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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



7.11.19

451. Túnez


          Todo el mundo se sintió conmovido por el robo del cuadro. Yo no me sentí conmovido, porque a mí no me conmueve nada relacionado con las bellas artes. Conceptos como arte, cultura, creación, me hacen sospechar que detrás ha de haber siempre un comisario con tremendas ganas de enfundarse un uniforme y sugerirme con firmeza con qué cosas mi emoción ha de ponerse en marcha y con qué otras ha de detenerse. Se detenta el poder con el látigo o con el beso. Se domina con un bitcoin o con un capelo cardenalicio, con una quijada de burro o con un trazo de pincel en el sitio adecuado. Gentes que jamás habían visto el cuadro, que ni sabían con exactitud dónde se ubicaba el museo que lo exhibía, aun estando en la misma ciudad en la que residían, se sintieron de pronto apesadumbrados por el latrocinio infame infligido a "su museo", a "su ciudad", todos ellos, de improviso, depositarios de un presunto amor común por la pintura en general y por la robada en particular. El espectáculo, para mí irrisorio, se iba extendiendo como sábana de estulticia por todas las capas de la sociedad. Ya todo el mundo sabía el nombre de la pintura, el nombre de su autor, el estilo pictórico al que se podía adscribir, y hasta sus medidas exactas. La policía, transcurrido un mes desde la infausta noche de la perpetración del delito, no sabía ni por dónde empezar sus pesquisas. Tras treinta días el cuadro estaría ya en manos del obseso coleccionista y puesto a mejor recaudo, sin duda, del que tenía en el museo. Yo seguía disfrutando como un chino rico con la representación frenética de mis conciudadanos exponiendo en foros culturales y tertulias improvisadas sus cuitas y desazones estéticas por la irreparable pérdida de tan insigne obra.
          Me hallaba visitando la sala expoliada un sábado por la mañana, con un inusitado número de personas deambulando con paso cateto por los diferentes ámbitos de las galerías y salones del museo, cuando me encontré enfrentado al vacío que dejó el cuadro desaparecido. El espacio, de 1,5 metros de alto por 2 metros de ancho, testificaba una nada proclive a la sugerencia, a un pequeño éxtasis meditativo. Dos moscas a mi alrededor improvisaban la eternidad de sus incomprensibles movimientos desconocedoras de mi suprema habilidad, casi innata, para cazarlas al vuelo. Primero una y luego la otra acabaron en la palma de mi mano izquierda. Con la yema del pulgar de mi mano derecha aplasté primero una y después la otra en el ángulo superior izquierdo del blanco rectángulo desnudo. Me alejé unos metros y volví a acercarme. Con mi pluma Montblanc Meisterstük firmé con seudónimo en el ángulo inferior derecho. Me alejé unos metros y me fui.
          Han transcurrido diez años desde que ocurrieron los hechos narrados. Los acontecimientos posteriores son ya de todo el mundo conocidos.

20.10.19

450. Bromas aparte



          El otoño, estación de naturaleza crepuscular, se atomiza en alfileres por el aire de la mañana. La ciudad en la que vivo es incrédula con el otoño, fanática del estío, entusiasta de la primavera y humilde con el invierno, pero del otoño ni confía ni se siente partícipe, lo mira condescendiente como a un invitado inevitable e inoportuno.
          El otoño, como cualquiera de las estaciones, me importa un carajo. Siento la brusquedad de mis palabras, pero casi todo lo que ocurre en el cosmos me importa un carajo. La astronomía, las leyes físicas que intentan discernir el orden general que rige el movimiento de los cuerpos celestes, el clima y sus muchos avatares, los planetas y sus aburridas circunstancias siderales, toda esta pamema logística de lo inabarcable me la pela de manera absoluta. Nada de ello, incluidos los agujeros negros, la antimateria, la teoría de cuerdas me ayuda a que Lolita (si, coño, Lolita, la hija de La Faraona) se enamore de mí. A ella no solamente le importa otro carajo todo esto del cosmos—cosa que nos podría unir—sino que además le importo otro carajo yo, lo que redunda en mi estado de tristeza habitual. Cada día la quiero más (yobí yobí, yobí yobá), sea otoño o primavera. Pero ella a mí no.
          Resumiendo: estamos a finales de octubre, me suda la astronomía y estoy enamorado de Lolita Flores. Y como no tengo nada mejor que hacer, ayer me chupé íntegro un tutorial en el que un joven sudamericano—los protagonistas de los tutoriales siempre son sudamericanos sea la materia que sea de la que traten—me explicó pormenorizadamente qué cosa es la homotecia. Pero el conocimiento de la ecuación que demuestra la relación existente entre los objetos matemáticos homotéticos me dejó igual de triste, si no más que antes. Ya de noche, en otro golpe astral, me dio por escuchar la discografía completa de un grupo alemán llamado  Einstürzende Neubauten. La tristeza, mi tristeza, alcanzó el rellano de la escalera. Me he levantado de color gris, con la boca pastosa, llevo un pijama desconocido con motivos de propaganda LGBTI, desayuno por inercia cereales de antaño y fruta de temporada. Pongo un microsurco antiguo de Lolita, de 1975 (“Amor, amor”). Transcribo la letra para deleite de mis lectores/lectoras:

