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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



23.2.14

311. Tiempo de arpías


          "Me planto en mitad de este damero infinito en el que se está convirtiendo mi vida..." Éste es un bonito comienzo para mi próximo libro. Otro sería éste: "Los picos helados de las lejanas montañas quebraban un horizonte de un azul demoledor..." También muy bonito. Los arranques de los libros son algo verdaderamente importante. Yo nunca leería un libro que comenzara, por ejemplo, así: "Por tanto, la venta de la alquería demandaba una urgente reforma en las leyes arancelarias..." Nunca. Ocurre lo mismo con los finales de las obras literarias. No es lo mismo una novela que acabe "... y la velada luz de los ojos de la diosa, a la vez que oscurecía el mundo de los vivos, abría poco a poco el fulgor enigmático y eterno en el mundo de los muertos.", que otra que ponga punto final con "... y el Conde partió la ballesta arrojándola contra la puerta de la cochiquera." Creo que estarán de acuerdo conmigo en todo lo que estoy diciendo. Sir Walter Scott decía que "las novelas, al menos las que yo he escrito, son el estrafalario resumen de la ambivalencia entre el estilo y la historia narrada, entre el ensamblaje epigramático del discurso y el intercambio costumbrista de pareceres en ámbitos diversos". No diría yo que andaba desencaminado el buen escocés. En la historia de la literatura tenemos variados ejemplos de obras que quebraron las espurias vibraciones del tono intelectual del momento socio-histórico en que nacieron. Desde el Gilgamesh hasta el Ulysses de Joyce la ruptura enardeció a sus autores de manera frívola y al devenir de la cultura de manera abigarrada. Hay un librito, casi un opúsculo, escrito por el autor renacentista cubano Evelio Maní, que ejemplifica todo lo hasta aquí dicho. El título de la obrita es "Me han enajenado el bohío" y fue escrita en el quattrocento, que en el Caribe tuvo unas peculiares connotaciones en cuanto a temas (excesivamente autóctonos) y en cuanto a estilo (excesivamente exótico). El "boom" de la literatura latinoamericana, sin embargo, posee una génesis escandinava evidente y prístina. Borges y yo (bonito y vanidosillo título para una próxima aproximación ensayística: "Borges y yo", "Borges and me"—en inglés), Borges y yo, decía, que amábamos tanto lo boreal, caminábamos cogidos de la mano por los arrabales de Malmström entusiasmados con el declive de los termómetros de galio y con el estrépito de los arenques que reventaban la salmuera de las barricas en los muelles. Ya ciego de vista y casi de esperanza, el maestro me cantaba viejas nanas aprendidas de niño en los frescos verdores de jardines bonaerenses de la boca de su ama de cría noruega, la señora Olsen, que fue la inspiradora de Mamá Rhînna, personaje inolvidable de su famosa narración corta o cuento Las nueces intermitentes. Disculpen si divago, pero en estas agonías del invierno la tos me ha convertido el pecho en un estertor viscoso y doliente. Gracias a la musa de la retórica (¿Polimnia?), que quizás lo sea también, a su pesar,  de la demagogia, voy desbrozando estas líneas que intentan llevar la paz y el olvido (es lo mismo) a todos los hogares de España. O a casi todos. O sólo a algunos. Voy a seguir tosiendo.

