Los nombres intercambiables de las flores, de la mayoría de los animales y de los astros. París bien valía haberse llamado Persépolis. Los nombres de los santos. El nombre de los vientos, sus dioses y los templos que los acogen. Nunca el rosario en las manos de mi madre, siempre los granos de luz en el cendal de la bruja joven y seductora. Los nombres, siempre ellos. La madeja (
pétalo de Samoa) se devana entre vergas de bambú ("
bambú" sí es "bambú", como "
sangre" también lo es). Dios nombra como abomina. Somos y tenemos que ser algo, porque alguien escondido en la vorágine de lodo así lo dispuso. Pero el árbol es el
horizonte y la niebla acude con presteza a otros nombres no por conocidos menos verdaderos (
cadalso,
pez, luna...). Gramáticos no faltan en este vergel de letras, si acaso sobran a millares. Nos faltan dioses con gramáticas verdaderas que sólo crean en el sustantivo, que no quieran ser verbo y que desprecien los adjetivos en general y "
turbulento" en particular. Iletrados que somos y seremos, pero que acaso no fuimos. El nombre de nuestros pueblos, el nombre de nuestras metas (palabra del diablo, mejor "
desfile"). En el infierno, todo bien denominado, dispuesto con corrección, sólo se observa lo nombrable. Súcubos e íncubos, perfectos en su esencia y discretísimos sabedores de todo.