olido a caca, a pure merde, que dicen ellos, sobre todo en los aledaños de Montmartre, en la margen derecha del río, del Sena, creo que se llama. Muy cerca de la colina, en los subterráneos de una pequeña iglesia, en una especie de cripta se fundó en 1534 la Orden de los Jesuitas, una orden no especialmente sucia (como los dominicos descalzos), pero que siempre ha olido muy mal, algunas veces, espantosamente mal, circunstancia esta que fuera la causa soterrada de las muchas expulsiones geográficas que ha sufrido la Orden. El Padre Arrupe mitigó en parte el problema manteniendo contactos con los afamados laboratorios Parera, sitos en Sitges, que proporcionaron frascas de Varón Dandy® a todos y cada uno de los seminaristas de la Orden, para que no dejaran un solo día de echarse un chorreoncito del mencionado potingue, y que aminorase, aunque fuera sólo en parte, el hedor de las tufaradas inherentes a la idiosincrasia odorífera de la, por otra parte, ejemplar e imprescindible orden religiosa. A punto de mi fallecimiento, tengo 96 años y tres procesos neoplásicos activos, no he dejado de trabajar ni un solo día. No me he casado nunca porque el sexo y el amor me han parecido siempre procesos que acaban inexorablemente en malos olores, a los que soy genéticamente intolerante. Vivo en el distrito XVIII, cerca del Sacré Cœur, huele mal, pero cerca de mi casa hay un bistró donde sirven el vino caliente más espléndido que se puede tomar en esta ciudad, lo sirven muy especiado, con una mezcla prodigiosa, que lleva hierbaluisa, mejorana y canela.
          Me hubiera gustado perfumar a Madame Le Pen, próxima Presidenta de la República con total seguridad en un breve plazo de tiempo, y primera mujer que alcanzaría tan prestigioso cargo. Pero no va a poder ser, mi tiempo llega a su fin.
          Por tanto y por siempre: ¡Vive la France!

5.6.20

461. El péndraiv de la muerte



        Esa estupidez de que Dios no existe es la esencia misma de su existencia. Existe todo lo que se niega. Si una imagen queda en la instantánea fotográfica es porque existe un negativo que la conforma y la dirime indubitablemente en el campo de la existencia. La vida es pura antonimia, naturaleza especular mínima y cierta, en cuanto nos disponemos y deambulamos física y espiritualmente en tan solo tres de las innumerables dimensiones que con seguridad existen. Si nos imaginamos conformados en una idea vital de, por ejemplo, once dimensiones, la simple idea de la duda de la existencia de Dios sería inconcebible, porque casi lo veríamos por el rabillo del ojo, muy cerca ya de nuestro campo visual metafísico. Seamos, pues, todo lo agnósticos que nuestra pereza teológica nos permita, acomodémonos a la molicie del "yo no sé, ni sabré nunca nada", dormitemos en la vagancia agridulce del escepticismo, cual romano embebido de cínico estoicismo o epicúreo hedonismo. Pero cuando los hados no son favorables a nuestra inercia vital, cuando el mal y la desdicha nos recuerdan la catarsis alucinada del anfiteatro, cuando se reúne alrededor la plañidera hueste del corifeo, entonces no hacemos ascos a la existencia fehaciente del Maligno. Y es ahí donde, (aquí vendría un latinajo fundamental que iría del carajo a la idea que quiero exponer, pero no hay forma de ponerlo en pie, y eso que lo tengo en la punta de la lengua), bueno, pues eso, que es junto en ese instante en que notamos la presencia del Maligno cuando estamos dando carta de naturaleza a la existencia real del Benigno, es decir a la nomenclatura del bien eterno, al Verbo, a la Palabra, al Número, a la homeostasis de la vida, que se desarrolla en una dialéctica, nada marxista, por cierto, entre contrarios. Todo este introito conlleva a mi idea primigenia de que yo, Servando Butrón de la Yanza, decimoquinto Marqués de la Maresía, creo firmemente en la existencia del Mal, no en la abstracción romántica de la fuerza animista de entidades oscuras y tenebrosas, no, yo, en lo que creo es en la firme presencia cotidiana del Demonio, de ese ente catalizador de los procesos metabólicos que conducen a la excreción o segregación constante del Mal. Y esta presencia que admitimos sin rubor alguno es la que confirma de manera estrepitosa la existencia antitética del Bien Supremo, es decir, de un Dios que compensa la balanza metafísica y deja en un centro prodigioso el fiel teológico del equilibrio universal. Podremos vivir sin Dios, a Él le da igual, porque no nos necesita, pero Belcebú, Satanás, Lucifer o Pedro Botero no son nada, absolutamente nada sin nosotros, y por eso se dejan ver e impregnan con sus obras e intervenciones el ya, duro por sí, quehacer de nuestro paso por la vida. Creemos tanto en el Mal que no somos conscientes de lo que el Bien ejecuta desde la discreción inherente a su ser etéreo. Hasta creemos en la redención de la más hiriente de las abyecciones que genera la mente humana y no pensamos en la degradación hacia la maldad pura en una mente limpia y noble. Con el demonio pues, tomamos copas, nos acostamos con él, y le confesamos nuestras miserias más oscuras. De tanta trabazón con su figura, lo hacemos más fraterno, más presente en nuestras vidas, vivimos y compartimos esa vida con él sin darnos cuenta, como si no existiera, siendo en realidad parte más que consustancial de nuestro peregrinaje por el mundo. Y todo ello a expensas del Bien Supremo, al que de manera frívola le obsequiamos, con filosofías y metafísicas, su plena inexistencia, su inoperancia biológica, su inercia supersticiosa y su banalidad litúrgica y mítica. Estupideces palmarias y de graves consecuencias históricas, que sólo nos llevan a deambular por un páramo inhóspito, desesperanzado y eterno, sin meta ni objetivo, un caminar en círculos, engreídos y ensoberbecidos, orgullosos de haber superado la idea de Dios, caminando hacia ¿dónde?, cada vez más cansados y sin darnos cuenta, sin percibir la risa incontenible que el demonio intenta disimular escondido en la mochila que llevamos incómodos a la espalda desde hace ya mucho, muchísimo tiempo.