          Amor, amor, amor, amor, amor
Quisiera detener
Ahora el tiempo
Por estarme contigo
Siempre sintiendo
Como yo siento ahora
Nunca he sentido
Me haces soñar despierta
Me siento niña
Amor, amor, amor, amor, amor
Cuando miro a tus ojos
Azul del cielo
Es blanca tu sonrisa
Trigo es tu pelo
Yo veo amanecer
En tu semblante
No quiero separarme
De ti un instante
Amor, amor, amor, amor, amor
Estoy enloqueciendo
Hoy quiero eso
Vivir de tus caricias
Y con tus besos
Porque estando contigo
Es todo tan hermoso
Que me siento feliz
Con verte a ti dichoso
Amor, amor, amor, amor, amor
Amor, amor, amor, amor, amor
Amor.

15.10.19

449. La anomalía


          Los soldados vivaquean a las orillas del Volga. Una nube, un cirro en forma de langosta, se aproxima por el Este. El sol, de un amarillo terroso, gobierna el mediodía, y el viento de levante hace latir la copa de los tilos y los dispersos alerces. El río es un espejo curvo que se retuerce entre campos devastados y bosques casi extintos.Todo es olor a pólvora, todo es humo. El aroma pestilente de la guerra enajena todo aquello que de vida natural ha reinado entre los hombres. Los pájaros huyen y las orugas, atónitas, se aquietan entre los terrones diseminados de la tierra reventada.
          El cabo H., que morirá dentro de cuatro horas, descansa en este intervalo que ofrece la batalla. Piensa, medita y llora lágrimas espesas, turbias, lágrimas de miedo y desesperanza. Todos sus compañeros de pelotón han muerto, sólo queda él. Dentro de unos minutos, el mando ordenará el avance, cruzarán un puente de hierro e intentarán hacerse con la colina. Dentro de cuatro horas yacerá en la hierba con la cara destrozada. El cabo H. tiene diecinueve años, no sabe rezar, apenas sabe leer, su padre murió en otra guerra y su madre sabe que su hijo no volverá. El cabo H. no comprende la vida, y no comprende la muerte, con su edad es difícil comprender algo. Sabe, en su parca experiencia, las cosas que le han provocado alegría, esperanza, gozo, emoción, y las otras que le provocaron inquietud, miedo, angustia y dolor. Quizá sea éste el único conocimiento verdadero que necesitamos para vivir. El cabo H. siente una punzada en el esternón, es una opresión lóbrega, como si un gran insecto alado despertara en su pecho y se desperezara antes de echar a volar. Un amargor supurante anega la garganta del joven soldado, que baraja negaciones a todo cuanto ve a su alrededor en un anhelo de desaparecer de aquel inhóspito y mortecino paisaje. Su mirada se oscurece o es el cielo el que se apaga en un florilegio de ocaso y humo.
          Ya la orden de avanzada moviliza los cuerpos derrotados. Un orden somero de hombres armados enfrenta el puente con la justa marcialidad de reptiles ciegos abocados a la hoguera.

8.10.19

448. La pelliza de Montiel


          La tijeras.

Las tijeras brillan semi-abiertas sobre el tapete azul.

          La jarra de agua.

