Cuando el poeta escribe: "La brisa aturde con su clamor tenue el fragor de tu silueta", está disimulando, mintiendo, quizá ni sepa que disimula y miente, pero el poeta, el poeta de verdad, no puede, en su inmensa sabiduría, hacer otra cosa que disimular y mentir, lo sepa o no, sea o no consciente de la superchería que supone componer ropajes pomposos, diversos, anacrónicos o elegantes a la vida y a su bagaje de sentimientos, anhelos y desesperanzas. Sastre del inconsciente, el poeta cubre las vergüenzas del hombre y adorna sus pasiones con palabras que ajustan con mayor o menor perfección, y revocan en lo posible los deterioros en la fachada y, a veces, en la estructura nuclear del cuerpo y alma. No es otra su función. La presencia del poeta es su ausencia, su esencia es la trascendencia de esa ausencia. Es un gremio útil debido a la inutilidad de su quehacer, de sus metáforas nadie se alimenta, pero sin ellas algo deja de fluir, un granito de arena se entremete en el interior de algún engranaje y nos determina a la baja en alguna de las once dimensiones. Cuando el poeta escribe: "Un sinfín de alondras teje el velo de la aurora", parece que nada cambia, la vida continúa, la vorágine de la ciudad sigue taladrando nuestro presente, los niños siguen aprendiendo a matar con suavidad y a mirar hacia otro lado, las fábricas persisten exhaustas en el horizonte productivo, y la policía de Miami se hace cada día más impotente y contemplativa. Los poetas no son semáforos ni faros ni sirenas (en ninguna de sus acepciones), pero sí actúan como una especie de demiurgos en la sombra con poder escaso, un poder que será esotérico, velado, ciertamente oscuro, sigiloso y a cubierto. Alcanzan con premura la pobreza y el deterioro físico y espiritual. Los poetas no triunfan, no inciden en nada, pero son a los primeros que fusilan o cuelgan en todas las revoluciones, porque éstas no pueden domeñar lo que los poetas manejan: la inmanencia de la poesía. Porque es la poesía lo que sí es real, lo que sí existe; los poetas pueden o no existir, ¿a quién le importa?, pero la poesía es el universo paralelo que controla y equilibra los desmanes del otro universo, el que aturde los planetas y ejecuta los designios de los dioses arbitrarios. Cuando un poeta escribe: "Luz que enhebra miradas y anhelos entre labios demediados", separa dos mundos por el suave afán de separarlos, no nos requiere para tan titánica operación, el poeta es la acción pura, practicante de una geometría eufórica, de un baile sideral que, igual que separa, funde esos mundos antagónicos en una sílaba, en un acento, en un hemistiquio pertinente y prodigioso. No reclama historias porque la poesía no la tiene, como no la tiene el rayo o la nube o la imagen última en la retina muerta del guerrero. Y en este unir y desunir los mundos paralelos o divergentes progresa el poeta en su arte ilusorio, en su eterna combinatoria matemática que ejecuta todas las posibilidades existentes para el alma humana. Cuando el poeta escribe: "Un oriente de algodón en el gélido lago del olvido", subvierte, con todo el ímpetu que Calíope y Erato le permiten, la semántica y el alcance que tienen las palabras, define otras reglas para el juego de la comprensión de los conceptos, enarbola estandartes de nuevo cuño, para que nuevas ideas afronten con belleza y elegancia nuevos senderos. No intenta descubrir, pero descubre, no se propone objetivos ni metas. El poeta sólo es el instrumento de un estamento superior que le utiliza desesperadamente, como un nudo en la cuerda que cuelga de la estela de un cometa inaudito y vital. Hoy los poetas, que ya no se esconden, son, en cambio, seres escondidos de tanto oscurecer su actividad se han convertido en seres invisibles, ya no pululan en cenáculos ni se disponen bajo espejos apolillados en decadentes cafés. Su misión instrumental emana en solos quebradizos, univalentes, propioceptivos, nacen de su pluma, pero vuelan a su interior, versos y metáforas que, como vencejos en primavera, regresan en bucle infinito a la torre de la iglesia. En ese magma de palabras que el poeta mana y bebe como un uróboros constante, van filtrándose minúsculas partículas de oro puro que ejercerán de puntos luminosos, iridiscentes y estelares en la oscuridad que inunda la visión del ser humano. Esta negra visión se ilumina de hito en hito, cada uno de ellos derivado del latir indubitable del corazón de un poeta. Cuando un poeta escribe: "Un sismo nebuloso, un lóbrego temblor, un luctuoso furor en tus pupilas", define, más allá de las esencias semántica, un mundo vibrante de significados, que buscan con candiles de belleza una senda para alcanzar el extremo exacto de la palabra y su neta definición. Es la poesía como ciencia exacta ("la poesía es exactitud", decía Jean Cocteau), es la verdad y su estructura, es la entelequia hecha verbo, es el sentido de la carne asaeteada por todos los venablos de misterio que la vida propone y dispone. Sentido y sentimiento unidos por el lenguaje, amalgama multiforme, multicolor, caleidoscópica, que atraviesa los muros del cuerpo y del espíritu al ritmo de esa música pitagórica de planetas y entes celestiales. El poeta, ese hombre tan cercano a Dios, que a su vez asume el antagónico papel de anti-Dios, porque trata, sin saberlo, de entender sus designios con la simple forma de las palabras y la mínima variación del encuadre en la mirada. Figura venerada sin veneración, respetada a veces, a veces consentida, depositaria muchas otras de un trato displicente y otras muchas veces figura ultrajada y perseguida, el poeta atraviesa la existencia como un faro de luz poderosa, luz viva, luz siempre libre.