19.5.20

460. El sudoroso escote de Lady Stanford


          Y luego llegaron los hombres de blanco y me encerraron en un furgón también blanco. Llegamos de noche a donde fuera y me condujeron a una celda húmeda y oscura. La sed me abrasaba la garganta y la angustia se hacía cada vez más sólida y pedregosa y se depositaba también en la garganta, con lo cual mi garganta presentaba tres características: sedienta, por la sed y sólida y pedregosa por la angustia. Pero la garganta no era el más grave de mis problemas corporales. Cuando en un secuestro y posterior enclaustramiento predomina el color blanco, es que alguien ha decidido que estás loco y te han encerrado en un manicomio, algo que considero encomiable, es decir, digno de encomio, en mi caso, algo manicomiable, digno de manicomio. Por tanto, estoy loco de encerrar, como así ha sido, lo que indica que no estoy tan loco, dado que me doy cuenta de lo que pasa y lo colijo de actos no por no recordados, inexistente, qué va, deben de haber sido actos muy existentes y anómalos, porque si no, no me hubieran encerrado aquí, aunque no recuerde ninguno de esos actos que son los que me han llevado a esta manicomiable situación de falta de libertad. Pero el más lacerante de mis sufrimientos corporales lo constituye la presencia de los bichos negros, esas pequeñas bolitas que me recorren la piel, se introducen a través de ella y explosionan a medio centímetro de profundidad produciéndome un dolor migratorio no por esperado menos inesperado y no por temido menos temible. Igual el cráter cutáneo surge en una sien que en el escroto, en el talón que en un párpado de arriba, en una areola mamaria que en el periné. Mi cuerpo es una cartografía volcánica con miles de puntos en proceso inminente de erupción explosiva. Y los bichos negros entran en mi cuerpo provenientes de quién sabe dónde. A veces los veo salir de los boquetitos de los enchufes o surgen al abrir la tapa de un yogur de papaya o de cualquier otra fruta tropical. Después de pasar la noche en esta celda apestosa, ya de mañana, vino un hombre blanco y viejo vestido de blanco y me hizo 114 preguntas, de las que respondí 76 y no respondí 38. No sonrió y yo tampoco. Me dio caramelos y tabaco. Me comí ambas cosas y pedí agua. Me la dieron y me la bebí. Luego me pasaron a una sala de color blanco y me sentaron en una silla metálica. Me dieron seis pastillas, tres eran cápsulas: verdiroja, blanquiazul y amarilla entera, y tres eran pastillas propiamente dichas, dos blancas y otra color crema de cacahuete. Y me dieron de comer, gracias a Dios: sopa, hamburgesa y uvas. Todo muy rico. Y desde entonces estoy en otro cuarto diferente al del primer día, muy limpio y soleado, y acompañado de tres locos más: unos se llama Timoteo y se ríe por todo y a todas horas, otro se llama Leandro y se lava las manos y los pies doscientas veces al día, y el otro se llama Paco y está catatónico permanentemente. Las pastillas no sé para qué son, porque cada día veo más bichos negros y las deflagraciones cutáneas van en aumento. A veces vienen a verme personas que lloran al verme. No sé quiénes son, pero si lloran al verme, creo que no deberían de venir a verme. Yo creo que las pastillas tienen como único objetivo el que te importe un carajo estar aquí encerrado, porque de lo otro no mejoro o más bien empeoro. Bueno, le voy a calzar cuatro ostias a Paco, que sé que se deja y no le importa, Timoteo se va a descojonar y Don Limpio se pondrá nervioso y se restregará con agua y jabón manos y pies hasta que se le vean los huesos. Y luego ya será hora de comer.