La jarra de agua, cubierta con una tenue servilleta de hilo, al lado de las tijeras, deforma, desde mi posición, quebrándolas, la longitud y horizontalidad de las partes niqueladas. El líquido deforma la geometría del cortante objeto en una metálica dismetría de óptica quebrada y turbia refracción. La alquimia de la imagen rota, el sustrato mágico del filtro acuoso que suscita la metáfora de cuantas cosas vemos en el mundo real y que nos engañan y sugieren otras realidades en los mundos que no vemos.

          La garganta de Brenda.

La garganta de Brenda, pienso en su cercana garganta, las tijeras semi-abiertas me obligan a fantasear con su cuello inmóvil, durmiente, ligeramente inclinado, la cabeza apoyada en un ángulo del sillón. Un ligero latido subyace en la piel, cerca de esa zona donde confluyen y anudan venas y arterias suavemente fluctuantes, serenas, de un dinamismo tenue y maquinal. Sería tan fácil hundir allí las tijeras y admirar cómo el bronco géiser tiñe de rojo las cortinas, la alfombra y el viejo quinqué de la mesita. Brenda transitaría de la vida a la muerte entre mínimos estertores, dos ligeras convulsiones a lo sumo, y se hundiría en la oscuridad plena sin saber siquiera lo que estaba ocurriendo.

          El instante.

El instante, porque sólo ha sido éso, un instante, ha revertido toda la pasión, toda la poesía y el ardor romántico de la escena casi gótica del asesinato que iba a tener lugar. Mi mano ya asía con fuerza las tijeras cuando Brenda desliza su brazo y con la palma de su mano desplaza ligeramente una de sus nalgas y expele una ventosidad tronante, mefítica al instante, de duración desoladora. En mi carrera hacia la puerta se me caen las tijeras y tropiezo con la tuba dorada del abuelo Elmintio. El corazón se sosiega poco a poco en el rincón de las agalias del jardín, recupero el hálito pulmonar adecuado y relajo el espíritu encendiendo una Abdullah emboquillado. Pero, de todas formas, el llanto está ahí y las lágrimas ya brotan insurrectas de mis ojos y anegan mi incipiente barba de asesino fracasado. Oigo la cantarina voz de Brenda que me llama desde la puerta y me reclama para que la acompañe a merendar los mojicones con cacao que ha preparado. Espero que se haya lavado las manos.