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FUMPAMNUSSES!
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
29.4.18
28.4.18
433. Holidays in La Habana
La noche es oscura como una carbonizada paloma, sin luna, sin cielo, cubierto éste por una sola nube, negra como una paloma carbonizada que se extiende de oriente a occidente en una eternidad espacial ominosa. Mi caballo, blanco como la paloma de antes antes de la carbonización, piafa indeciso, nervioso y expectante, parado en este cruce de caminos. El jinete, yo, Sabino Tulio Benítez, me encuentro también indeciso, nervioso y expectante, pero no piafo. De los tres caminos que puedo tomar, todos me parecen inquietantes y me hacen recordar a demetrio con minúscula Benítez, un medio pariente de mi tercera esposa que suele decir: "el que tiene elección tiene tormento". Y que razón lleva el hombre. Un camino toma la senda de la derecha, el farol de carburo así me lo indica; otro camino se dirige a la izquierda, el farol de bismuto me alumbra lo suficiente para confirmarlo; y una tercera senda se encuentra al frente, entre ambos caminos citados, éste, más que verlo lo intuyo, porque el farol de querosén se halla inservible por la falta de abastecimiento de querosén que asola la comarca desde la Pascua Florida. El arúspice de la Diputación, Silas Benítez, tras el análisis y minuciosa observación al que sometió las vísceras de una lagarta, me indicó que al llegar a la trifurcación en la que me encuentro tendría que elegir una de las tres opciones que se me presentaran: una de ellas me conduciría directamente a los brazos de mi amada, otra lo haría a la guarida del oso, y la última, a la termas de Persépolis. Mi intención al pedir consejo y augurio al arúspice Silas no era para esto, era para que me vaticinara la evolución del mal de bubas que tortura mi entrepierna y mis axilas desde que experimenté los goces del amor libre con Bruna Benítez, la hija del propio arúspice de la Diputación, otra lagarta, ésta sin vísceras, pero depositaria de un surtido letal de síndromes venéreos altamente transmisibles, muestrario vivo de las consecuencias que traen consigo las alocadas incursiones por los senderos de Venus. Pero el padre de la niña sólo me presagió (¿me aruspició?) la duda ontológico/metafísica del cruce de caminos en la que me encuentro sumido, varado y perplejo (además de nervioso, expectante e indeciso, como ya quedó expresado con anterioridad). Mi caballo también. Esta noche sin luna me llena de pensamientos impropios de un caballero, esta noche alunada, deslunada, ausente de luna, carente de luna la noche, esta noche oscura como paloma carbonizada (metáfora varias veces utilizada ya en este codicilo, pero que dada su excepcional belleza, me agrada volver a utilizar, y así lo hago y lo haré las veces que considere oportuno), esta noche, decía... Ya no me acuerdo lo que iba a decir, no puedo recordar qué tipo de pensamientos impropios de un caballero se me han venido hace un rato a la cabeza, así es imposible llegar a ser escritor, tengo la memoria que pueda tener mi caballo. En fin, que de los tres caminos sólo me apetece, tonto no soy, el del oso, porque no sé dónde queda Persépolis, y los brazos de mi amada me llevarían inexorablemente a la toma de antibióticos y a sufrir más curas dolorosas, vergonzosas y crueles. Y a mí los osos, no sé, me provocan cierta ternura. De cualquier forma, mi caballo y yo estamos nerviosos. Mi caballo se llama Benítez y es oriundo de Marchena, provincia de Sevilla. Densa nube de lluvia oscurece aún más la noche y la campiña. Súbitos rayos agrietan el cielo con arborizados destellos entre sordos y lejanos y tenebrosos estruendos, que anuncian la meteórica y estrepitosa tormenta. Benítez piafa asustado y cabecea. Intentamos alcanzar el refugio del guardagujas, Sito Benítez, pero cuando sólo falta un par de yardas para alcanzar la desvencijada casucha, un súbito rayo traicionero nos echa por tierra a Benítez (el caballo) y a mí. Tras unos segundos, quizá minutos, despierto de un estado de semi-inconsciencia para comprobar la completa parálisis del lado izquierdo de mi cuerpo. Benítez (el caballo) ha muerto aniquilado por el dardo mortal de Zeus. ¡Vaya noche! Para