16.5.20

459. La estupefacción


          He comenzado mi novela número 311. Se titula o se titulará "La mujer sin atributos" y versará sobre los cambios que se desarrollaron en la Europa de entreguerras, analizados desde la óptica de una singular dama de la alta sociedad vienesa. La primera línea de esta novela será como sigue: "La leve sonoridad de la tarde en Gönstingenstrasse sólo se veía perturbada por los agudos trinos de colibríes azulados que levitaban sobre la copa de los tilos en flor..." Considero que el comienzo de una novela tiene que enganchar al lector a la cuarta o quinta palabra; en caso contrario debería arrojarla con premura al hogar de la chimenea o al alma de un pozo. Uno de los peores comienzos que recuerdo en una novela pertenece al autor chileno Ernesto Barboso, cuya obra "Ditirambos a Medusa" comenzaba de esta guisa: "La merienda en casa del Gordo Elías fue asaz copiosa y nutritiva..." Imposible seguir leyendo. Yo, que jamás he acabado una novela en toda mi vida, me vanaglorio y enorgullezco de poseer, sin embargo y sin duda alguna, los mejores comienzos para una novela que leerse pueda. Sirva este otro ejemplo para demostración de lo expresado: “Mr. Turnbull estornudó violentamente al introducírsele por su fosa nasal izquierda, la menos castigada por el tránsito de cocaína, la voluta de humo blanco que salía de la boca de su Smith & Wesson, tras disparar a la nuca de Lorna Reed…” Este rotundo comienzo pertenece a “Breve encuentro en el infierno”, fugaz incursión en la novela negra en los ya lejanos días de mi más tierna juventud. Y es que los comienzos, las primicias, los albores, los primeros balbuceos, las primeras manifestaciones de todo lo que nos sucede en la vida es la única belleza inmaculada, plena y pura que la Naturaleza nos ofrece. Todo lo demás, todo aquello que conlleve reiteración, aburre, traiciona y desespera. La nostalgia llega del recuerdo de lo que nace, del amanecer de una pasión, de la geografía primigenia, de los primeros embates de la vida. Pero cuando la vida se allana en la monotonía y en el bucle infinito de sus ciclos continuos, cuando esa vida pierde el ímpetu y el entusiasmo con los que el hombre la había al principio adornado, todo entonces se desmorona y se quiebra en una decepción que degrada la energía del cuerpo y del alma. Por eso otorgo tanta importancia al comienzo de una novela, algo que no otorgo a su final, porque pienso que la conclusión de la misma se encuentra en esas primeras líneas y no en las que concluyen la obra. Jamás he finalizado la escritura de una novela, no sólo por una falta absoluta de talento literario evidente, sino por una razón de orden moral en la que juega un papel importante una especie de consenso con mis limitaciones y mis ideas artísticas en términos absolutos. Porque la cualidad de artista la otorga la propia conciencia estética de cada individuo. El pintor flamenco Hugo van der Goes nunca se consideró a si mismo como un artista, sino como un simple y oscuro orfebre; sin embargo, el más ruin poetastro de Madrid, Lucio Guindó, analfabeto funcional y ripioso rimaletras, va por la vida sabiéndose un consumado artista a la altura de Virgilio o W. H. Auden. Y en consonancia con lo expuesto, ambos lo son, porque ambos, uno por defecto y el otro por exceso, uno porque lo creen los demás y el otro porque lo cree él mismo, a ambos los protege de la lluvia del fracaso el consolador paraguas del arte. Para terminar, trascribo unos versos de ambos poetas para ejemplificar lo antepuesto. Buenas noches.

