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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



12.2.14

308. Solecismos un tanto inocuos


          Tengo sobre mi mesa un sobre sobre el que acabo de pegar en su ángulo superior derecho un sello de correos suizo de dos francos en el que se ve un previsible paisaje alpino con su bello y verde valle que se pierde allá a lo lejos en el horizonte montañoso y nevado. Me llama poderosamente la atención, entonces, que desde el lado izquierdo del sello vaya poco a poco apareciendo lo que a todas luces parece un contingente de caballería que se dirige a buen paso, algo más que al trote, hacia el Este. Son unos cien soldados, todos ellos bellamente engalanados, con brillos fugaces de charoles y metales bruñidos. Es norma, o al menos ésa es mi experiencia hasta el momento, que en los sellos de correos, ya sean suizos o de otros lugares del mundo, no se aprecien estos movimientos de tropas. Mi inquietud se acrecienta al comprobar que los soldados saltan el borde dentado de la estampilla y continúan su marcha por la superficie del sobre que contiene la carta que acabo de escribir, tras varios infructuosos intentos, a mi albacea, Jan van Oosg, que vive en Dresde. En el valle queda el surco que han dejado los cascos de los caballos, también en la superficie del sobre se ve la marca algo más imprecisa de la marcha militar. Superado los límites de la carta, ya en la estepa difícilmente mensurable de la mesa de nogal, los diminutos soldaditos a caballo, a cuyo frente y al mando del mismo, un enhiesto teniente, sable en mano, los dirige con irreprochable marcialidad, la columna de soldaditos, decía, se encamina hacia las cuatro bolas arrugadas de papel que hace pocos minutos he arrojado desesperado por no encontrar el estilo o el tono adecuados con los que dirigirme al señor van Oosg. Al final, a la quinta tentativa, la misiva ha salido perfecta, adecuada, directa y equilibrada. Al llegar a los montes de papel, con ardor guerrero y eficacia castrense, los pequeños efectivos militares toman posiciones. Su objetivo se hace evidente: tomar por la fuerza los abruptos riscos de papel, en donde a buen seguro se esconde, proceloso, el enemigo, como no tardo en comprobar desde mi aventajada atalaya en las alturas. De cada surco, de cada pliegue y de cada arruga de papel surgen, vociferantes, decenas de guerreros uniformados a la turca disparando sus arcabuces a diestro y siniestro y esquivando, a su vez, los disparos del regimiento de caballería que, rodilla en tierra, intenta contrarrestar la violenta algarabía que se les viene encima. El combate no dura mucho. Observo que no son decenas, son centenares los turcos que cobijan las oquedades de los siniestros papelotes. Bajan por todos lados y rodean con rapidez a los valerosos soldados, los caballos se dispersan despavoridos por los estampidos de la pólvora, y uno tras otro van cayendo los soldaditos formando un tristísimo cúmulo de cadáveres chiquititos. Los turcos ya celebran la victoria con arcabuzazos al aire y un griterío ensordecedor de gloria. Yo asisto a todo esto con un notable aturdimiento, me hallo atónito. Sé que he tomado partido por la caballería proveniente de la Confederación Helvética, desconozco la verdadera filiación, me extrañaría mucho que la columna de caballería fuera realmente suiza, país eminentemente neutral y cuya única actividad con armas, más decorativa que ofensiva, consiste en ser guardianes, algo atrabiliarios y como de tramoya teatral, de los sucesivos Papas que en el mundo han sido, son y serán. Desconozco de igual manera la procedencia del otro sector enfrentado, me parecen turcos, aunque podrían ser cátaros disfrazados, beduinos o yemeníes, da igual. De cualquier modo me duele la injusta victoria turca. Veo que un grupo de estos últimos arrastra un carro lleno de lo que parecen pequeñas estacas puntiagudas de madera, e intuyo con horror que, si Alá no lo remedia, van a empalar los cadáveres de los soldaditos de caballería y a los pobrecitos que aún no lo son. Pero esto ya no lo puedo ni lo voy a consentir. Así que atrapo un buen puñado de turcos y los arrojo a mi copa de ajenjo, luego repito la operación hasta que sólo quedan unos pocos y la copa de ajenjo rebosa en un magma de turquitos ahogados. Con el plumín de plata voy ensartando por la mesa a los del turbante, que huyen como ratas  por la mesa gritando como huríes a la venta y los arrojo al candente chubesqui que intenta caldear y combatir el frío de mi habitación. Al último par que veo que intentan refugiarse en las estribaciones de mi escribanía los aplasto con la yema del pulgar derecho. Ahora me toca enterrar, no sé dónde a los chicos muertos de la caballería, pero y ¿qué hago con los moribundos? Sé que no debía haberme inmiscuido en los asuntos internos de ambos países, pero también sé que todos los filatélicos están locos.