colmo, mi cuerpo inerte está desparramado sobre las vías del tren sin capacidad ni fuerza alguna para trasladarlo a una zona más segura, y el tren, lógicamente, se acerca, veo su luz atravesando la cortina acuosa de la primera lluvia. Los truenos han cesado. Intento con todo mi escaso vigor moverme, pero lo único que consigo es expeler una tremenda y estentórea ventosidad, impropia de las gentes con mi abolengo, prosapia y apellido, pero que tiene como feliz consecuencia que se despierte Sito Benítez, el guardagujas, del que mi ventoseo estentóreo ha conseguido arrancar del sueño, cosa que no han logrado los rayos y centellas que han adornado esta noche singular. Se conduele Sito del caballo, ínstole y aprémiole a que retire raudo mi cuerpo inútil, pero doliente, de las vías ominosas, dado el hecho incontestable de que la locomotora se acerca rápidamente y con ansia cercenadora de miembros. Sito reflexiona, se ve en la triple encrucijada de elegir qué hacer: enterrar a Benítez (el caballo); salvar la vida de S.T. Benítez, el jinete, o sea, yo; o que él, Benítez, el guardagujas, deje las cosas como están y vuelva a la cama olvidándose del mundo y sus cuitas. El arúspice Benítez va en el tren, Sito lo sabe, porque Sito vende los billetes en la estación por las mañanas. Esta mañana, temprano, le vendió un billete de ida y vuelta al arúspice, su destino era el límite del bosque, al comienzo de las estribaciones de la cordillera, un paraje inhóspito lleno de cavernas, cavernas a su vez llenas de osos, osos negros como carbonizadas palomas, osos que abrazan con sus zarpas poderosas, destrozándolos, a todos los habitantes de Persépolis que por allí se aventuran. El tren no se detiene, no se detendrá. Sito, el guardagujas, persiste en su duda. Me acuerdo tanto de demetrio con minúscula Benítez...
27.4.18
432. Lautréamont vs. Menéndez Pidal
Como es costumbre en mí, comienzo a escribir sin tener la menor idea sobre qué voy a escribir. Al final siempre surge algo, casi siempre acabo sorprendiéndome. Esta mañana he estado leyendo a un escritor rumano: Mircea Cǎrtǎrescu. Es de una solidez intelectual y de una imaginación tan densa que apabulla, pero con cariño y mesura. Impregna sin demoler, afianza convenciendo, no se hace cómplice, sino que se erige en juez, pero sin vocación. Si lo traigo a colación es fundamentalmente por su disidente idea de lo que es o debe ser la literatura. Siendo escritor, abomina de la novela y de los escritores en general, no comparte ni entiende la fama y el éxito que a algunos acompañan y que para casi todos son la meta y el objetivo se sus vidas. Rechaza todo escrito que pueda o se atreva a tener alguna utilidad moral. Para este escritor de Bucarest sólo es preciso escribir para uno mismo, nunca pensando en el hipotético lector. Esta vieja y manida idea denota por su parte una enorme ironía, si no mera contradicción, o quizá un oscuro sarcasmo, al surgir de la mente de uno de los intelectuales rumanos más exitosos y afamados, que siempre está en las prospecciones anuales de la Academia Sueca y al que los premios le llueven desde hace tiempo, por mucho que conceptualmente le duela recibirlos. Para Cǎrtǎrescu, la búsqueda interior en el pozo del inconsciente, con todo el sufrimiento que esto conlleva, es la única vía de realización para la misión existencial del que se siente impelido por el destino a expresar su alma y su cuerpo sobre un papel en blanco. Adora a Kafka y a todos aquellos literatos alejados en vida del boato, de la parafernalia de la gloria y reconocimiento social y artístico. Es la vuelta al consabido relato del escritor atormentado y sufriente, a la letra que nace en un tintero de sangre y lágrima, a la escritura como sacrificio y penitencia, al concepto del escritor oscuro y loco asediado por los locos y oscuros mundos de su mente atribulada. Dentro de la contradicción que supone la condición del mensajero, comprendo, acepto y comparto la realidad del mensaje. Digamos que acepto el casi lugar común del "infierno creativo del artista", esclavo de su arte, abrumado por conseguir la perfección en su obra, ajeno a la felicidad de los hechos logrados. Nombra muchas veces nuestro autor a Kafka, pero el checo ocupa una categoría