22.2.14

310. El caso de la iguana que gustaba de hacer café, pero luego ni se lo tomaba niná


          Hoy quiero escribirle una carta a mi padre, pero mejor voy a limpiar de matojos el huerto, que lo tengo últimamente abandonado. Una vez acabe de limpiar el huerto, iré a arreglar con Dani la rebelión de los esclavos nubios que tantos quebraderos de cabeza le está dando a la abuela. Después quiero ir a desayunar dientes con P.P. Zhivs a su consulta (tiene los mejores dientes de Palermo, me ha invitado muchas veces, pero nunca he ido). No sé si me apetecerá después estudiar Leyes o algo, o licenciarme, o doctorarme, o casarme con alguna de las mujeres de alterne del Kino's, o quizás volverme loco y asestar uno o dos golpes de estado. Tal vez opte por visitar el Museo Podológico Itinerante o pelarme al dos en la barbería de Pinzo. Ya serán para entonces más de las diez, y espero que no llueva, y si llueve, pues mejor, así no tendré que bañar a los niños. A las diez y media (10h.30') he quedado con Mademoiselle Laforgue para ir a una sesión de espiritismo mercantil en el Círculo de Malas Artes. Si se deja, le tocaré la lengua, yo dejaré que toque la mía. Luego nos iremos al Ateneo, a escuchar con sumo interés la conferencia que dará Joaquinito sobre "las diversas maneras de tocar el laúd sin manos". Sabemos que será apasionante. Posteriormente depositaré los restos de Mademoiselle Laforgue en el cementerio laico de las afueras y me iré a tomar el aperitivo con el vicealmirante Montoya. Espero que no me líe y me tenga hasta las tantonas contándome sus masacres de payos por las Islas Galápagos. Quisiera después ir a comer pescados muertos con pan a la Brasserie de Pierre. Me gusta comer solo, si acaso acompañado de una o dos mujeres desnudas y un cuarteto de cámara con los ojos vendados y vestidos como corresponde. Me encantan los postres de Pierre. Hace la mejor compota de espinas que he probado nunca. Entonces me entrará sueño y me iré a casa a descansar. Debo pensar seriamente en casarme con algo. No es bueno que el hombre esté solo, y la casa parece vacía, no sólo porque lo está, sino porque no hay nadie cuando llego. Un día me encontré en un vertedero un enorme reostato termonuclear con todas sus tripas de amianto al aire, y me lo llevé a casa seduciéndole y atrayéndole mediante tiernas lisonjas y pequeños engaños engatusadores. Vivimos juntos dos o tres semanas de pura pasión, pero cuando la rutina de la convivencia hizo su aparición, volví a dejarlo en el vertedero donde lo encontré, propinándole, eso sí, varias patadas, porque, eso también, soy persona mala. Bueno, dormida la siesta, ¿qué hacer con el resto del día? ¡Ahá, ya está! Como es martes puede que vaya a la asamblea semanal de expertos en anclajes, o al sacrificio ritual de las madres sefardíes en el convento de las Hermanas Aguedianas. Si me apresto incluso podría hacer ambas cosas de manera consecutiva, todo va a depender de si Gregory me presta su biciclo dinámico verde agua. Y sí, ya para entonces habrán sonado las siete campanadas en el reloj del ayuntamiento. Iré a casa entonces, me ducharé con alguien que me enjabone la espalda y me pondré mis mejores galas para acudir a mi primer baile como debutante que soy. Será una noche mágica, comeré toda la empanada de pulpo que me quepa, bailaré todos los zortzikos que me apetezca con las esposas de los concejales o con los maridos de las concejalas, beberé todo el mejunje laico que pueda trasegar, y vomitaré en todos y cada uno de los setos y parterres de los jardines de Palacio. No sé cómo, pero llegaré, o me traerán a casa húmedo, ebrio y lloroso, y en el fondo muy compungido por haber dejado pasar otro día, otro día, sin haber escrito esa carta a mi padre que llevo queriendo escribir desde hace tres décadas.

