La fiesta terminó en parada militar. Los dos grupos de institutrices formaron en escuadras enfrentadas: las francesas a un lado, las inglesas al otro. Entre ambos grupos se colocó el contenedor de la anguila y, colgando del artesonado de vigas del techo, se balanceaban, como badajos exentos, los numerosos y diversos saxofones sustraídos de las sinagogas. Durante la fiesta se había comido y bebido, y se habían expresado los poetas seleccionados; y habían bailado los danzantes de todas las regiones y de todos los poblados; y habían ejecutado sus malabares los artistas más ágiles de los dos circos confederados; y los alcaldes convocados este año vistieron sus mejores y más entorchadas galas y adornaron sus tripudas barrigas con las astas de plata votivas y los pequeños huesos de marmota. Todo, en fin, salió a pedir de boca, como todos los años.
Para más adelante dejo el relato del genocidio; dejo también para luego los resúmenes de mi bien documentado estudio sobre la libertad de los oprimidos y de mi no menos documentada tesis sobre la secularización de las procesiones de Pentecostés. Me duele mucho la barbarie, me duele en el alma, pero es que al ver los mofletes de estos niños, apenas judíos, se me enternece la fibra vital; rezuma en mi pecho la melancolía al contemplar esta tierra negra, húmeda y vetusta; mi corteza cerebral pierde sus circunvoluciones y me deja con el seso liso y sin ganas de nada. Ya sólo leo viejas novelas del oeste y me alimento exclusivamente de hierbajos, también del oeste. Hay días que me confunde la luz y me leo los hierbajos y me como las novelas del oeste. Hay días que me convierto en cowboy y cruzo la pradera llena de hierbajos con otros cowboys que van leyendo novelas de sí mismos. No hay indios, pero sí batallones de institutrices enfrentadas en hangares, insultándose bajo un manto de saxofones judíos. Hay días así, y los hay incluso peores. Hay días que se levanta uno y ve un caballo entre sus piernas, y delante, una variopinta comparsa de alcaldes, poetas, malabaristas y danzarines que ríen, comen y beben sin ser conscientes de que en el centro de su aldea hay un recipiente rectangular de un metal insospechado y de un color poco expresable que contiene una repugnante y belicosa anguila negra. No lo saben, no, o si lo saben no quieren hablar de ello, porque sólo creen en la Fiesta y en aquello que revelan las infinitas novelas del oeste, que crecen en la hierba de los campos que rodean sus casas.