aparte. En Kafka es el sufrimiento quien escribe, el sufrimiento que no aumenta ni aminora, Kafka sufriría igual amasando harina o torneando una pieza de madera. Cǎrtǎrescu da por supuesto que la escritura es sufrimiento en sí y en estado puro. Bueno, dejemos en que cada cual sufre o goza con lo que puede o debe. Yo comparto los aspectos de ambos, pero sólo desde un punto de vista teórico, mi pozo existencial es poco profundo: lanzada al vacío de este pozo una onza de chocolate Elgorriaga®, dicha onza tardaría en tocar fondo 0,11 nanosegundos, lo que tras los cálculos físicos pertinentes arroja una profundidad de pozo existencial de aproximadamente 0,13 micras, lo que ofrece poco, muy poco bagaje de material interior para casi nada, por supuesto nada para sufrir, aparte de que tengo ya una edad en la que cada día me apetece menos sufrir. Yo escribo, y en eso sí estoy de acuerdo con Cǎrtǎrescu, sólo para mí, esto ya lo he expresado once veces con anterioridad, y mi mujer ya me ha dicho que repito mucho las cosas, claro que ella también, mucho más que yo, dónde va a parar. Al escribir (no quiero perder el hilo) hay muchas posibilidades de perder la libertad si se tiene la seguridad de que uno va a ser leído, y no por dos o tres docenas de ciudadanos, sino por cientos o miles, no digo nada si además la obra es traducida a otras lenguas, incluida el tagalo. Qué gran responsabilidad. No se puede ser libre en la creación literaria con tanta gente expectante, con tantos ojos pendiente de la siguiente frase, del siguiente párrafo, del inexorable desenlace de la historia. Sólo la libertad es plena desde la soledad del escribiente no leído, incluso en ese caso se siente uno inerme ante la imposibilidad de destruir el manuscrito en presencia de la muerte súbita, pues siempre cabe esta posibilidad, que sucederá en tu despacho mientras tu mujer o tu marido está adobando las codornices que tanto te gustan y tú estás acabando de componer un soneto erótico a tu amante nº 11, es entonces cuando tu cabeza cae fulminada por una rotura aneurismática en la arteria cerebral anterior, tu mujer o tu marido acude al poco rato para decirte que las codornices ya están listas y debidamente emplatadas y que abras una botella de Beaujolais, y es entonces cuando te encuentra muerto o muerta, desplomado o desplomada sobre las últimas líneas del soneto, y te descubre (te descubres) póstumamente como un o una contumaz libertino o libertina. (La moderna ordenanza cultural progresista en cuanto a la no utilización de lenguaje sexista redunda en la idea de la falta de libertad del escritor y, como ejemplifican las líneas anteriores, convierten un pequeño párrafo en una soberana majadería). Por tanto (sigamos sin perder el hilo), la libertad plena en la escritura no existe, como no existe en ninguna de las circunstancias de la vida. Siempre existirá un pudor inmanente del cual el que escribe nunca podrá despojarse, igual que siempre hay un lector escondido y al acecho donde menos lo pensemos. Incluso Cǎrtǎrescu, que tan libre se siente (incluso comienza una de sus obras hablando de sus propios piojos) refiere la presencia de ciertas "piezas negras" en su propio puzle existencial, una serie de episodios de su propia vida que demandarían un incremento de libertad y de sangre vertida para su expresión literal y literaria, que nuestro autor no se encuentra de momento capaz de enfrentar. Yo, pues, seguiré y tomaré por el camino de en medio, juntando letras y palabras y frases y párrafos de la manera más divertida y acorde con mis aptitudes y habilidades, siempre con la vista puesta en ese inexistente lector del que tanto dependo y al que tanto estimo.
21.4.18
431. Disturbios en Paymogo
15.4.18
430. La túrmix de Brigidita
"Para empezar una novela de quinientas páginas es necesario intentar no llamarse Leopoldo; para terminarla es necesario no sólo no llamarse Leopoldo, sino haber participado en algún concurso radiofónico del tipo 'Merienda con un famoso' o 'Cancionero secreto'. Aunque parezca contradictorio, no es necesario saber escribir, sólo hay que saber empezar y terminar una novela, la confección de la estructura y el desarrollo del argumento o la historia a narrar es algo superfluo".