12.2.14

309. La ingle hirsuta de la Papisa Juana


          A Zehna Voloshyn, lo que realmente le da asco es todo aquello relativo a lo gastrointestinal. Su novio, Osmond, regenta una afamada casquería en Foljströ, pequeña localidad al noroeste de Oslo; a Osmond, lo que realmente le asquea es la manera de hablar noruego de los daneses y su pastosidad intelectual al debatir temas de ultratumba. El asco, sépanlo, es lo que nos da carta de naturaleza humana. Sin asco no hay hombre, ni acaso mujer (aunque de esto último hablaré más tarde en otro sin par artículo). A mi vecino, Pepe Lomax, le asquean las producciones pornográficas de bajísimo presupuesto que produce él mismo con sus cuñadas, las siamesas O'Higgins, incluso le asquean más, si cabe, las producciones pornográficas de altísimo presupuesto que produce él mismo con su hermano, el Zar Nicolás. A las O'Higgins les asquea su hermana siamesa respectiva, lo que las hace divergir sus miradas 180 grados, una al Norte, la otra al Sur, dado que están unidas por las plantas de los pies. Las dos se enamoraron en plena guerra del actor Walter O. Mills que si había algo que le daba asco de verdad eran las siamesas y las vendedoras de frutos secos del mercado de Whitelands, al Sur de Londres, y no digo nada si los frutos secos eran avellanas cordobesas. A los cordobeses les asquean los sevillanos, sobre todo los que huelen a incienso, que son la mayoría. También al diputado Lucas Pastrana Valdivieso le daban arcadas cuando iba a Sevilla, pero pasó a la Historia por las grandes bascas que le producían los discursos de Castelar en el Congreso. Castelar, en cambio, mutábase en puro vómito al contemplar, aunque fuera sólo de lejos, a Pi y Margall o a cualquiera de sus familiares en primer grado. En esta malla de ascos cruzados y diversos, caben ascos de todo tipo. A mi primo Hércules le doy asco yo, bueno, en realidad lo que le asquea es mi ausencia total de granos y mi cutis impoluto, sin embargo, él a mí no me da asco, yo lo odio (o le odio, nunca aprenderé cuándo poner le o lo), eso sí, pero por razones ajenas a la propuesta temática que hoy nos ocupa. Un asco que llamó mi atención es el que le producían a Erasmo de Rotterdam los enanos alemanes, lo que provocó cismas locales insignificantes en lo social, pero muy significativos en el aspecto filosófico de sus escritos. Erasmo, que era hermano hermafrodita del navegante Robert Cooper, da fe en su obra De capitatione del asco a los enanos alemanes de manera harto pormenorizada y asaz exhaustiva. A los enanos alemanes, a la sazón poco escrupulosos, sólo le dan asco las cúpulas de Brunelleschi y los acaramelados tonos de Masaccio cuando pintaba damas tiernas de Florencia. De Florencia, curiosamente, era el mercader libanés Ananás Bula, que vivía asqueado de haber nacido en el Tirol. El asco atañe, como vemos, a ricos y a guarnicionistas, a proyeccionistas y a suníes, a metalúrgicos y a agoreros, a troyanos y a catetos de Burriana. La vida es asquerosa en su totalidad para varias sectas cínicas y gnósticas del Próximo Oriente, y también para los pueblos del Lejano Oriente: los coreanos profesan un odio cerval mezclado de un asco bilioso hacia el arte europeo de entreguerras y hacia los pastelillos de bosta malaya. Y los japoneses, para terminar, echan el bofe cuando ojean las aburridísimas revistas de poesía chilenas u hojean las aburridísimas revistas de poesía argentinas. Este recorrido por el asco mundial, por la náusea planetaria no estaría completo sin hacer mención al Asco Supremo, al asco que emana del propio Ente Divino, a la basca cósmica que provocamos en Él y que Él nos provoca. Este asco mutuo recibe eufemísticos y simbólicos epítetos para mejor llevar nuestra estrecha y tumultuosa relación. El amor, la gracia, la solidaridad humana, la caridad, la fe divina, la unción mística, la paz espiritual, el clamor kármico, la fraternidad de los pueblos, todo ello no deja de ser la bondadosa metáfora que cubre con el tul luminoso de la belleza el soberano asco perpetuo que la vida en general y el pudin de nabos tiernos en particular nos provoca a todos los humanos en general y a mi tía abuela Manola en particular.

308. Solecismos un tanto inocuos


          Tengo sobre mi mesa un sobre sobre el que acabo de pegar en su ángulo superior derecho un sello de correos suizo de dos francos en el que se ve un previsible paisaje alpino con su bello y verde valle que se pierde allá a lo lejos en el horizonte montañoso y nevado. Me llama poderosamente la atención, entonces, que desde el lado izquierdo del sello vaya poco a poco apareciendo lo que a todas luces parece un contingente de caballería que se dirige a buen paso, algo más que al trote, hacia el Este. Son unos cien soldados, todos ellos bellamente engalanados, con brillos fugaces de charoles y metales bruñidos. Es norma, o al menos ésa es mi experiencia hasta el momento, que en los sellos de correos, ya sean suizos o de otros lugares del mundo, no se aprecien estos movimientos de tropas. Mi inquietud se acrecienta al comprobar que los soldados saltan el borde dentado de la estampilla y continúan su marcha por la superficie del sobre que contiene la carta que acabo de escribir, tras varios infructuosos intentos, a mi albacea, Jan van Oosg, que vive en Dresde. En el valle queda el surco que han dejado los cascos de los caballos, también en la superficie del sobre se ve la marca algo más imprecisa de la marcha militar. Superado los límites de la carta, ya en la estepa difícilmente mensurable de la mesa de nogal, los diminutos soldaditos a caballo, a cuyo frente y al mando del mismo, un enhiesto teniente, sable en mano, los dirige con irreprochable marcialidad, la columna de soldaditos, decía, se encamina hacia las cuatro bolas arrugadas de papel que hace pocos minutos he arrojado desesperado por no encontrar el estilo o el tono adecuados con los que dirigirme al señor van Oosg. Al final, a la quinta tentativa, la misiva ha salido perfecta, adecuada, directa y equilibrada. Al llegar a los montes de papel, con ardor guerrero y eficacia castrense, los pequeños efectivos militares toman posiciones. Su objetivo se hace evidente: tomar por la fuerza los abruptos riscos de papel, en donde a buen seguro se esconde, proceloso, el enemigo, como no tardo en comprobar desde mi aventajada atalaya en las alturas. De cada surco, de cada pliegue y de cada arruga de papel surgen, vociferantes, decenas de guerreros uniformados a la turca disparando sus arcabuces a diestro y siniestro y esquivando, a su vez, los disparos del regimiento de caballería que, rodilla en tierra, intenta contrarrestar la violenta algarabía que se les viene encima. El combate no dura mucho. Observo que no son decenas, son centenares los turcos que cobijan las oquedades de los siniestros papelotes. Bajan por todos lados y rodean con rapidez a los valerosos soldados, los caballos se dispersan despavoridos por los estampidos de la pólvora, y uno tras otro van cayendo los soldaditos formando un tristísimo cúmulo de cadáveres chiquititos. Los turcos ya celebran la victoria con arcabuzazos al aire y un griterío ensordecedor de gloria. Yo asisto a todo esto con un notable aturdimiento, me hallo atónito. Sé que he tomado partido por la caballería proveniente de la Confederación Helvética, desconozco la verdadera filiación, me extrañaría mucho que la columna de caballería fuera realmente suiza, país eminentemente neutral y cuya única actividad con armas, más decorativa que ofensiva, consiste en ser guardianes, algo atrabiliarios y como de tramoya teatral, de los sucesivos Papas que en el mundo han sido, son y serán. Desconozco de igual manera la procedencia del otro sector enfrentado, me parecen turcos, aunque podrían ser cátaros disfrazados, beduinos o yemeníes, da igual. De cualquier modo me duele la injusta victoria turca. Veo que un grupo de estos últimos arrastra un carro lleno de lo que parecen pequeñas estacas puntiagudas de madera, e intuyo con horror que, si Alá no lo remedia, van a empalar los cadáveres de los soldaditos de caballería y a los pobrecitos que aún no lo son. Pero esto ya no lo puedo ni lo voy a consentir. Así que atrapo un buen puñado de turcos y los arrojo a mi copa de ajenjo, luego repito la operación hasta que sólo quedan unos pocos y la copa de ajenjo rebosa en un magma de turquitos ahogados. Con el plumín de plata voy ensartando por la mesa a los del turbante, que huyen como ratas  por la mesa gritando como huríes a la venta y los arrojo al candente chubesqui que intenta caldear y combatir el frío de mi habitación. Al último par que veo que intentan refugiarse en las estribaciones de mi escribanía los aplasto con la yema del pulgar derecho. Ahora me toca enterrar, no sé dónde a los chicos muertos de la caballería, pero y ¿qué hago con los moribundos? Sé que no debía haberme inmiscuido en los asuntos internos de ambos países, pero también sé que todos los filatélicos están locos.

