La sal de la vida es a lo que el sistema nervioso propende, el cortocircuito, el límite de su capacidad de sorpresa o de su resistencia al estrés o al eco profundo de la Creación. Nos sentimos vivos en cuanto la vida ha de acabar, al borde del abismo es donde nos sentimos realmente solos, pero también únicos y necesarios. En el calambre feroz que enerva los pelos del alma es donde nos persuadimos de que algo de dioses sí que tenemos, nos conectamos con lo verdadero, con parte de Él. La sal de la vida escuece el horizonte de la muerte, lo disuelve y tal vez lo minimiza, aunque asusta su cercanía y su inexorable verdad. Nos armamos de lo que más a mano tenemos, nuestra voluntad de muerte inconsciente, la vocación eterna de arrimarnos al riesgo de las simas físicas o éticas, a la médula de la hoguera en que convertimos la pesadumbre del diario vivir. Nos sucede como a esos insectos que pululan estólidos alrededor de la cápsula de luz que los destruirá de manera irremisible. Pienso que habito en la superficie de una de las alas de ese insecto sin conciencia que gira y gira alrededor de su luminosa y cierta muerte. Mi voluntad descansa en la inconsciencia del devenir de un estúpido insecto para el que la muerte sólo supone un criterio de cercanía física o estética, nada sucumbe en él, aunque su extinción enlaza con la mía y mi mundo desaparece con el suyo. Pero luego pienso que sobre mi piel se desarrollan y viven miles de colonia de seres vivos unicelulares que saprofitan el detritus de mi piel y dependen igualmente de que mi pulsión, esta soleada mañana de febrero, no sea arrojarme desde la duodécima planta del este edificio donde resido. Este pensamiento que quiere ser pensamiento colegiado, no lo es, pero la unidad ecuménica que formamos es evidente, nada nos diferencia, sólo es cuestión de magnitud. Pero sigo proponiendo que la sal de la vida no puede conllevar una voluntad colectiva, debemos tender cada vez con más tesón a la individualidad, que nos acerca con más sabiduría a nuestro final universal, debemos entonces abordar los pasajes peligrosos de nuestra efímera existencia con mayor asiduidad y no menor elegancia, entendiendo esta elegancia con la sinceridad y sensato placer que nos ofrece el dilapidar parte de nuestra seguridad en aras de un acercamiento y conocimiento de las verdades, que se encuentran más allá de las colinas de nuestra conciencia. Vivir al límite, vivir con riesgo, sobrevivir a la electricidad de todo aquello que enajena, duele, subvierte, degrada o enaltece, vivir sin tope de la experiencia, sin barreras ni aduanas anímicas, con la libertad destrozada por su propia soberanía, atisbar el paisaje que sólo el demente intuye y el beato profetiza. Lo haremos solos, la ayuda no se concibe en el ámbito del mundo unitario y único en el que somos y en el que estamos.
Dios, esté o no esté, sea o no sea, siempre será y estará detrás de la colina.
Dios, esté o no esté, sea o no sea, siempre será y estará detrás de la colina.