Esto, que parece una estupidez, lo es, ciertamente, pero sólo en un 85%. Una estupidez al 100% no existe. En cada estupidez siempre subyace, sobrenada o sobrevuela un, aunque sea mínimo, porcentaje de razonamiento lógico, aunque esta lógica se materialice en otro contexto idiomático o en alguna semántica ajena a nuestra cultura vernácula. Cualquier estúpido, por tanto y en consecuencia, no lo es tampoco al cien por cien, estadísticamente lo es sólo al 85%. Y también se deriva de lo anterior otra consecuencia, ésta, de carácter social, muy interesante y digna de análisis: un estúpido lo es, sin duda, pero sólo para el 85% de la población; para el 15% restante no lo es. Se podría deducir, entonces, que este 15% de la población es o sería estúpida en esencia, sin embargo los últimos estudios de campo avalan que esto no es así. En resumen, estos últimos avances en la materia vienen a decir lo siguiente: las estupideces van por un lado y los estúpidos pueden, o no, ir por la misma senda. En los flecos de las campanas de distribución estadística, en los extremos gaussianos, se hallan las excepciones a las reglas, que otorgan el dinamismo a los acontecimientos y prodigios de la Naturaleza, necesarios para el avance de la ciencia y el conocimiento del mundo como hecho fenomenológico. Esto último, también, puede o puede que no, ser en sí mismo una estupidez, pero nos lleva en volandas al siguiente escalón de esta exposición mitad epistemológica, mitad psicodialéctica. Intentaré explicarme: ¿conocemos la estupidez al primer vistazo?, ¿cuántas veces consideramos razonamientos lógicos, que en el fondo y tras un ponderado análisis, son flagrantes y encubiertas estupideces?, ¿cuánta estupideces primarias (evidentes) esconden axiomas lógicos y filosóficos (si no metafísicos) de muy importante calado intelectual?, ¿cuántos estúpidos pasan por ser no-estúpidos y viceversa? Hoy en día es más fácil que nunca en la Historia del hombre (y de la mujer, of course) hacer pasar a un estúpido por un coloso del pensamiento, o a un cerebro privilegiado remodelarlo y convertirlo en un soberano majadero. En esta vergonzosa etapa que vivimos, el culto a la mentira, disfrazada con ese manto de moda al que llaman posverdad, nos están conduciendo a todos de manera inexorable a una nueva idolatría, en la que veneraremos (si es que no lo estamos haciendo ya) y con pleno conocimiento, al embaucador que más se nos parezca. Ya nadie engaña a nadie, los nuevos dictadores mienten y seguirán mintiendo a micrófono abierto con la certeza absoluta de que las masas disfrutan con el engaño; estos líderes ya no serán considerados como adalides de un futuro esperanzador o hacedores de proyectos ecuménicos para el bien común. Serán considerados lo que realmente son: payasos filibusteros, estos sí estúpidos al cien por cien. Porque ya la estupidez no se esconde en esos porcentajes de los que hablábamos, sino que el porcentaje va tendiendo poco a poco a la plenitud, a la totalidad. Son muchas las ideas que se me vienen a la cabeza y me resulta muy difícil concentrarlas, contenerlas y ordenarlas con un mínimo de ilación lógica. Quizá esto se deba, sin duda, a que soy estúpido. Hace unos años, de ser esto cierto, me hubiera apenado e incluso hubiera caído en una profunda depresión al comprobar mi condición de estulticia moderada, pero hoy, al contrario, se me abre un abanico extraordinario de posibilidades y oportunidades para destacar y triunfar entre la alta membresía de esta sociedad que nada, sin saberlo, en el más profundo y oscuro de los nihilismos. Comencé esta homilía laica hablando de unos porcentajes estadísticos sobre la estupidez y el colectivo social de estúpidos. Me acaba de llegar por valija diplomática el último consenso de la Sociedad Europea para la Cuantificación de Estúpidos (SECE) en el que quedan obsoletas las cifras del anterior ejercicio. La estupidez, en término absoluto, y la masa pura per capita de la espitupidez per se, se acercan peligrosamente a la cifra terminal de 100, es decir, que ya cualquier estupidez no conlleva un 15% de material razonable, sino, apenas un 1 o 2%, cifra que se relaciona de una manera directamente proporcional a la concentración de estupidez pura del individuo estúpido y al porcentaje de estúpidos de cualquier sociedad respectivamente. Con estas cifras ya no se puede huir, la huida sólo acontece en la pantalla y en las novelas de aventuras. Los tontos han ganado, les dimos tal cantidad de juguetes (muchos de ellos impropios para su edad mental), les condonamos tantas responsabilidades, les otorgamos tantos derechos, que han llegado a desterrarnos de la casa que apaciblemente compartíamos con ellos, y lo peor de todo es que han contagiado mucho. Hace no tantos años se podían contabilizar uno o dos tontos por familia, actualmente la cifra se ha incrementado de manera exponencial. Además, ya han ocupado el poder, ya nos gobiernan y nos disgregan, ya el ambiente huele a abominación y miedo. Sólo nos queda la huida que no existe o el exilio interior, donde nuestra estupidez innata y existencial conviva en paz y armonía con nuestra inteligencia lógica y emocional, como siempre sucedió en épocas de bonanza espiritual, cuando el hombre se hacía eco de sus logros culturales, filosóficos y artísticos. Perdida la batalla y posiblemente la guerra, la recuperación ni siquiera se contempla. Las catástrofes pequeñas parecen grandes y viceversa, los odios cotidianos se entronizan junto a los odios históricos, la barbarie edulcora con artificio las beatíficas tardes de los asilos, sangre más en la palabra que en la espada, y la mentira que lo envuelve todo entre risas y sarcasmos catódicos y venenosos. Yo ya no sé si me llamo o me llamaré Leopoldo alguna vez, ni si tengo o no capacidad para escribir el comienzo o el final de una novela de quinientas páginas. Lo que todavía sí sé es que mi porcentaje de estupidez es bastante moderado (y que Dios perdone este arrebato de arrogancia, pero también de sinceridad), es más pienso que mi estupidez se diferencia, y mucho, de la estupidez de mis coetáneos.
Recuerdo ahora, no sé por qué, la definición que de sí mismo hizo un amigo de la niñez: "Mira, J., me dijo, yo sé lo que soy, soy un gilipollas dulce".
8.4.18
429. Breves escándalos europeos
7.4.18
428. Latidos (Lati2)
Estimada Clarita:
Los nenúfares ya florecen en la inmunda Charca de los Desconsuelos. Todavía perdura el aroma de la sangre fresca derramada en tu honor y devoran todavía las moscas gordas los entresijos de la matanza y los últimos recuerdos de tu paso por el jardín. Lotos o nenúfares, nunca los distingo, da igual, todos ellos salpicados de tu sangre, de mi sangre, de la sangre de los presenciales e incluso de la sangre de los no presenciales, de todos, Clarita, de todos. Te escribo desde el rigor de esta celda monacal en la que comparto la desesperanza y el llanto con un mandril manflorita y rijoso, que no cesa de mostrarme su culo multicolor en sicalíptica metáfora de diana profanadora y nefanda. Preso desde aquella tarde de amor y muerte, donde nos juramos amor eterno y perdición conjunta y también eterna. Reo me veo por el amor y por la lujuria lacerante que conlleva el beso de la muerte, tu beso, Clarita, que llenó de feroz oprobio y vesania sin fin las células de mi sangre, todas y cada una de ellas. El beso que me diste, el beso que te imploré y que no me negaste. Las flechas fugaces, los despavoridos disparos, el relámpago del látigo, la veloz cuchillada, el mordiente mandoble, el fino sablazo, el estruendo de la pólvora, la lanzada brutal, el escarnio del hacha, la pica fatal, la bomba letal. Todo por un beso, Clarita, por un casto beso de tus labios enrosados en dos pétalos de satén, labios húmedos y ligeros, trémulos y tensos, irisados y dulcificados por tu aliento de virgen primordial. Una Troya desatada por un beso, ¿a qué dios herimos? Aquella tarde de nubes en forma de reostato, con un sol ya declinante con forma de huevo de oca, y un viento suave y aromado de coníferas y helechos, aquella tarde de muerte y sexo tenue reviví en mi memoria los días de trinchera y gas mostaza en Dobro Polje, cuando la metralla atravesaba los cuerpos de mis camaradas y los vapores ominosos los asfixiaban entre jadeos de agonía y barro bituminoso. ¿Quién nos vio juntos en la Charca de los Desconsuelos? La soledad del bosque solapaba nuestra aventura, el enano ciego no pudo ser, el monje estilita es sordomudo, y la Bruja Montaraz murió a las pocas horas de escrófula súbita, y nadie más, por tanto, Clarita, pudo percibir nuestra presencia. Y de pronto, no dejo de pensarlo, tras el efímero beso, aparecen los soldados lansquenettes, los pintorescos bandoleros, la tribu maorí, los indios mohicanos, los partisanos, los requetés, la guardia mora,... Nos hirieron las postas de los cazadores de recompensa, tu mejilla reventó a la vez que mi globo ocular izquierdo como dos capullos de sangre florecidos de improviso. Caímos