Hoy voy a hablarles de fútbol. El origen de este bizarro juego o deporte fue así, fue de la siguiente manera, aconteció de este modo:
El pueblo indoario llevó consigo en su temporalmente lejana diáspora el Rig Veda hasta el sur de la India. Los clamores de guerra fueron Tigris arriba, Éufrates abajo, añadiendo hierba seca a la reconcentrada ira de Babilonia y entonces fue cuando habló Zaratustra, que dijo: "Hagamos un contrato con el dios Mitra". El estofado estaba entonces del todo condimentado, sólo le faltaba un aderezo: el curry rancio del imperio monolítico de las tribus del Este. Buda nace y se queda absorto, inmutable ante la visión de sí mismo, y a lo lejos, los otros paupérrimos imperios del Oeste se creen lo de Zaratustra/Zoroastro y lo del profeta Oseas. Tantos espasmos históricos dan como lógico resultado la nietzcheana invención de la moralidad y como consecuencia inmediata se crea el afán eterno de derramar océanos de sangre de todos los pueblos que sobreviven en la Era Axial para el bien de esos mismos pueblos. Hasta aquí todo encaja, todo parece claro. Pero nadie contaba con los griegos. Nadie contaba con que unos cabreros subalimentados enhebraran el hilo de Cronos en el ojo de la aguja de la primigenia razón. El mito sin Verbo se hace hombre. La idea nace de un laicismo corpóreo y se adhiere con morbosidad a las meninges del divinizado habitante de la polis. Los genitales del homo erectus se elevan hasta el hipotálamo y el hombre ya no fecunda razas ni especies, sólo segrega individuos omnipensantes y alejados cada vez más de los terribles dioses del desierto. Los romanos sólo saben dar a todo aquello un valor de mercado primigenio, envolviendo el orbe con la panoplia de oropel y con el fasto endogámico de la decadencia de unos dioses alquilados y unos héroes de tinte ictérico. La Edad Oscura se acerca emponzoñando los pozos con la peste, mientras la eternidad de la sabiduría se halla enclaustrada entre sayos y cilicios. Sara, Sherezade y Magdalena cohabitan como perras calientes y salidas en el lecho de vísceras desparramadas que en los campos de Oriente y Occidente dejan las Santas Cruzadas. La vuelta de tuerca inversa que supone el Renacimiento y su inhumano humanismo llena el cielo y el infierno de dantes, erasmos y miguelángeles que duran y perduran ajenos a los cismas alemanes y a los cataclismos colombinos continentales. Los indios mueren en su otra Era Axial, tan lejana y nueva, mientras en las cocinas revolucionarias se dan las últimas soflamas sobre el suculento soufflé cartesiano. La razón de los griegos vuelve a surgir a través de los visillos de una ciencia incipiente. Alguien, además, descubre la teoría del hombre y el lobo, la polis se politiza, aparece el primer obrero electrocutado con un libro en el bolsillo trasero, la mujer existe, los poderes se independizan, los reyes van guardando sus pelucas, pero cada vez hay más y más himnos. La economía desbanca para siempre a los sistemas filosofales, ya proscritos y Marx rebulle de su gloria efímera oyendo en lontananza a Hölderlin con un fondo wagneriano muy preciso. El primigenio océano de sangre resurge con fuerza, y los pueblos, se diría que agradecidos, provocan una segunda ola casi tan fuerte o más que la primera. El arte, como, siempre, callando y cayendo en un absurdo de nada divertidísimo y acogedor, muy reconfortante para algunos. Dios acepta la derrota, su derrota, con la resignación de los muy grandes. Y entre escombros metropolitanos, y entre el hambre mal distribuida, y entre leyendas de dioses antiguos nos vemos hoy en esta displicente sociedad del bienestar mal entendido y del horror consumado.
Y entonces el Negro Willy hace un quiebro de cintura, finta al central del Ousanenses y encara la portería; el guardameta se adelanta, pero Willy, con un portentoso juego de tobillo de su zurda, eleva el esférico por encima del portero y hace que el marcador se ponga 1-0 a favor de los locales. Es el minuto 90 y el árbitro pita el final del partido.