El Mal enmudecido
tomó prestado el lenguaje del Bien
y a ruido lo redujo...
(W.H. Auden)


La gaita estruendosa
ensoberbece al lucense
que no gusta de la gaita
(L. Guindó)

15.5.20

458. Prontuario para enanas


          Los coleccionistas somos personas con serios problemas de desarrollo emocional, profundas alteraciones perceptivas y muchas heridas sangrantes en la autoestima. Detrás de un coleccionista siempre hay un alma arrugada, una infancia belicosa o una adolescencia trufada de virutas sado-masoquistas. Para no ser un coleccionista pobre hay que ser un coleccionista rico. Los coleccionistas pobres constituyen el 99,7% de todos los coleccionistas, y son aquéllos a los que me he referido en las dos primeras líneas de este memorándum. El 0,3% restante no tiene ningún problema emocional, ninguna alteración en su proceso perceptivo ni merma alguna en su autoestima. Estós últimos son los que coleccionan carros de combate de la 1ª Guerra Mundial, estelas mesopotámicas, prepucios de reyes judíos de la antigüedad, cornucopias estilo Regencia, cuadros de pintores prerrafaelitas y cosas así. El otro 99,7% colecciona monedas de dos reales, cromos de futbolistas, botones de nácar, imperdibles, pines, chapas de cerveza, miniatura de botellas de licor, conchitas de la playa y toda esa mierda. Éstos, que forman mayoría, suelen envejecer pronto y visten con tonos grises o tostados, se lavan lo preciso y suelen tener la uña de un dedo muy larga y cierta afección cutánea en los pliegues del cuello. Tienden al miserabilismo, aunque huyen de la pobreza; su miseria es más bien moral y se ríen mucho con los chistes malos, sobre todo con los chistes escatológicos. Los del 0,3% son, por el contario, señores o damas distinguidos, con pasta para regalar, huelen de manera exquisita, ellos suelen engordar prematuramente y ellas ganan en belleza y sex appeal con la edad. Coleccionan con clase, sin envidias desmedidas ni premuras de cateto en las subastas; no necesitan inmutarse ante la pérdida de un Breguet Maríe Antoinette o  un apunte a carboncillo de Vermeer; sin embargo, el coleccionista de pitorros de búcaro se mata a hostias con el que le antecede torticeramente en la captura de la pieza codiciada en el mercadillo de los gitanos del domingo. Yo hace años que dejé de coleccionar, más que nada porque me ponía muy nervioso. Tres eran mis colecciones: 1ª) Colección de relaciones sexuales plenas con actrices francesas. 2ª) Colección de premios literarios internacionales. 3ª) Colección de crímenes de lesa humanidad. La primera y segunda de mis colecciones están a cero porque mis esforzados esfuerzos no tuvieron la fuerza suficiente para obtener ni el coito francés con mademoiselles de la farándula ni el preciado galardón internacional de las letras. En cuanto a la tercera debo decir que también está a cero, porque no entiendo realmente qué significa el concepto de "lesa humanidad". Así que yo ya no soy comunista, perdón, colectivista, perdón coleccionista. De cualquier forma, sigo buscando a una bella actriz francesa que, tras la realización de varios coitos plenos con el que esto suscribe, me enseñe a leer y a escribir lo suficientemente bien como para ganar el Goncourt, por ejemplo, y de paso indicarme cómo se lesa a la humanidad (no sé si exterminando a la etnia guaraní verbi gratia, sería esta acción constitutiva de ser clasificada penalmente como de lesa humanidad). Si algún día todo esto ocurre, pues volvería a ser coleccionista, claro. Y de los del 0,3%, por supuesto.