en la Charca de los Desconsuelos y desde allí contemplamos entumecidos de dolor y miedo la carnicería que delante de nosotros tenía lugar. Tan solo sabíamos que toda aquella barahúnda belicosa se debía a algo que nosotros, Clarita, tú o yo, habíamos hecho. El contacto de nuestros labios hizo trizas el mundo a nuestro alrededor; a ti te arrastraron unos espantosos gurkhas y te arrancaron de mis brazos con la cara aniquilada y a mí, medio ciego, me condujeron a rastras unos siniestros legionarios y me encerraron en este sofocante recinto de piedra de aspecto conventual que comparto con este asqueroso e inquietante mandril. Esta carta, que nunca te podré enviar, bella Clara, la escribo con mi propia linfa que la cuenca de mi ojo inexistente segrega sin parar, cuenca infesta de gusanitos que pronto gangrenará mi cara; pues con esa linfa, te decía, escribo sobre tiras de mi propia piel que se desprende poco a poco, con facilidad y cada vez más, de mi cuerpo sediento y deshidratado. Sólo dan de comer y beber al mandril. Ya no intenta seducirme, ve que la vida se me escapa con la rapidez del que se halla muy enfermo y sin sustento, apenas me muestra su culo de arco iris, hasta, a veces, siento que me mira con cierta conmiseración. No sé el tiempo que llevo aquí, quizás un mes, pero tengo que contárselo a alguien, aunque sea de esta manera tan al límite, utilizando mi propio cuerpo como recado de escribir. Tengo que contarlo, porque creo que pronto voy a morir, o, tal vez, no tan pronto. Hoy ha amanecido con una lluvia lechosa, helada y con vocación de eterna. El escalofrío enerva mis miembros en un calambre continuo y extenuante. El mandril me observa, se acerca, extiende su mano lentamente, roza mi frente, con su dedo índice toca la cuenca infectada, regresa a su rincón y con una boñiga seca de sus propios excrementos, amasada con la paja húmeda que le sirve de lecho y con la saliva espesa que escupe sobre la bola, se acerca de nuevo a mí, y con delicadeza inusitada, deposita la bola sobre la cuenca enferma y se apresta raudo en su rincón a observar, como un niño, los efectos causados por su travesura. No podría moverme aunque quisiera, la fiebre entorpece ya el más leve de mis movimientos y me abismo en un sueño lóbrego y profundo, muy cercano al fin de las cosas, muy cercano a la muerte. Cuando despierto, la lluvia persiste, pero la fiebre mortal me ha abandonado. Siento que la bola excrementicia sigue posada en mi rostro y veo cerca, muy cerca la cara del mandril, noto su aliento caliente y su olor extraño. Me acerca a la boca un cuenco mugriento con agua, que bebo con ansia animal, y después, un mohoso mendrugo que mastico fogoso y feliz como si degustara el más suculento de los manjares. Lo que fue mi ojo sigue supurando un líquido blanco, pero cada vez en menor cantidad y consistencia, creo que lo suficiente para acabar esta carta escrita sobre mi piel, que también, lentamente, va adquiriendo y normalizando su natural textura cotidiana. El mandril comparte su alimento conmigo, me ha salvado la vida y ha puesto un punto de emoción y esperanza en esta condena atroz y sin sentido en la que me hallo o, más bien, en la que nos hallamos los tres, tú, yo y el mandril. ¿Qué hicimos para merecer este castigo, Clarita amada? ¿Qué hecho delictivo cometió la pobre bestia que me acompaña en el suplicio? ¿Por qué nadie me dice dónde estás, cómo ha evolucionado tu herida tremebunda, qué reglamento o qué ley violentamos, qué cosa mala ha cometido el mono de culo colorido, qué hacían huestes de todos los ejércitos pasados y presentes combatiendo entre ellos, y todos ellos contra nosotros, con máximo denuedo junto a la Charca de los Desconsuelos, quién y por qué nos quiere tan mal? Sea como fuere, Clarita mía, la vida es corta, muy corta, y en esta celda angosta y fría la esperanza de una vida feliz y plena se va desvaneciendo, dando paso a una sensación de abandono de la propia conciencia y a vislumbrar o adivinar en lontananza el advenimiento de la locura, la sinrazón sólida y presente de un cambio en los conceptos, en las creencias, en los principios... y, sí, Clarita, también en los sentimientos. El nuevo candor, la nueva luz en la mirada del mandril, la turbadora paz que emana, su espera inocente, su maternal consideración, sus suspirosas duermevelas me están conquistando el corazón. Creo, Clarita, y perdóname, que lo amo, mucho más de lo que te amé a ti nunca, qué le vamos a hacer, por no hablar de su culo, claro.