2.2.14

307. La organillera


          Sangro de miedo desde hace horas. El diablo ha vuelto y se ha arrollado a cada una de mis vísceras, a cada uno de mis órganos. Lo siento caliente y aferrado dentro de mí. Oigo su ríspida risa en mi garganta y noto cómo los pensamientos, mis pensamientos, van mutando y convirtiéndose en viscosas ratas de pellejo translúcido y sanguinolento. Siento el miedo del tiempo que he de permanecer siendo acechado, invadido y ultrajado desde dentro, tiempo que en cada capítulo es más dilatado y cuyo fin ya ni siquiera preveo. Cansado del cansancio, porque el miedo agota y aturde los reflejos del alma. Comienzo a odiar, a esconderme como la hiena en la noche, a repeler los contactos, a vomitar la bilis negra del contagio. Es la epidemia interior que va invadiendo todo lo que me rodea. Es el poder del mal que aprisiona mi esqueleto, que segrega todo un mundo de delirios fantasmales, de temores inauditos, de horrores primigenios. Es la vivencia del fin del bien, la apertura de oquedades abisales en el océano del alma. Sólo quiero no querer, ¿para qué?, de nada sirve el amor, los afectos, la maldita solidaridad que sólo cubre el hedor del miedo al fracaso y el horror al vacío que va instalándose en los sentidos lenta y cautelosamente, hasta que la sequedad de la mirada te mina cualquier atisbo de esperanza en el horizonte. Pervivo en el asfalto grotesco y vociferante, es como vivir en la blasfemia que no cesa, en la quiebra de lo bueno y de lo malo, en la ambivalencia del dolor interior y el lacerante dolor ajeno. El dolor de la vida y el dolor de la muerte. Y la idea de lo inmanente, del misterio de lo insondable, de la miríada de preguntas sin respuestas, todo ello sobrevolando cada uno de mis actos, como acariciando la idea de que existen resortes precisos, principios enzimáticos o eclosiones subatómicas que conduzcan a la justificación de la desdicha, del odio, de mi dolor y de mi inmensa cobardía. Ya no es que no busque a Dios, es que siento que es Dios el que no me busca, ya no es su inexistencia, es la falta absoluta de mi presencia frente a Él. Mientras tanto, el diablo se va adhiriendo cada vez con más fuerza y tesón a lo más hondo de mi cuerpo, exhalando todo el veneno que segrega su poder. Él sí me busca y me encuentra y siente dichoso mi presencia, mientras yo noto, devastado y aterrado, la suya.