30.3.19

447. Las bañistas de Fragonard


          En la era posibilista de Drummond, bueno cerca de la era, vivía Simmons en una pequeña choza simbolista. Se llevaban a matar, claro está. Mientras éste leía sobrecogido el exabrupto teológico de Bloy, aquél dormitaba entendiendo (poco) entre líneas a Comte. Cerca de los ciruelos frondosísimos de la huerta de la finca de la condesa de Sals-Nëu había un estrafalario constructo paralelo a la abadía de los Frailes Túrbidos de Saint Antoine. Un constructo es una entidad hipotética de difícil definición, pero dentro de una teoría que la engloba y la nutre. Por tanto, allí, en esa precisa localización no pintaba nada. Las meras entelequias que, ésas sí, se veían por aquí y por allá en la comarca, cumplían su función banalizadora y astringente en la mente labriega y en la mente hidalga, más nunca, en subiendo el social escalafón, dirimían cuestiones de más amplio y alto rango conceptual. Los pobladores todos así lo sabían y entendían. Todos menos dos: Drummond y Simmons. El dueño de la era era hábil, pero perezoso; el ocupante de la choza era inhábil, pero muy activo. La zona más filosófica de la Bretaña es sin duda la de Morbihan, allí, según las cifras que nos ofreció el martes pasado monssieur Lecrèrc, del Departamento Bretón de Estadísticas, hay en dicha región un filósofo cada kilómetro cuadrado, es decir hay censados 6.823 filósofos en la zona bretona de Morbihan. Por escuelas, éstos se dividen de la siguiente guisa: Pitagóricos (11), Epicúreos (16), Estoicos (9), Cínicos (18), Platónicos (109), Neoplatónicos (123), Sofistas (3), Escolásticos (711), Nominalistas (87), Humanistas (609), Racionalistas (444), Empirista (199), Positivista (1109), Neopositivistas (71), Existencialistas (280), Marxistas (3.024), Estructuralistas (34), Neokantianos (50), Humanistas Cristianos (399), Deconstructivistas (106), Filósofos de la Liberación (281). No obstante, puédese pensar, y de hecho así muchos lo piensan, que existen filósofos feraces, cimarrones, salvajes, anárquicos en sus quehaceres de pensamiento y doctos en la usurpación de su propia imagen, ya sea ocultándola o disimulándola bajo variopintos ropajes o bizarros disfraces. Este pensamiento filosófico bretón oculto disemina el polen de las ideas en ámbitos siempre oscuros, zonas alejadas de los humanos conglomerados metropolitanos conocidos y consabidos, haciéndolo entonces en excusados tabernarios, vestuarios de gimnasios proletarios de boxing, cuadras de desmontes, patios de conventos escombrados o jaulas extintas de extintos zoológicos. No por ello estos pensamientos distan de la excelencia canónica, incluso alguno albergaría la gloria si desarrollara su tesis en foro adecuado, pero la vida del filósofo boscoso o del tendente a las sombras de las ruinas de palacio es enemiga de la lógica del aire y de la concatenación de hechos de esta vida real a la que tanto aborrecen y que tanto los aborrece a ellos. Así pues, nos quedamos con los filósofos censados y a los otros que les den dos francos antiguos y emigren a los cantones suizos, donde podrán lamer las efigies escultóricas en mármol, bronce, piedra granítica o alabastro de Lavater, Prévost, Rousseau, Piaget o Vanier, todos ellos muy filósofos, muy suizos y muy poco dados a perderse en los bosques de Bretaña. Drummond y Simmons se desvanecían en su era, en su choza, como entes silogísticos entre las pléyades del mar del Norte en espera de una aurora boreal que diera cierta inmanencia a su rancia disputa, deseando la elisión de algunas líneas erróneas del pensamiento del otro, aun sabiendo que ello era pura desazón del espíritu. Ni Drummond ni Simmons habían estado nunca en el Mont Saint-Michel, aunque siempre soñaron con en el suicidio del otro en su adyacente bahía. 

17.3.19

446. Mis seres queridos


          “En este espacio sin medida y sin color, sin tiempo ni dimensiones apreciables, en este mundo sin ideas ni sonidos, sin aromas ni sensaciones, en este mundo sin emoción ni instinto, sin angustia ni agonía, sin presagios ni recuerdos, sin alegría ni miedo, sin esperanza ni amor, en este mudo sin principio ni fin ni Dios, en esta nada de eternidad inconcreta vivo escueto y sonrojado en la inacción absoluta de un pensamiento tan efímero como inútil. El arañazo universal se desvanece en una falsa ilusión sin origen y sin futuro, porque el pasado nacido de una perplejidad ahonda y ahonda en un sumidero imaginado y tan real como la mayor de las mentiras. De oscuridad incierta como la luz de las palabras surge una apreciada e inapreciable negación que la infravida y el inframundo amarillean en una especie de ceguera inconsútil, desvanecida en inciertos paisajes nunca vividos ni recordados, pero sí aludidos en otros mundos de dimensiones desconocidas u olvidadas. En este etéreo ámbito, sin yo ejercer el poder no conferido, las huestes horrísonas e irisadas de los mitos venideros, cuya sede necesaria suele estar en sitios innominados, asolan a los inmundos entes, que como yo, coexisten de modo infra-atómico en una nonada delicuescente y sin esperanza a la que poder asimilarse”.

          Estadísticas:

Páginas  1

Palabras  213

Caracteres sin espacio  1077

Caracteres con espacios  1300

Párrafos  1

Líneas  14

Fuente  Calibri (Cuerpo)

Estilo  Filosófico-científico. Ciertamente metafísico. Directo aunque especulativo. Didactismo dudoso.