Así que chao, Clarita, es que se me acaba la linfa.
1.4.18
427. Tutoriales indios
Soy el escriba sentado de Tebas, un tebano que escribe sentado, una figura sedente que escribe, un escribiente sentado de la ciudad de Tebas. No es poca cosa para los tiempos que corren, aunque las cosas nunca son pocas, en cualquier ámbito y circunstancias las cosas son innumerables, algunas de las cuales son nombrables y otras no; aunque creamos que todas las cosas tienen nombre, no conocemos a penas el nombre real de algunas de ellas, pero tampoco es importante lo que se conozca o se deje de conocer, lo que realmente importa es respirar varias veces al día, para perpetuar el concepto de vida, naturaleza, eternidad, todas ellas palabras que no significan gran cosa, sólo que jamás las comprenderemos, ni falta que nos hace, para continuar con nuestras guerras, con nuestros amores y con nuestras obsesiones cotidianas, eso es. Escribo sentado lo que me dicta el Faraón, o lo que me dicta el Sumo Sacerdote. No sé ni entiendo lo que escribo, ni ellos tampoco lo que dictan, porque nada importa, salvo el hecho de escribir; ahí, en este punto, sí estoy de acuerdo con la vida. Sin escritura no sólo no habría Historia, sino que no habría historias ni mentiras que las soporten o subviertan. La verdad, como el sexo, son conceptos muy sobrevalorados, la mayoría de nosotros vivimos sin ambas cosas y el mundo sigue girando alrededor del sol, según dirá Copérnico en algún momento, y girará hasta su destrucción final, que espero sea pronta, más que nada para presenciar en vivo el espectáculo final, la traca postrera de la existencia del hombre en la Tierra. Soy escriba y soy negro, al menos eso creo, tebano soy porque así me lo dijeron mis amos, y escriba soy porque a esa labor dedico mis días. Dedicamos mayoritariamente los días de nuestra vida a una sola actividad. Yo sólo escribo, mientras que otros miles sólo construyen pirámides, o sólo esperan la crecida del Nilo, o exploran durante toda su vida la localización del nacimiento del mismo. Mi padre fue lechero toda su vida, al igual que madre fue adivina, jamás cambiaron de oficio. Hay cazadores de cocodrilos que pierden la vida entre las fauces de los cocodrilos, que fueron el origen y motivo de sus esperanzas y su medio de supervivencia, pero nacieron para cazarlos de la misma manera que estos grandes reptiles predadores nacieron para comérselos a ellos. Egipto es un país difícil, más por su extraña gente y su religión que por su paisaje y clima. La cercanía del gran desierto nos inspira, pero también nos aspira el alma. Nos sucumben los misterios, los monstruosos enigmas, esa afición mortífera al más allá, que nos hace vivir en un más acá de magia demasiado barroca; cansados de tanto arcano para, al fin, seguir viviendo en pocilgas pestilentes y cuevas de terracota ardiente. La clase dirigente ni siquiera goza, sufren como leprosos, toda su vida diseñando sus exequias fastuosas entre rituales de nigromancia diabólica y liturgias esotéricas. Nada que ver, aunque andemos cerca, del espíritu y paisanaje mediterráneos, de esa cultura solar, diáfana y grácil, que dirime las filosofías y las creencias del hombre de manera más natural y risueña, al menos eso me parece desde aquí, sentado bajo esta asquerosa palmera apulgarada y agusanada, de palmas melancólicas y dátiles verrucosos, y que da una sombra pobre y tristísima, y tras la que atisbo la incoherente erección de un obelisco gigantesco, que conduce directamente a un cielo sin nubes desde hace siglos. Por la corteza de la palmera en la que apoyo mi recta espalda veo descender un enorme gusano, aproximadamente del tamaño de un falo de burro en estado de semi-flaccidez, es de color negro y lleva adosada dos protuberancias en su parte cefálica que sujetan una pluma de ave y un papiro respectivamente. Es una alucinación o un sueño, lo sé, pero no con certeza, en Tebas nada es cierto con certeza, sólo el calor y el nauseabundo olor del río, pero el gusano sigue descendiendo y los pelitos que lo cubren ya rozan mi tonsurado occipital. Si pudiera moverme lo haría con presteza, pero estoy conformado y esculpido en piedra caliza y, por tanto, mis movimientos son mínimos, apenas perceptibles para el ojo humano, muy insuficientes para ahuyentar a un gusano grande y negro con aspecto de falo de burro en estado de semi-flaccidez, que viene a venderme material de escritura para mi oficina, sabiendo como sabe, que estoy en mi hora de descanso.
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