13.5.20

457. Versiones de uno mismo


          Sería una patraña o algo derivado de esa manera hiperbólica de exponer las cosas que tenía Julita. Mentía mucho y eso le afeaba las cosas que decía cuando eran verdaderas. Era un no saber cuándo creerla o no, pero ella se lo había buscado desde que era niña y había que buscarla por toda la casa, escondida en el desván o enterrada en la hojarasca amontonada que Sebastián apilaba a la entrada del cobertizo. Luego nos quería convencer de que huía de un hombre que la perseguía, pero lo hacía utilizando para su relato una serie de detalles tan minuciosos que nos ponía a todos los pelos de punta. No se limitaba a poner cara compungida y soltar su mentira en una frase, no; ella nos transmitía con sus elocuentes palabras hasta el olor agrio del aliento de su perseguidor, el tono perentorio y arenoso de su voz, sus marcas en el cuello, la falta del cordón de uno de sus zapatos el color y textura de su ajada vestimenta. Nos quedábamos absortos y enredados en su evidente cuento, inermes ante su absoluta sensación de certeza y sus gestos corporales de verdadera angustia. Sus fantasías no correspondían a la típica patología infantil de ensoñación excesiva ni a un proceso de paranoia difícil a esas edades. Era la exposición pormenorizada de una realidad plena, que en el discurso de una niña de nueve años provocaba un estremecimiento en el corazón de los que la escuchaban.
          Han transcurrido los años. Julia ha desarrollado su cuerpo y su espíritu. Se ha convertido en una mujer esbelta, no demasiado atractiva, pero tampoco lo contrario. Sin embargo su inteligencia sí ha descollado muy por encima de lo normal. Escribe cuentos para niños, que ella misma ilustra; son cuentos con ese matiz de terror que han convertido las narraciones clásicas en mitos imperecederos. En sus ilustraciones, asimismo turbadoras, se intuye una oscuridad velada, pero muy presente, amenazadora, pero que a los niños les entusiasma a la vez que les sobrecoge. Ella sigue contando las cosas extraordinarias que le suceden, posee una mendacidad que no por acostumbrados que estemos a oírla deja de alterarnos. Es por ello que su última patraña, la que ha hecho que los demás miembros de la familia convoquemos esta reunión, nos ha de poner de acuerdo en cuanto a las medidas a tomar para poner término a tanta mentira.
          Yo, su hermano mayor, he intentado que sus mentiras las recluya en su ámbito personal, que no implique a los demás miembros de la familia en ellas, pero como de costumbre rechaza la mayor de mi exposición, al no dudar ni un ápice de la veracidad de sus asertos. Ayer nos aseguró con todo lujo de detalles el peligro que corríamos, peligro de muerte lenta y atroz, si no huíamos de inmediato todos los miembros de la familia a un lugar desconocido y seguro, porque un diablo cruento y muy expeditivo en sus métodos, iba a acabar con nosotros.
            Julia, Julita para todos nosotros, lleva varios días enterrada en la hojarasca amontonada que el hijo de Sebastián, que también se llama Sebastián como su padre, suele apilar a la entrada del cobertizo. Toda la familia, de momento, ha aplazado la reunión para mejor ocasión, y con cierta celeridad hemos reunido nuestros más preciados enseres, hemos hecho las maletas y nos hemos ido cagando leches a lugares muy desconocidos.

5.2.20

456. Enigmas de la heráldica


          Tengo el presentimiento de que el día final (el "Día Final") caerá en sábado, es algo que llevo pensando desde el último día de mi pubertad, que casualmente llegó a su fin un sábado. Los sábados en mi vida constituyen hitos que han delimitado épocas, geografías, fronteras emocionales y radicales cambios en mi dinámica vital. Fue un sábado septembrino cuando conocí a Sagrarito en la fábrica de mazapanes; un sábado lluvioso cuando me enamoré de la mujer del coronel del CIR nº 3 en Cáceres; un sábado de un luminoso agosto cuando me astillé el radio derecho en la playa de Gandía; un sábado de Pascua Florida cuando cometí mi primer asesinato en las cercanías de Alcalá la Real; un sábado caluroso cuando en el barrio de Triana de una primavera demasiado cálida probé los caracoles por primera vez en Casa Rufino; un sábado navideño friolento y gris cuando tuve mi primera experiencia sexual con animales, con una mantarraya (Manta birostris) exactamente; un sábado de junio cuando hice mis primeros pinitos con el baile flamenco en el Sacromonte; y un sábado me casé, pero ni recuerdo el mes, ni el año ni con quién, creo que bebí demasiado y una como gorda nebulosa envuelve aquel día y el recuerdo de la que supongo feliz y emocionante ceremonia. Qué desastre; desde entonces busco por casa a mi mujer y no la encuentro, sé que no tengo descendencia porque no hay olor a hijo por ningún lado. Mi familia me dice que mi mujer era bajita y de pueblo, pero no recuerdan el pueblo. Busco papeles, algún certificado de mi estado. Nada aparece (misteriosamente). El próximo sábado, si no acontece el Fin del Mundo, voy a recorrer los pueblos limítrofes a ver si la encuentro, aunque lo dudo. En el fondo me la suda, pero un prurito de honestidad me hace que la busque y además, la labor de investigación me entretiene y me hace sentirme útil. Pero si por casualidad el próximo sábado es el día del Juicio Final, entonces va a ser muy difícil que la encuentre. Ese Día habrá colas, muchas colas y yo detesto hacer cola. Será un sábado estruendoso, un sábado sin fin, billones y billones de seres humanos, desde los primeros homínidos hasta los actuales profesores de ética de Princeton, todos haciendo cola para ser juzgados; todo ello, entonces, puede durar una eternidad; igual a lo que llamamos eternidad es tan solo la espera al veredicto del sábado, no sé, me estoy deprimiendo por momentos y ya estamos a martes. Allí sabrán dónde estará mi esposa, supongo. Claro, dónde va a estar si no, en alguna de las colas, esperando su turno. Hoy es martes y las noches de los martes nunca pasa, ni ha pasado, ni pasará nunca nada. Así que me voy a meter en la cama con la Birostris, que, aunque no me ama ni yo la amo, nos entendemos de maravilla en asuntos de consunción aberrante entre la carne y el pescado.