Calificación editorial  3,5

Calificación popular  0,5

Calificación del autor  0


7.3.19

445. No era Indalecio Prieto


       
          He perdido el sentido de humor. No sé dónde lo he puesto. Tampoco sé en qué momento lo he empezado a echar de menos. Por cierto que a su vez, también he perdido mi talento literario o aquello a lo que yo denominaba de tal modo, quizás en un imperdonable acceso de vanidad. Existe la posibilidad de que los haya perdido ambos en el mismo lugar y el mismo instante, podría ser. Lo cierto es que son dos pérdidas importantes para mí. No tengo muchos sitios ni muchos instantes en los que buscar, y ninguno de los dos, ni el talento ni el humor, tienen una forma reconocible para dar con ellos de un simple vistazo. Me comunica mi director gerente que ambas cosas se van diluyendo con el paso de los años, pero tengo por costumbre poner en duda lo expresado por hombres zambos, y por entre las piernas de mi director gerente pasaría sin roce alguno la gorda Graciana, la de recursos humanos. La vejez vislumbrada no ha de conllevar forzosamente la merma del humor y del talento, es más, los más acrisolados intelectuales de esta sociedad que habito, aparte de ser unos vejestorios de mierda, permanecen anclados en su sempiterno y fino humor así como en el más sólido y bruñido de los talentos. La decadencia en mi caso ni tan siquiera la considero, tan solo ocurre que me he convertido en un ser ciertamente perdulario. No es sólo el talento y el humor, ejemplo de entidades inmateriales y abstractas, es que también he perdido en los últimos cinco meses cinco objetos materiales de un valor mayor o menor, pero importantes per se para la obtención de una mínima felicidad en el planeta, quiero decir para la obtención de una mínima felicidad de mi persona en este planeta Tierra en el que nos encontramos y no en otro, en el que, obviamente no nos encontramos ni nos encontraremos. Entiendo que esto a ustedes les interesa muy poco, apenas nada, les importa una higa, pero así y todo voy a hacer la relación pormenorizada de estos objetos para mí tan esenciales, voy allá:

01. Un relicario de plata repujada con una cadenita igualmente de plata, que guarda en su interior once pelos de mi primera novia, que se llamaba (ya murió) Nicasia P.: un pelo de su rubio cabellito, una cejita, una pestañita y los otros ocho, de su enorme pubis.

02. Un sello de Franco de una peseta de 1945. Picasso con un lápiz Alpino® colorado le pintó cuernos (sólo uno, porque el Caudillo está representado de perfil) y lo firmó. La escena ocurría en el Café Procope de París. Mi abuelo estaba en la mesa de al lado. Vio como el pintor le daba el sello a la linda camarera, que resultó ser de Astorga, y que al punto guardó en su almidonado delantal la estampilla con nerviosa sonrisilla y arrebol en sus mejillas, pero su poca diligencia y nerviosismo hizo que el regalo postal de Picasso se cayera del bolsillo del delantal sin que la astorgana o el pintor se dieran cuenta del hecho. Mi abuelo, disimuladamente lo cubrió y lo arrastró con su pie y con el mismo disimulo lo recogió. El sellito en cuestión sirvió para dos cosas: tener un Picasso en casa y que mi abuelo se casara en segundas nupcias con la camarerita de Astorga, mi abuelastra, Wendy P.

03. Una lata de atún blanco marca "Lola" de 125 gramos del año 1982. Fue lo primero que compre con mi primer sueldo en la ferretería de mi tío Silas P. allá en Fuencilla de Torquemada, provincia de Guadalajara. Al poco, tío Silas murió de sífilis terciana. Yo usaba la lata de pisapapeles en mi despacho.

04. Un ojo de vidrio de la muñeca "Polly Doll", que perteneció a mi prima, Visitación P., muñeca a la que enucleé uno de sus ojos con una navaja Vitorinox® que me regaló mi padre por mi decimotercer cumpleaños. La Visi, lo que es la vida, perdió un ojo de mayor durante una clase de costura, al enredársele un acerico entre sus bonitos y sedosos bucles rubios.

05. Un llavero con el escudo de la Cultural Leonesa, mi equipo de fútbol favorito. El llavero portaba enganchada una sola llave, que abría un artilugio de complicada mecánica y que no interesa a nadie saber más de este asunto.

