El aroma penetrante del mar cercano.
Gaviotas como alondras, sus conductas desquiciadas por el fragor de la tormenta pasada.
Poco a poco volverán al compás sereno de su vuelo.
Una brisa húmeda envolviendo y amasando el último calor de septiembre.
Silencio.
Buques fantasmas en el cielo empedrado de nubes nerviosas.
Nadie en la arena fría, nada más allá de las olas.
Y en este ámbito deambulo descubriendo a cada paso planetas emocionantes algunos, de una tristeza nueva otros, pero todos solitarios.
En esta frontera móvil la mar levanta su falda de volantes y descubre al viento sus piernas de coral, su carne salobre y abisal.
Y yo la miro sobrecogido y algo avergonzado, y sigo hollando la arena con mis pies descalzos de peregrino.
No tengo santuario a donde llegar, mis pasos me llevan solos a paisajes que no busco ni rechazo, algunos me deslumbran y otros me asolan.
Pero sigo sin encontrar a nadie, a otro caminante.
Nadie sigue mis pasos.
No persigo nada ni a nadie.
Comienzo a tener frío, mucho frío.
Mis pies se hacen más lentos cada vez.
Va cayendo la noche, he de encontrar algún refugio.
El cielo se torna de un color metálico, como el de un revólver recién disparado.