27.1.20

455. El bulevar de los huevos rotos


          Dentro de mi computadora IBM POP-3355 existe un enjambre de osos terminales que ejecutan procesos de manera melosa y lenta. Es una computadora antigua, de tecnología poco más que de base binaria, de cibernética ya obsoleta y cuya integración de circuitos es básica, muy básica, de apenas 0,5 ÑAM. Mi computadora es una KK vintage muy codiciada por coleccionistas de todo el mundo. Los osos están todavía funcionantes, operativos, pero ivernan más de lo debido y huelen a goma vieja y gruñen de manera asaz horrísona. En vez de pantalla, ésta mi computadora venía de serie con un pizarrín estroboscópico y una tiza de grafito noble. El cableado, un avance muy novedoso en la época, es de cartón rudo laminado y reforzado con nudos de bambú. La impresora, que se vendía aparte, es a pedal y de impregnación a gota, eficiente como las modernas, pero más sucia y sumamente ruidosa. Ya he descrito el estado terminal en que se encuentran los osos, aunque los osos en general, ya es sabido, siempre se hallan en ese estado de languidez muy semejante al que presentan ciertos enfermos moribundos. De este modelo sólo se fabricaron cien unidades debido a la escasez de osos en el sur de California. Se importaron varias docenas desde Alaska, pero al final los costos hicieron inviable la masiva producción que en un principio se pensó desarrollar. Los experimentos informáticos con mofetas, hurones y nutrias, especies abundantes en los alrededores de Silicon Valley, no dieron los resultados esperados. El modelo posterior, el IBM PostPOP-3336, llevaba adaptado en la placa base el primer lirón manipulado genéticamente, del que los bioinformáticos obtuvieron y extrajeron las células madre necesarias para el futuro desarrollo de la producción industrial en cadena. Desde estos laboriosos comienzos la zooinformática ha evolucionado velozmente hasta nuestros días, en que la mosca común (Musca domestica) es la base biológica de las actuales supercomputadoras. 
          Pero yo sigo echando mucho de menos a los osos, esos grandullones de gruesa bondad, esos quiméricos peluches de acción retardada, de atónita presteza pescando salmones al vuelo, tan amenazantes como asustadizos, tan tiernos como feroces, tan literarios ellos como el tigre de Bengala o la ballena blanca. 
          Dejé de utilizar hace años los ordenadores personales y me dedico desde entonces al fomento del recuerdo efímero que no consta en archivo alguno, al invento de imposibles alegorías que olvido al instante pero que me hacen feliz en ese instante, al desarrollo de iconoclastas aporías que no hacen mal a nadie porque nada queda en el aire que me acoge. Alzo vuelos con las pompas de jabón que se quiebran entre las tuyas del jardín y me regodeo de risa contemplando las estúpidas arañas del establo. Entre el olor a paja seca y bosta antigua, entre el cacareo de gallinas y el piafar de los caballos, aquí en este solaz alejado de la urbe, no necesito más que el aliento vital que me conmueva lo suficiente para intuir los códigos que sustentan los misteriosos archivos de Dios.