23.2.19

444. Desdichas y mortandades


          Los días están pasando como siempre, desde que fui consciente de que existe un fin (frase aburrida grado —fag— 6). Hasta entonces no existía el tiempo o no importaba que existiera (fag 7). Nadie recuerda el momento, el día en que por vez primera fuimos conocedores de que todo tenía su fin, también cada uno de nosotros, todos moriríamos algún día (fag 8). Sé que desde ese día infausto, comencé a comprender la conducta de los hombres y la de los animales (fag 6). Vivir con la carga de la muerte no es vivir, es el mayor error/horror de la Naturaleza, es algo esencialmente antinatural, una anomalía de proporciones monstruosas (fag 3). Toda conducta amoral del hombre queda supeditada a esa conciencia de su final (fag 4). Vivimos en el corredor de la muerte y en ese estado físico y mental se nos quiere imponer una ingente batería de normas de actuación, de reglas, de leyes y de conductas que incidan todas ellas en el puro teatro de la conformidad con la vida y en la obligatoriedad de la búsqueda de la felicidad (fag 4). Llorar por las esquinas de la desesperación, gritar a los abismos de dolor y a los pozos de incertidumbre no está bien visto en esta sociedad cosmética, que ha de maquillarnos a todos con los afeites de la alegría impostada y la conformada sonrisa de la aceptación, incluso exigiéndonos el agradecimiento en la mirada (fag 4). Ayer oí que nadie pide nacer, que además no sabemos vivir y que por último, no queremos morir (fag 5). Nada más cierto, pero también nada más trágico y grotesco (fag 8).
          Estorninos haylos que no necesariamente, más por consiguiente y por tanto, es capaz alguno de ellos de existirse no siempre de manera innecesaria (frase divertida grado —fdg— 8). Si estornino fuera o fuere palíndromo érase o seríase estorninoninrotse; de no ser así, ni palimpsesto alcanzara su ser (fdg 9). De nuevo los monjes y las monigotas de medievales haldas ensortijando embudos confeccionados con estornináceos picos, sin admonición previa de profeta alguno (fdg 7). A la estornina de Murcia no la enjalbega ni la repantiga sino los provisionales alféreces de podrido ros y agrietada polaina (fdg 6,5). Damajuanas de tinto con casera y porrones de jugo de arlequín en las fiestas de matanza de estorninos dulces innecesarios, porque estorninos haylos para la matanza necesaria y para la otra, la consiguiente en horas precisas (fdg 7). Graznan ellos en torno a y alrededor de sin otra ausencia que la de y la veneciana concepción de su (fdg 10). El estor de Nina es muperoquemú, el dromedario de Palín es teladé y el armazón de embudos es deloquenó (fdg 9). Sinaloa o sin aloe es o son de veras cosas sin hache, sí lo son Sinachoa o la achoa verdadera veracruzana, testimoniales éstas, como conceptuales las otras si acaso, o no (fdg 8,5).

