La expectación es un estado del alma, el estado anímico más medieval de los tres que el alma tiene. La Edad Media, a medida que avanzan los estudios, se descubre como una era, harto vasta y lata, de una soterrada y latente expectación. Según el diccionario lexicográfico de la RAE, la palabra expectación proviene de la alocución persa bashimi-gareh, que significó: Pechos como dunas de arena ardiente; de aquí se transformó en shimig-ar, por doble elisión de las consonantes transpalatinas, y, por último, se transformó en la palabra actual, expectación, por aféresis vocálica y consonantización bimembre. Pero ya sabemos por experiencia que los orígenes de las palabras, como el origen de los dioses, es algo que mueve pocas ruedas de molino. Por ello, la expectación que sintieron en el siglo XI los habitantes de Europa no estaba consagrada a la palabra ni a Dios, sin embargo, sí estaba consagrada a la Palabra de Dios. Dios es esperanza, expectativa, enigma y misterio. Pero esto, sólo en Europa, que es donde ocurrió propiamente el hecho medieval. En Asia, Dios era y es pétalo, aroma, sangre y fuego; en América, Dios era y es frontera, exactitud, moneda y furia. En los continentes restantes, Dios se halla en la fase II de construcción conceptual colectiva.
Los otros dos estados del alma están aún por ser descubiertos (se continúa con la idea absurda de que son tres los estados (?!?!)), aunque los trabajos de campo están ya muy avanzados y, poco a poco, se van vislumbrando algunas potencialidades por demás insospechadas (nada medievales, por cierto y por otro lado). En una audaz avanzadilla intelectual me atrevería a pronosticar que, si no la primera, sí la segunda, el aburrimiento iterativo tiene muchas posibilidades de alzarse con el primer o segundo premio, porque ya sabemos que la expectación, en el fondo, aburre (no así la esperanza, que más que una nominación filosófica es un instrumento más de la poesía). El aburrimiento, más si abunda en el eco repetitivo de nuestra rutina sideral, será más que un atributo a medida que transcurran los siglos y adquirirá sin duda los ornatos y galones de un auténtico estado del alma.
Del tercer y último componente poco podemos avanzar sin caer en la especulación o directamente en el ridículo. La sinrazón, la pasión, el amor profano, la lírica, el odio... Todos ellos podrían justificar la posesión de su parcela en el alma humana, en esa trinitaria sede lúgubre, recóndita y fría del hombre, donde suceden pocas cosas en realidad, o mejor dicho, donde ocurren siempre las mismas cosas. Yo elegiría la sinrazón, principal baluarte del ejercicio cotidiano del hombre y acrisolada costumbre de su pensamiento y de su mismo proceder.
Expectación, aburrimiento y sinrazón formarían, pues, los pilares fundamentales de esa catedral de humo y nube que llamamos alma y que nos unifica (o diversifica) en uno o varios puntos del tiempo y el espacio.
Ahora me voy abajo, a los billares, que he quedao con er Paco y con su primo er Quique.