25.1.20

454. Yo nací en Mendocino


          El hotel olía a moho. Todo el hotel. Tanto olía a moho, que desde entonces (hace treinta años de los hechos) el moho, a contrario sensu, me huele siempre a hotel. Pido, por ejemplo, un mojicón en la confitería de Régula y observo que en su parte inferior refulge una zona entre verde y azul impropia de cualquier mojicón fresco que se precie; huelo entonces la zona coloreada con cierta inquietud y, efectivamente huele a moho que tira de espaldas; bueno, pues a mí a lo que me huele es a hotel, lo que favorece que ingiera el pastelillo con sumo agrado y fruición (me encantan los hoteles) y que incluso pida me envuelvan media docenita para llevársela a Lourditas, que, aunque diabética la pobre, gusta de fruslerías y confites.
          El ascensor del hotel era de palo santo y filigrana de latón bruñido. El ascensorista era un letón fornido, barbado y de nombre Jouzapas. Él fue el que pulsó el botón luminoso del sexto piso. Al llegar nos despidió con un efusivo "¡ardievas!", que en letón significa "adiós". Nosotros le sonreímos. Nosotros éramos mis cuatro hermanos y yo. Los nombres de mis hermanos son irrelevantes, sobre todo el del benjamín, que se llama Zigor.
          A los cuatro les puse el esquijama y les administré una cucharada de Calcio 20. Yo, a mí mismo, me administré un supositorio C-3 y me dirigí a mi suite júnior. 
          La tragedia estaba a punto de estallar.
          Mientras disponía en el secreter los útiles de escritura para comenzar la misiva diaria a Lourditas la tierra comenzó a temblar. Un ruido ensordecedor me ensordeció con una lógica aplastante, tan aplastante como la acción del techo al desplomarse sobre mí. Ensordecido y aplastado y oliendo a moho de manera desaforada me fui convenciendo de que ya no culminaría la carta a Lourditas, ya nunca más pondría a mis hermanos el esquijama ni les daría más Calcio 20, ya nunca más le compraría mojicones a Doña Régula, se acabaron para siempre mis supositorios C-3 y a Jouzapas ya nunca más le oiría decir ¡ardievas!
          Mis hermanos murieron todos. Jouzapas, lo mismo. A mí me salvaron in extremis las hermanas del Crédito Rural que tenían su asamblea anual en la Sala Excelsior del hotel. 
          Quedé incapacitado de medio cuerpo hacia abajo, hacia los pies. Me lo hago todo encima, no ando y de las prácticas coitales ni hablamos. 
          Lourditas me abandonó de momento, la comprendo a la muy puta.
          Sigo gustando de los establecimientos de hostelería, aunque ya voy poco a los hoteles, las hermanas Crediticias me tiene confortablemente vigilado en este asilo rural, donde me guardan los medrugos de pan viejo que saben tanto me gustan, cuanto más verdes mejor. Los huelo con placer porque siento cómo me transportan con sus mohosos aromas a hoteles de ensueño con ascensores infinitos y ascensoristas letones, con alfombrados pasillos donde bailan mis hermanos luciendo sus esquijamas de fiesta y brindando alegres con relucientes copas de Calcio 20.

23.1.20

453. Un gobrierno pogresista


          Cuanto más leo más abjuro de lo que escribo. Por la ventana asoma una luz que nace en una mañana cualquiera de enero, una luz que da miedo porque insiste en recordarme los momentos inhóspitos del pasado. Cuántas veces no habré leído las sensaciones expresadas por el autor ante la luz que penetra en su habitación, pero mostradas con la profundidad necesaria y la lógica implacable de la idea subyacente, que con sublimidad inherente a su talento nos expone en límpidas frases y sencilla belleza. La luz que se infiltra en el autor no difiere de la que se infiltra en mí. Pero a diferencia de aquélla, la luz que me atraviesa no dispara el subsecuente hecho creativo que sí genera en el escritor admirado. Un simple recuerdo—un trozo de magdalena mojado en té—le sirvió a Proust para culminar su magna obra "A la recherche du temps perdu", obra que teje un infinito entramado de recuerdos superpuestos más tupido que la propia vida, en un constante movimiento perpetuo que va generando estructuras de pensamientos e ideas enlazados unos a otros por esa sustancia inerme que constituye el talento literario. La luz de esta mañana me produce sensaciones, me trae recuerdos, alguna que otra emoción antigua, pero no me deja el sustrato necesario para desarrollar el relato que satisficiera mi propensión a escribir. Tras esta luminosidad mortecina que avanza por un día plomizo de un enero que no acaba, debería esa parte de mi cerebro—creo que se llama hipocampo—generar una continuación ya fuera recordada, imaginada o inventada que enlazara aquella luz con un suceso real o ficticio, es decir, me hiciera abrir las puertas de la narración, ese paraíso de mentiras verdaderas y verdades falaces que tan felices nos hace o tan útil nos resulta para sobrellevar la feroz rutina de esta vida. 