19.2.19

443. Latinajos y tinajas


          Luis José Gili Poyatos sufrió mucho durante su niñez y su adolescencia, sufrimiento inherente al hecho de arrastrar, como vergonzoso fardo, el peso de semejantes apellidos. Pero una vez que se hizo multimillonario, ya todo le dio igual, incluso se cambió, acortándolo, el segundo apellido, dejándolo en Poyas, y cambiando igualmente su nombre, que dejó de ser Luis José, para llamarse, a partir de entonces, Soyún, nombre árabe muy corriente en el sur del Yemen. Sus tarjetas de visita, por tanto, lucían orgullosas en huecograbado su nuevo nombre: Soyún Gili Poyas. Desde ese momento disfrutó y disfruta una enormidad al presentarse en lugares en los que su inmensa fortuna le otorga tal halo de prestigio y honorabilidad que hace imposible para todos los presentes la menor de las muecas de burla o el más leve comentario jocoso, so pena de caer en desgracia para siempre ante el presidente del holding y acabar la sesión con un fulminante despido.
          Mi nombre es Mario Marí Kohn y también sufrí lo mío en el colegio, en el instituto y en la Universidad, bueno, en todos lados, porque no me hice millonario como Luis José (Soyún), y a los que me presento en el lugar que sea se les afloja el muelle de la risa, e incluso algunas señoras mayores ha habido que se han orinado al oír cómo me llamo. Conocí a Soyún (Luis José) en un concierto de oboe, al que acudimos los dos equivocados, pues la sala a la que pretendíamos ir era la que ofrecía esa tarde un concierto de pífano a dos manos, instrumento éste al que los dos éramos y somos muy aficionados. Tras el equivocado concierto de oboe, Soyún me invitó a un expreso en la cafetería del conservatorio y luego a un cóctel (un Balalaika) en Casa Lupe, afamado prostíbulo metropolitano, al que sólo había oído hablar de oídas, bueno, al que sólo oía de habladurías que había oído, bueno, quiero decir que oía, de oídas, habladurías que sabía que oía, pero que eran habladurías. Yo no me explico bien, nunca me he explicado bien. Lo voy a intentar de nuevo, es que estoy nervioso, no sé por qué. 1º) Nunca he ido de putas. 2º) Mi nuevo amigo, sí, porque todos los camareros en Casa Lupe le decían don Soyún, y las pupilas se le acercaban con sus bonitos abanicos y le daban discretos y coquetos golpecitos en la entrepierna. 3º) Yo había oído tres veces que existía un lugar así (una vez dos soldados hablaron de ello en un tranvía estando yo presente a pocos centímetros, otra vez dos señoras hablaros de ello en otro tranvía estando también yo presente a pocos centímetros, y una tercera vez dos seminaristas hablaron de ello en un submarino estando yo igualmente presente a pocos centímetros). Por tanto, ahora sí lo voy a decir bien: sólo conocía Casa Lupe de oídas. Fueron cuatro las balalaikas que ingerimos. Al ser éste un combinado agitado que lleva 75 mililitros de vodka, 45 de licor de naranja y 35 de zumo de limón, además de una guinda verde, trasegué en poco tiempo 300 mililitros de vodka y 180 de Cointreau (el limón y las guindas sólo sirvieron para dar una tonalidad verde-amarillenta al copioso vómito posterior). Una borrachera, pues, importante la que cogimos el Suyún y yo. Además, por primera vez en mi vida, accedí carnalmente a un numeroso ramillete de jóvenes y bellas meretrices, que me hicieron pasar una tarde memorable, sino fuera porque no me acuerdo de nada, es decir, así tuvo que ser, porque Soyún me lo contó la semana siguiente, así que sólo sé de oídas lo que pasó en Casa Lupe (y no empecemos de nuevo). Estuve dos días de resaca y cinco metido en un submarino antes de volver a ver a Soyún, porque mi empresa se dedica a la comercialización y venta directa de embarcaciones submarinas para órdenes religiosas. La semana no se dio mal y fueron tres las unidades vendidas: un submarino nuclear para los Hermanos Dominicos de Portonovo, un modelo básico (sin duelas ni sotalugo) para los Monjes Urticariantes de Cartagena, y uno equipado con armamento químico y batiscafo para las Hermanas Consolidadas de Panticosa. El sábado, muy temprano, me llamó Soyún, que sólo sabía de mí que me llamaba Mario, que gustaba de oír el pífano y que sólo había ido de putas una vez en la vida, hacía una semana precisamente. Cuando le vi llegar por la avenida de Los Templarios —habíamos quedado en la terraza del Café Saigón— me levanté para saludarle y nada más sentarse le confesé la cruda verdad de mis apellidos. Él no sólo no mostró ni el menor atisbo de burla, sino que incluso llegué a notar ciertas arruguitas de conmiseración en sus arcos cigomáticos y una como acuosidad en sus ojos muy cercana a la consistencia de la lágrima. Puso su mano sobre la mía y me dijo: "Me llamaba Luis José Gili Poyatos. Ahora me llamo, porque así lo quise, Soyún Gili Poyas y porque de perdidos, al río. Y al que se ría le jodo la vida de por vida". Mi admiración por Soyún creció exponencialmente en un instante. Su concisa declaración y el tono con la que la expuso me amistaron con él hasta el fin de los tiempos. Creo que a Soyún le ocurrió lo mismo. ¿Y qué otra cosa mejor se podría hacer en aquella extrema circunstancia que marchar a celebrar el comienzo de tan entrañable amistad a Casa Lupe, donde a ritmo de balalaikas nos refocilaríamos con el nutrido ballet de tiernas hetairas casalupanas hasta el amanecer? 
          Y eso hicimos, ¡vive Dios! Es, por consiguiente, la segunda vez que me voy de putas en mi vida, y en menos de diez días.

