El estado de pulcritud extrema del Marqués llevaba a pensar en el también extremo grado de sadismo de sus tropelías asesinas. Quizás sus trajes eran incinerados en la caldera del sótano los viernes de madrugada, cuando regresaba de sus correrías sanguinarias empercudido de humores viscosos y jirones de carne torturada. El excelente talante, la cortesía renacentista y la bondad de carácter matutinas contrastarían severamente con la acidia que en la tarde de los jueves iba ganando terreno en la profundidad de las arrugas de su cara, en el surco nasolabial, en el adusto entrecejo, en la profundidad arada de los pliegues de la frente. Sobre las doce de la noche, el Marqués salía con su maletín de piel, montaba en su simón y no volvía hasta la amanecida. Era entonces cuando le oíamos trastear en el sótano durante un buen rato y no volvíamos a notar su presencia hasta bien entrada la mañana, cuando aparecía en el salón con un apetito voraz, aseado, perfumado y con un humor ciertamente angélico. Por aquellos días fue cuando empezaron a salir publicadas en la prensa noticias inquietantes, y a veces espeluznantes, sobre los atroces crímenes llevados a cabo, según las primeras investigaciones de la policía, por un metódico asesino que al parecer seguía un estricto ritual para la realización de sus actividades criminales: asesinaba los jueves, asesinaba sólo a mujeres viudas de muy alta posición económica y lo hacía con un muy ajustado y preciso método repetido en las, hasta ahora, cinco víctimas encontradas. Primero las estrangulaba utilizando las bragas de la pobre desdichada, hasta que perdían la conciencia pero no fallecían. Luego las vestía con ropa de hombre y las amordazaba y ataba a la cama. Es entonces, con la víctima ya despierta, cuando comenzaba un espantoso cortejo de mutilaciones sin fin, que acababan más tarde que pronto con la muerte y posterior descuartizamiento de la mujer, quedando en los cinco casos aparecidos hasta ahora, un número de 45 secciones por mujer asesinada. Los jueves en la ciudad era tradición aristocrática dedicar la tarde a recibir visitas, los salones de las casas señoriales abrían sus puertas a reuniones de tipo cultural, sesiones musicales, lecturas de poesía, reuniones también informales en las que, por grupos, se hablaba de todo y de todos y se tomaba el té o se servían cenas frías, siendo algunas de estas reuniones muy concurridas y alargándose en muchas ocasiones hasta altas horas de la noche. Por tanto, la policía estaría al tanto de que el sospechoso habría de ser alguien que se moviera con total soltura y libertad entre los círculos y ambientes aristocráticos de los jueves. Las cinco mujeres asistieron como invitadas o anfitrionas a alguna de las conspicuas reuniones, lugares en los que sin lugar a duda se relacionaron fatalmente con su satánico verdugo.
Mi nombre es Adolphe Voinchet y soy mayordomo en la casa del Marqués de Valentinois desde hace veintinueve años. Conozco al Marqués prácticamente desde que era un niño. Todo el servicio lo conoce y ninguno de los miembros de ese servicio podría decir una sola palabra que pusiera en duda la más absoluta corrección, incluso bondad, en el trato del Señor con respecto a cualquiera de ellos. Conmigo mantiene una cercanía de, me atrevería a decir, velada amistad y prudente confianza, una medida cordialidad y cierta irónica complicidad. Nos tenemos un afecto y respeto leal y verdadero. Desde que murió la Marquesa, hace ahora cinco años, esa especie de afecto mutuo se vio estrechado al fallecer mi esposa a los pocos meses de que falleciera la Señora. El dolor acerca mucho a los que sufren desgracias similares.
De verdad, que cuando lo detuvieron al señor Marqués, yo no me lo podía ni de creer.
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