          Lo seguiré intentando:

          En un intento de acabar con mi vida en esta mañana de un enero atroz de nostalgias, la luz mortal del amanecer me apuñala en la desprevenida duermevela de la aurora. La noche me ha dejado sumido en un amargo sudor de insomnio y el desierto de la garganta me hace levantarme para apurar los dos dedos de whisky que aún quedan en la botella. Enciendo un cigarrillo y repaso mentalmente todos los pormenores del plan. Me visto, no me afeito y compruebo que la seis balas del tambor de mi revólver se hallan dispuestas ordenadamente en sus nichos de muerte. Salgo a la calle que me recibe con puñales helados dispersos en un viento que augura la nieve. De camino al café me cruzo con una mujer joven que va llorando emborronando de rímel unos ojos que intuyo de un azul claro...

18.1.20

452. Fotomatonismo


          Sigo con los dedos índice y corazón, dando golpecitos sobre el hule de la mesa de la cocina, los sones luminarios de la kora de Toumani Diabaté. La kora es un instrumento de cuerda de origen malinés o senegalés o gambiano, qué más da. Tengo a Toumani frente a mí. Es un negro fibroso y grande, con rasgos menos pronunciados que etéreamente definidos, es decir, sus rasgos dibujan ancestrales rasgos de carácter tribal sin arrostrar visiones o pensamientos soberbios o poderosos. Sorbe el café que le preparo con deleitosos ruiditos labiales y una sonrisa de beatitud oscura que opaca la atmósfera de la cocina. Los sonidos de la kora se clavan en las sartenes como dardos atómicos, también se clavan en los cazos de cobre como rayos cósmicos, y también en los puchero, pero como haces de luz sideral. Los dardos, rayos y haces reverberan en todas direcciones y me hacen recordar días no vividos, aquellos días de inacción y disgregación donde nada era imposible porque todo lo era. La magia prudente de estos sonidos derrumba concepciones animistas y resuelve cuestiones de geopolítica atrasada y de unionismos decadentes y protoraciales. Lo que intento expresar es que el negro sorbe tomando café y es feliz dándole a la kora, y que yo puedo acceder a esa felicidad si le disparo en la cara para que no sorba y deje de tocar la kora maldita. Sería preferible que sorbiera la kora y metiera los dedos en el ardiente café, o que regresara a Malí o al Senegal o a Gambia, qué más da. Lo dejo y salgo a la calle a pasear infames pensamientos que dejarán las aceras de mi barrio llenas de ideas excrementicias que no recojo y que sedimentarán odios y ojerizas en los comerciantes trashumantes de la zona. Que se jodan. Me anima esa podredumbre que rechazo de mi mente enferma, me vacuna su salida y deposición en el asfalto suburbial de la ciudad que habito casi en soledad perpetua. Regreso con viandas a punto de perecer para que el negro coma. Sólo come alimentos de cocción difícil, es por ello que le traigo fufu, maafe y batata arriana. Él se prepara sus comistrajos mientras yo encero la panza de la kora con grasa de caballo jerezano y lustro las cuerdas con sebo agreste de cebú. Toumani y yo nunca hablamos mal de nadie, en realidad nunca hablamos de nada porque me crispa y le crispa los timbres de voz correspondientes, así que optamos por la mueca y el gesto, ya sea condescendiente o despreciativo, según las características del hecho que origina la comunicación. El hecho incuestionable de que yo sea también negro dificulta sobremanera nuestra relación. El no puede comprender que de puertas para adentro yo soy criollo, criollo hasta no poder más, con pensamiento criollo, desarrollo cognitivo y conductual criollo a más no poder, con modos y costumbres de praxis absolutamente criolla. Es eso y no otra cosa lo que nos hace vivir un imposible categórico y desechar de nuestro pensamiento un futuro compartido en estratos más elevados del espectro sentimental.