9.2.19

442. Una nueva prosperidad


          Tengo en casa desde ayer a un caballero templario. Llamó al telefonillo y le abrí, creyendo que era un paquete que esperaba de Amazon. Mi atonía muscular, sobre todo la facial, duró los instantes necesarios y precisos para que se colara en casa. Vivo solo en un piso antiguo y enorme; sus techos son muy altos y tengo mucho dinero desde siempre, aunque no ejerzo de hombre rico en ninguna circunstancia y mis costumbres pasan por ser de una frugalidad y de una sencillez frailuna y cartujana. Como si conociera el camino el templario caballero se dirigió a la habitación más alejada de la casa, la situada al final del pasillo, a la izquierda, al lado del gabinete de la tita Brígida. En aquel cuarto sólo queda una desvencijada cama de matrimonio con dosel y un arcón apolillado con las casullas del Obispo Lebrón, mi tío. No ha salido de la habitación desde que llegó hace ya algo más de veinticuatro horas. No he dormido en toda la noche, conmocionado y paralizado por la súbita aparición del personaje y por la incertidumbre que me provoca el no saber qué conducta tomar, cómo proceder con un mínimo de cordura ante una situación tan anómala. Esta mañana le he acercado a la puerta una bandeja con algo de comida y un bacín de hojalata que encontré en el desván, pero no ha dado señal alguna de vida, y ya van a dar las campanadas de mediodía en la torre de la iglesia. Se me erizan los vellos de la nuca cuando me acerco a la puerta de las usurpadas dependencias de mi indeseado inquilino. Pero algo tengo que hacer, así que armándome de valor y rezando previamente una jaculatoria al Santo Tello, golpeo tenuemente con los nudillos en el batiente, y al momento la puerta se abre y me enfrento a la pétrea figura del caballero, con su manto blanco y su cruz roja en el pecho. Mi atonía muscular se adueña nuevamente de mí como en el primer encuentro y no puedo articular una sola palabra. Esta situación dura la eternidad de cinco segundos, tras la cual el caballero me estampa con furia la puerta en las narices y me sume en el reino de silencio de este enorme piso de altos techos, largos pasillos y ruidos amortiguados de espectros sugerentes. Los niños de labio leporino, mis primitos León y Ramona, los que ocuparon en vida la habitación de la antigua logia, la que está frente a la cocina, se me aparecen al final del pasillo. Llevan unos clavos en la boca y cada uno porta un gran martillo en sus manitas. Dan un poco de miedo. Suspiro y rezo a Santa Nadia de Siena mirando al techo, pero allí está tita Brígida, en una levitación demoniaca extrayéndose con las uñas de sus dedos afilados las vísceras de su vientre rojo y negro. Retrocedo con el lógico espanto que provoca la contemplación de estas escenas ciertamente infernales. En mi huida violenta tropiezo con el báculo del Obispo Lebrón, mi tío, de cuyas cuencas brota un río oscuro y vibrátil de negras larvas y de cuya boca nace una especie de homúnculo de teratología plena. Llamo desaforado y con la solidez de mi angustia a la puerta del caballero templario. Grito e imploro su ayuda, le exijo en nombre de Dios que ayude a un pobre cristiano perseguido por las fuerzas del mal. La puerta se abre. El caballero templario me mira con la iracundia medieval de sus ojos inyectados en sangre, desenvaina su espada, cuyo pomo luce la cruz paté y cuya hoja acanalada se alza al techo impulsada por su brazo fiero, y se lanza en mi persecución a lo largo del interminable pasillo. Corro con los ojos cerrados. Grito desaforado. Me lo hago todo encima. Suena de nuevo el telefonillo. Alcanzo la puerta y esta vez sí que aparece el empleado de Amazon con el paquete solicitado el pasado jueves. Pedí un estentor de seis badulios en prisma. Yo pensaba que ya no los fabricaban, así que la sorpresa fue mayúscula. Y tan solo por 9,95€. Con tremendo nerviosismo abro el paquete y emocionado sostengo entre mis manos el estentor soñado. El runrún de los badulios me adormece, me sosiega, me sirvo un vaso con dos dedos de Dalmore y dejo pasar la tarde entreviendo, a través de los visillos de la balconada del salón, las ramas fluctuantes de los tilos de la avenida.