Todo el mundo se sintió conmovido por el robo del cuadro. Yo no me sentí conmovido, porque a mí no me conmueve nada relacionado con las bellas artes. Conceptos como arte, cultura, creación, me hacen sospechar que detrás ha de haber siempre un comisario con tremendas ganas de enfundarse un uniforme y sugerirme con firmeza con qué cosas mi emoción ha de ponerse en marcha y con qué otras ha de detenerse. Se detenta el poder con el látigo o con el beso. Se domina con un bitcoin o con un capelo cardenalicio, con una quijada de burro o con un trazo de pincel en el sitio adecuado. Gentes que jamás habían visto el cuadro, que ni sabían con exactitud dónde se ubicaba el museo que lo exhibía, aun estando en la misma ciudad en la que residían, se sintieron de pronto apesadumbrados por el latrocinio infame infligido a "su museo", a "su ciudad", todos ellos, de improviso, depositarios de un presunto amor común por la pintura en general y por la robada en particular. El espectáculo, para mí irrisorio, se iba extendiendo como sábana de estulticia por todas las capas de la sociedad. Ya todo el mundo sabía el nombre de la pintura, el nombre de su autor, el estilo pictórico al que se podía adscribir, y hasta sus medidas exactas. La policía, transcurrido un mes desde la infausta noche de la perpetración del delito, no sabía ni por dónde empezar sus pesquisas. Tras treinta días el cuadro estaría ya en manos del obseso coleccionista y puesto a mejor recaudo, sin duda, del que tenía en el museo. Yo seguía disfrutando como un chino rico con la representación frenética de mis conciudadanos exponiendo en foros culturales y tertulias improvisadas sus cuitas y desazones estéticas por la irreparable pérdida de tan insigne obra.
Me hallaba visitando la sala expoliada un sábado por la mañana, con un inusitado número de personas deambulando con paso cateto por los diferentes ámbitos de las galerías y salones del museo, cuando me encontré enfrentado al vacío que dejó el cuadro desaparecido. El espacio, de 1,5 metros de alto por 2 metros de ancho, testificaba una nada proclive a la sugerencia, a un pequeño éxtasis meditativo. Dos moscas a mi alrededor improvisaban la eternidad de sus incomprensibles movimientos desconocedoras de mi suprema habilidad, casi innata, para cazarlas al vuelo. Primero una y luego la otra acabaron en la palma de mi mano izquierda. Con la yema del pulgar de mi mano derecha aplasté primero una y después la otra en el ángulo superior izquierdo del blanco rectángulo desnudo. Me alejé unos metros y volví a acercarme. Con mi pluma Montblanc Meisterstük firmé con seudónimo en el ángulo inferior derecho. Me alejé unos metros y me fui.
Han transcurrido diez años desde que ocurrieron los hechos narrados. Los acontecimientos posteriores son ya de todo el mundo conocidos.